martes, 18 de agosto de 2009

Pequeña Luna

"La mujer luna" (Jackson Pollock)


¿Qué clase de cobarde baja los ojos
para no contemplar la luna y dejarse acariciar
por uno de sus rayos
a mitad de la noche?


Pues bien, hoy al pasar a tu lado, he bajado la mirada
por miedo a sentir la caricia de tus ojos
y el poder de tu sonrisa.


Tú, pequeña luna de ojos negros,
pequeño misterio que se enciende a mitad de la calle,
justo al caer el sol.

lunes, 27 de julio de 2009

Un viejo poema

Se descuida parpadeo y un manantial su cuesta abajo.

mi
espera


fuga

ausente nombra
la lluvia nos destierra.

(1997)

miércoles, 22 de julio de 2009

La tiranía de las opiniones



Desde hace algunos años la libertad de expresión se ha visto enormemente favorecida por Internet y otros medios de comunicación como la prensa o la radio. Como nunca antes las opiniones de cada quien han conocido un auge insospechado para las generaciones pasadas y, cosa curiosa, esta explosión de los puntos de vista nos ha revelado como unos expertos en casi todos los temas. Basta con leer la larga lista de comentarios al pie de un blog, los videos de You Tube o las notas periodísticas. La gran mayoría de estos mensajes están escritos como si contuvieran la verdad última y no es raro el caso de que estos espacios virtuales se conviertan en verdaderos campos de batalla donde salen a relucir nuestros prejuicios, odios, rencores, y en suma todas aquellas ideas y pulsiones que nos dividen sin remedio: una especie de Guerra Civil Mundial sublimada a través del ciberespacio, donde todos defendemos no tanto nuestro derecho a expesarnos, pues ese ya existe de antemano, sino la convicción individual de que estamos en lo cierto, de que es nuestra opinión la que vale de entre todas las demás.

Esto no sólo sucede en Internet sino en todos los escenarios de convivencia. La razón está en boca de todos. Hablamos y actuamos convencidos de tenerla siempre de nuestro lado y, dado el caso, seríamos capaces de morir por imponer nuestra verdad personal al resto del mundo. Todos la posee y todos la conceden, incluso aquellos que evidentemente se contradicen. Unos la esgrimen y otras la utilizan como escudo. En cualquier situación donde exista el desacuerdo y la equivocación, donde sea necesario justificar un acto o defender una postura, la razón brota en la superficie del lenguaje de manera natural, con una peculiaridad extravagante: siempre con un ropaje distinto, como cortesana en el palacio de la certeza. La barajan los políticos que intentan convencer a la ciudadanía de la transparencia de sus actos, los abogados al defender los intereses de sus clientes, los intelectuales al intercambiar críticas, los esposos al discutir sobre temas domésticos, los padres e hijos separados por la brecha generacional.

Y sin embargo, si nos detenemos a pensar en las múltiples condiciones de las que depende la razón nos daremos cuenta de su enorme fragilidad. La razón está hecha de lenguaje puro, por lo tanto es maleable y puede aparecer de diversas maneras, puede embellecerse y engalanarse con distintas ropas, al contrario de la verdad que normalmente es fea y se muestra desnuda a todo aquel que la busca. Por otro lado, la razón no puede considerarse como tal si antes no ha sido aprobada socialmente, y es aquí donde se ponen de manifiesto sus limitaciones, donde se convierte en un juego de estrategia en el que nos gusta embarcarnos por defender nuestros intereses, por lograr aceptación o imponer nuestro criterio a otros. Lo más probable es que la necesidad natural de encontrar consenso en medio de la divergencia haya motivado el surgimiento de los jueces, los árbitros y demás instituciones encargadas de la regulación social. Nosotros mismos, la gente común, hemos sido requeridos para dar la razón a alguien en más de una ocasión; cosa por demás difícil e ingrata, pues ¿qué pasa cuando escuchamos a dos personas con posturas diferentes o contrarias y se nos pide conceder la razón a alguna?

Imaginemos cualquier situación: dos hermanos que comparecen ante la autoridad paterna, legisladores de diferentes partidos que debaten en la cámara, dos amigos que pelean por algo y plantean sus razones a un tercer camarada. ¿Quién habla con la verdad? ¿Cuál de ambas versiones es real o cierta? ¿A cuál debemos dar crédito, y a quién asiste la razón? En el caso de los hermanos, lo más probable es que la madre termine por proteger al más pequeño y débil de sus hijos; los diputados, por su parte, casi siempre tienen asegurado el favor y aprobación de sus compañeros de bancada, y en el caso de los amigos en disputa, es probable que el tercero la conceda a aquel por quien siente mayor simpatía o con quien tiene más afinidad. Otra posibilidad es que, en privado, éste acabe por dar la razón a uno y a otro por no involucrarse él mismo en la guerra de posiciones. Y a su vez, todos estos ejemplos presentados aquí de manera bastante esquemática y rígida, dependen de un sinfín de variables impredecibles que condicionan su resultado final, como es el hecho de que haya o no más gente presente, nuestro estado de ánimo, nuestra propia capacidad de discernir o nuestro deseo de no contradecir a nadie. ¿Qué sentido tiene entonces argumentar de manera razonable si al parecer nuestro voto está empeñado desde antes, influido por factores irrazonables?

El problema de conceder la razón a una entre dos o más opiniones contradictorias no ofrecería mayor complicación si nos decidiéramos de una sola vez por aquella que observa mayor correspondencia con la realidad; esto es, la más verídica, pero es precisamente ahí donde reside el dilema, pues esta realidad es una condición relativa en el tiempo y el espacio, que posee distintas dimensiones y formas de ser interpretada. El ejemplo clásico es la película Rashomon, de Akira Kurosawa. Ambientado en el Japón feudal del siglo XVII, el filme nos cuenta la historia de un rico comerciante que fue asesinado por un bandido, cuando viajaba con su esposa a través del bosque. Narrada como una combinación de anécdota con proceso judicial, la trama presenta el testimonio de cada personaje: un leñador que contempló la escena a escondidas, la viuda, el criminal y el fantasma del difunto. Todos comparecen ante la pantalla, como si el juez fuera el propio espectador. Las versiones sobre la forma en que se dieron los hechos y las intenciones que perseguían los involucrados son tan distintas que resulta imposible establecer lo que en verdad sucedió. El filme nos demuestra con extraordinaria belleza que cada quien se siente amo y señor de su pequeña porción de realidad y mide el universo (¡curiosa pretensión!) en función de ésta; de modo que atenernos a una sola verdad, como a menudo hacemos, significa avanzar como ciegos por un terreno movedizo. Más sabio sería escuchar las diversas opiniones y sólo hasta entonces formular la nuestra, a partir de otras quizás más informadas y mejor construidas; o bien, hablar a partir de nuestras propias vivencias con lo que nuestra opinión estaría sustentada por la experiencia aquilatada con el tiempo. En ambos casos, sin embargo, siempre se corre el riesgo de caer, una vez más en la parcialidad, pues al buscar otros puntos de vista lo más probables es que nos inclinemos por aquellos que más se acercan a nuestro propio modo de pensar o que han sido reconocidos como líderes de opinión por un grupo determinado dentro de la sociedad. Pasa lo mismo en el caso de la experiencia personal, pues ésta es sumamente parcial y al pretender que pueda valer como una verdad universal no hacemos sino reforzar esta triste y pesada tiranía de la opinión.

También hay que tomar en cuenta nuestra tendencia inevitable a la contradicción: a argumentar en un sentido y pensar o hacer exactamente lo contrario un momento después en función de nuestra conveniencia y de las circunstancias. Pareciera por momentos que no hay nada sólido en nuestras opiniones y que la razón que tan ardientemente defendemos es frágil y arbitraria. A la vez tememos a que los demás contradigan aquellas opiniones que tan afanosamente hemos construido y también sentimos miedo de la verdad. Muchas veces utilizamos la razón para encubrir la verdad, pues tememos a ésta más que a la mentira. Ésta última casi siempre es complaciente y aparentemente nos ayuda a ir cómodamente por la vida, sin conflictos ni sinsabores, mientras que la primera es áspera y no admite otra justificación que sí misma. Es por ello que a menudo la sinceridad es considerada más como un defecto que como una virtud. Extraña paradoja el que consagremos a la verdad como uno de los valores máximos en una sociedad que, al parecer, necesita mentirse a sí misma para poder funcionar.

Tampoco soluciona nada adoptar la salida contraria: hablar como si nunca estuviéramos seguros de poseer la razón; o aducir a las opiniones de otros sin dar jamás nuestro punto de vista. Al final quedaríamos aislados dentro de nuestra propia burbuja relativista, pues la comunicación humana implica ante todo hallar puntos en común y de desacuerdo; arriesgarse a jugar y perder, a cometer errores y contradecirse en este juego interminable de los “dimes y diretes”. Ante tales razonamientos me atrevo a asegurar que estamos ante uno de tantos problemas sin solución, fruto de nuestra diversidad y de nuestra tendencia natural hacia el conflicto y la insensatez. En mi opinión, quizá lo único que podemos hacer es aceptar con humildad lo limitado y frágil de nuestros juicios, respetar la pequeña verdad que otros han hallado y dejar de luchar encarnizadamente por una razón que todos invocamos pero que casi nunca poseemos.

martes, 14 de julio de 2009

“Pobres muertos”

Pobres muertos desterrados
a quienes no se les permite regresar:
ya no son de este mundo,
sólo pueden susurrar cuando todos duermen
y pasear su sombra por los corredores de la casa

Pobres muertos,
que se confunden con el polvo del camino,
que lloran a sus vivos,
y los siguen a todas partes,
tristes y temerosos
de ser vistos.

Pobres muertos,
hambrientos y celosos
de la luz;
cuervos tenebrosos
que alguna vez
tuvieron rostro
y voz
para remontar el tiempo
y sus auroras.

Pobres muertos,
legión muda
que sin querer da miedo
pobre nada incomprensible
incapaz de olvidar
lo que eran la vida y el amor.

Pobres muertos
que un día, sin darse cuenta,
morirán de nuevo
y para siempre,
cuando nadie les llore
ni recuerde,
y sean sólo un montón de
palabras rancias
que nadie se acercará a leer.

martes, 7 de julio de 2009

Poema

Cada día
de mi vida
amanece varias veces.

por la mañana, al mediodía,
por la tarde,
y también después,
cuando todos vuelven del trabajo
con la noche dentro,
yo subo a la azotea
por séptima ocasión
y el sol sale y me acaricia
como un padre viejo
que ha vencido sus demonios
y lo mira todo con ternura.

martes, 30 de junio de 2009

Las naves del futuro

por: Eduardo Rodríguez Flores

No me extrañaría que hubiese venido de otro planeta u otra dimensión. Lo conocí hace más de diez años, cuando Ana y yo, que recién empezábamos nuestra relación, rentábamos un departamento en San Andrés Cholula. Vivía al lado de nosotros. Su casa eran dos pequeños cuartos y un pequeño jardín donde se tumbaba a beber cerveza, contemplar el cielo y hablar con las flores. Cuando lo conocí tenía cuarenta años y vivía con su mujer, Ángela, y su hijo pequeño, llamado Inti. Eran un par de hippies. Ella era artesana y él se ganaba la vida como profesor de educación física en la primaria del pueblo. Llevaba el cabello largo y ondulado, y los niños de la escuela lo apodaban “Cepillín”; pero él se llamaba Jorge, y quienes lo conocíamos le decíamos “George”. Tenía una voz suave y delicada, casi femenina, y unos ojos penetrantes. Las primeras veces, al encontrarnos, nos saludábamos cordialmente como buenos vecinos; ya después nos fuimos conociendo poco a poco y llegamos a entablar una amistad que me dejó marcado profundamente. Era un hombre intenso y sorprendente, y no creo que haya nadie más como él. Su vida estaba llena de historias y aunque es probable que muchas de ellas las haya inventado él mismo, estoy convencido de que los grandes mentirosos a veces deberían gozar de más crédito que quienes pretenden decir siempre la verdad y no logran más que un insípido inventario de los hechos.

De joven, George permaneció varios años recluido en una institución psiquiátrica a raíz de sus abusos con las drogas psicodélicas. Un día por la noche, su padre, que ya sospechaba de sus hábitos, le advirtió que a la mañana siguiente revisaría su cuarto. George, que efectivamente, tenía una caja secreta donde guardaba ácidos y otras sustancias, decidió comerse todo de una sola vez antes de ser descubierto. El resultado fue una violenta explosión en su cerebro que le duró varios días. En otra ocasión, viajó a un pueblo de la sierra donde una curandera le dio a beber una infusión preparada con una planta conocida como “hierba del diablo” (misma que aparece en los célebres escritos de Carlos Castaneda, quien la identificó como Datura inoxia). La experiencia fue tan honda y aterradora que permaneció cerca de un año sin poder ver a nadie a los ojos, a causa del miedo que lo torturaba. Pero lo peor ocurrió una vez que fue al Popocatepetl, donde comió quince o dieciséis cabezas de peyote él solo. Jamás regresó de aquel viaje. Pasó la siguiente semana encerrado en su cuarto, temeroso de salir a la calle, viéndolo todo de “color policía”. Alarmados, sus padres lo internaron en una clínica privada donde pasó los siguientes años tratando de reorganizar su mente y su personalidad.

Con estos antecedentes se podría pensar que George era un demente, que tenía la cabeza en otra parte y que era incapaz de convivir con el resto del mundo; sin embargo, cuando lo conocí, tenía familia y amigos que lo apreciaban, practicaba el yoga, tenía un trabajo y se preocupaba por hacerlo bien. Al terminar cada clase pedía a sus alumnos que formularan un pensamiento hermoso sobre el cuerpo humano. Era de naturaleza alegre y veía la vida con optimismo. Es cierto que su enfermedad era grave y dolorosa, sin embargo le había obsequiado el don de la poesía; y por poesía es preciso entender no la capacidad de concebir bellos versos ni de engalanar el lenguaje, sino el poder excepcional de expresar lo inefable, de ver lo que nadie más es capaz siquiera de concebir, de sondear y transformar el mundo a través de las palabras y de la imaginación.

George tenía una lucidez especial. Sus anécdotas eran fascinantes, algunas de ellas eran verdaderos mitos. Una vez me contó que había trabajado durante un tiempo como profesor en una comunidad de la sierra de Puebla, región montañosa donde abundan los desfiladeros y en la que habita un tipo especial de halcón al que lo lugareños llaman cuichi. George me explicó que éstas eran aves arrogantes que reparaban mucho en el modo de volar de los demás halcones, y que si alguno de ellos no volaba lo suficientemente alto solían burlarse diciendo que era su padre quien no sabía volar. Un día George los retó diciéndoles: “Ustedes se creen que vuelan muy alto pero ninguno de ustedes vuela como mi papá”, y acto seguido señaló un avión que iba pasando. Fue así como George se ganó su respeto, pues los halcones nada pudieron replicar contra esto, e incluso terminó haciéndose compadre de uno de ellos (hay que imaginar la fiesta donde sellaron el pacto). Su nombre era “Cuatro Nubes”, pues su seña particular eran cuatro pequeñas manchas blancas en su cabeza. El nombre de cuichis les venía, precisamente, del sonido que emitía cuando volaban en busca de alimento. De acuerdo con su relato, los pequeños roedores que permanecían escondidos en sus madrigueras se asustaban tanto al oír este chillido que sacaban a la más pequeña y débil de sus crías como una especie de ofrenda a su predador. “¡Eran tan tontos!”, me dijo. “Hubiera bastado con ir a la milpa por una mazorca y dejarla tirada en medio del campo. Al rato iba a haber seis o siete conejos o ratones nomás para ir a recogerlos sin necesidad de tanto esfuerzo. Pero no se los quise decir pues se habrían hecho inteligentes”. Al final del relato me platicó que él también acostumbraba volar con ellos, que se acostaba en la cumbre de un cerro, sobre una piedra grande y lisa, y comenzaba a levitar; o si no de pie, cruzado de brazos, se elevaba y se deplazaba por los aires. Ahora que lo pienso, bien pude haberle pedido que me mostrara aquel acto portentoso, pero supongo que no lo hice pues estaba convencido de que su historia era una maravillosa invención.

Durante el tiempo que duró nuestra amistad George se convirtió para Ana y para mí en un auténtico gurú. Nos enseñó a ver el aura de los árboles, a escuchar el chismorreo de las flores y a entender el silbido de los pájaros. Nosotros, sin embargo, jamás pudimos ver ni escuchar nada de lo que él decía percibir. Conocía el lenguaje de los símbolos y el esoterismo: nos enseñó a interpretar nuestros sueños, nos mostró las propiedades curativas de distintas plantas, nos explicó el sentido de cada uno de la hexagramas del I-Ching y la manera en que los antiguos cholultecas concebían los cuatro rumbos del cosmos. Le gustaba el olor de las frutas en el mercado, el color encedido de las flores y el gris de los nubarrones cuando se ciernen pesadamente sobre el valle antes de una tormenta. Su conversación siempre giraba alrededor de estos temas. Era igual a un niño a quien no le interesan las cosas serias y busca la magia en todas partes; y por ello le impacientaba mi tendencia a racionalizarlo todo. Fijaba su vista sobre las arañas para establecer una conexión mental con ellas y ordenarles que caminaran en tal o cual dirección; de noche escudriñaba el cielo buscando naves espaciales. Estaba convencido de la existencia de dimensiones invisibles para el común de la gente, creía en la reencarnación y en el destino, así como en una inteligencia superior que rige el universo y ordena el curso de los hechos y la vida.

Pero así como podía ser profundamente espiritual, George era también un hedonista incorregible que se entregaba a todo tipo de excesos. En una ocasión lo vi coger una pizca de cocaína con el dedo y dársela a chupar a su hijo de cuatro años, argumentando que siendo adictos sus padres, el niño tenía una necesidad genética de droga. Conocía un médico corrupto que trabajaba en un pueblo cercano y le extendía recetas para adquirir fármacos: anfetaminas, antisicóticos y barbituricos. Debo decir que también nos enseñó a andar por aquel camino, del cual nos supimos retirar a tiempo. Tendía a la megalomanía y cuando se emborrachaba se volvía incontrolable, como una especie de profeta iracundo del Viejo Testamento. Una noche, en una reunión, se paró en el centro de su habitación iluminada con velas; estaba eufórico, tenía el pecho henchido, la melena alborotada y nos veía a todos desde lo alto, con los ojos muy abiertos. Habló por horas, como un iluminado. Entre otras cosas dijo que él era la reencarnación de Hermes Trimegistro, heredero de un saber muy antiguo y secreto, y anunció que el ser humano pronto llegaría a un nivel de conciencia tal que sería capaz de remontar el cosmos y llegar a otras dimensiones tan sólo con el poder de su mente. Había que tener cuidado, nos advirtió, porque en el espacio había araños gigantes capaces de devorar planetas enteros. “No importa si lo creen o no”, dijo. “¡Los alucinados seremos los capitanes de las naves del futuro!”.

Al final nos fuimos distanciando a causa de malentendidos y poco a poco dejé de buscarlo. Además, en aquel entonces yo atravesaba una situación económica y familiar difícil, y tuve que dejar Cholula para ir a trabajar al Distrito Federal. No volví a verlo en mucho tiempo, aunque seguí teniendo noticias suyas. Supe que se había ido a vivir a Tulúm y a Xochimilco, y que había vuelto a Cholula al cabo de uno o dos años; me enteré de que su mujer lo había dejado llevándose al niño consigo, y que él había caído más y más en la adicción y la soledad. Hace tres años, un día que Ana y yo regresamos a Cholula, lo encontramos y nos invitó a su casa. Ésa fue la última vez que lo vimos. Vivía solo, sin más compañía que un perro, en una casa que él mismo había construido a las afueras del pueblo. Había dejado su trabajo como profesor de escuela y daba clases de yoga en la casa de la cultura. El poco dinero que ganaba lo utilizaba para comprar alcohol y droga. Vivía en la frontera entre el desenfreno y el más puro ascetismo. Nos habló sobre meditación: tenía mantras para soñar despierto, para llamar la lluvia, para ver y oír a seres de otras dimensiones, y por supuesto tenía mantras para volar. Recuerdo que para tener sueños lúcidos había que repetir la palabra “Faraón” una y otra vez, alargando las sílabas para crear una frecuencia monocorde que indujera el trance. “Después de trescientas y tantas veces de repetir una y otra vez las palabras, ya andas astraleando bien grueso”, nos dijo. Evidentemente seguía siendo el mismo de antes: mantenía su peculiar sentido del humor y estaba siempre en espera de cruzar, por el medio que fuera, al otro lado de la conciencia.

lunes, 22 de junio de 2009

El futuro no tiene porvenir

"París en el siglo XX". Ilustración de Pablo Gargallo

Corre el año de 1963. Michel Jerôme Dufrénoy es un joven poeta parisiense que intenta ser feliz y encontrar su lugar como artista, aunque para su desgracia, se halla fuera de lugar: la sociedad de su época ha dejado atrás el romanticismo y el goce estético que antes nutriera el espíritu humano, y en su lugar rinde una devoción obstinada al cálculo, la ciencia y las cosas prácticas, enorgulleciéndose ciegamente de sus avances tecnológicos que, en efecto, no podrían ser más sorprendentes. Como muestra la propia capital francesa, que cuenta con un alumbrado eléctrico y un enorme faro que domina la ciudad y proyecta un potente haz luminoso sobre el cielo. Posee también un sistema de vías elevadas por el cual corre un sistema de transporte colectivo impulsado por aire comprimido. Los vehículos han prescindido de la tracción animal y del carbón, y se desplazan silenciosos por las calles gracias a un motor de combustión interna que se alimenta de hidrógeno, logrando eliminar así el ruido y la contaminación. Por si fuera poco el genio humano ha conseguido abrir un canal de 140 kilómetros de largo y 70 metros de ancho que conecta París con el oceáno, aprovechando el cauce natural del río Sena, convirtiendo a la ciudad luz en un puerto marítimo donde llegan embarcaciones de gran calado, procedentes de todas las naciones; y el capital y la información circulan a toda velocidad gracias a un sistema de telégrafos interconectados que en cuestión de segundos permiten enviar y recibir correspondencia e imágenes de cualquier lugar del mundo.

Ésta es la fantasía que Julio Verne concibió y plasmó en una pequeña novela titulada París en el siglo XX. Escrita en 1863, en los albores de su carrera literaria, fue rechazada por su editor Pierre-Jules Hetzel, quien la consideró una obra inferior. Permaneció inédita durante más de un siglo a merced de múltiples viscicitudes y no fue sino hasta 1994 que se publicó en Francia. Es una obra humorística en la que Verne puso de manifiesto sus dotes de visionario: aquel poder deductivo que le permitía anticiparse a los eventos y prever los cursos probables de la ciencia y el progreso. También es una obra cargada de ironía donde expresó una visión poco entusiasta del futuro, pues si bien la sociedad que retrata ha alcanzado un elevado grado de sofisticación tecnológica, los hombres no parecen “sentirse admirados por estas maravillas y tan sólo las aprovechan tranquilamente sin ser felices”. El triunfo del racionalismo y el pensamiento materialista representa la derrota del espíritu y los altos ideales. Ya no se rinde culto a la belleza ni a la valentía; la humanidad ha olvidado su antiguo amor por la naturaleza y sólo reconoce la invencible potestad de las máquinas y del dinero.

Es en este mundo donde el desventurado protagonista trata de sobrevivir y mantener su integridad como artista. Michel Dufrénoy encarna la figura del artista incomprendido. La historia comienza el día en que recibe un premio, que más bien parece una afrenta, por ser el alumno más destacado en la clase de “Versos latinos”; más adelante lo encontramos convertido en empleado bancario, ocupado en la agobiante labor de dictar interminables listados de cifras que son anotados en un enorme libro de contabilidad. No logra conservar este empleo ni el siguiente, como escritor-burócrata del Gran Almacen Dramático, encargado de reescribir fragmentos de viejas obras teatrales. Sin ninguna alternativa para ganarse la vida, queda sumido poco a poco en la miseria, sobreviviendo a duras penas en medio de un invierno particularmente atroz. Pese a los consejos de sus amigos y familiares, renuncia a sacrificar su talento y rendirse ante la realidad en aras de una vida segura, y escribe su único volumen de poesía, irónicamente titulado “Las Esperanzas”: canto del cisne de la belleza. En el último episodio lo vemos gastar sus últimas monedas para comprar un último ramo de flores a su amada, a la que no logra encontrar. Vaga sin rumbo, abatido por la nieve y el frío. Finalmente entra al cementerio del Père Lachaise y sube la colina donde yacen enterrados sus héroes inmortales: pintores, poetas y músicos de los siglos precedentes que ahora reposan, olvidados, debajo de la tierra. Es ahí donde él pertenece, y es ahí donde ofrenda su último aliento, no sin antes contemplar desde lo alto aquella ciudad ingrata.

No podemos decir que Julio Verne haya sido un nihilista. El problema aquí es la asombrosa exactitud con que éste supo mirar a través del tiempo. No obstante que la suya es una versión exagerada de la realidad, en parte por el efecto humorístico que pretendía darle a su novela, el hecho es que hoy en día, a pesar de todos los avances tecnológicos y científicos, los seres humanos no conseguimos ser felices ni resolver nuestros problemas más urgentes. Hay en esta obra un rasgo común a otras novelas y relatos de ciencia ficción: una marcada tendencia a retratar un futuro sombrío, donde de una u otra forma la sociedad acaba siendo víctima de su propia ilusión de progreso. El futuro siempre luce mal. Si bien esta tendencia se hizo más marcada durante los últimos cien años, no se trata de una cuestión reciente. El miedo al porvenir es tan antiguo como la humanidad misma; podríamos decir que se trata de un presentimiento instintivo. Hace siglos, los textos proféticos planteaban una concepción según la cual el tiempo estaba determinado por ciclos de ascenso y caída. Vieron en el curso de la historia no una senda hacia la felicidad cuya dirección dependía del aprendizaje y la sabiduría aquilatada al paso de los años, sino un camino lógico y natural hacia la decadencia de las civilizaciones. Otros pueblos se deshicieron muy pronto de sus esperanzas, dándose cuenta de nuestra monstruosidad y de nuestra incorregible inclinación al desastre: un mito bantú nos dice que Dios huyó después de crear al hombre, espantado de su propia obra, y que no se le volvió a ver por el mundo. Nada bueno cabría esperar de dicho estado de orfandad en la que el ser humano está a merced de su propia fatalidad, en camino hacia su propia destrucción.

Hoy en día hay quienes ven el caos que vivimos en los ambitos ecológico y demográfico, económico, político y moral como prueba de que nos acercamos al cierre de uno de estos ciclos, y que estamos presenciando el fin de nuestra civilización, tal como indican diversas profecías. Las señales se multiplican, nos dicen científicos y videntes que por igual nos advierten sobre el triste panorama que pinta en los años venideros. La gente en las calles comenta la proximidad del colapso, unos con resignación, algunos con miedo y otros más con júbilo ante la destrucción de un mundo que no puede ir peor. “¡Nada se puede hacer contra el destino!”, se oye decir por todos lados. “¡Arrepiéntanse y no vuelvan a pecar!”, predican unos. “¡El futuro no tiene porvenir. Todo está permitido!”, claman otros. Incluso hay quienes fijaron ya una fecha para el colapso: 23 de diciembre de 2012, de acuerdo con una supuesta profecía maya.

Afirman los historiadores que la sociedad medieval, azotada por guerras y epidemias, vivía en espera del Apocalipsis, y que un ambiente parecido al de la actualidad privó poco antes del año 1000, que entonces se interpretó como el fin del plazo. Llegó la temida fecha y el mundo permaneció tal cual, siguiendo su curso monótono e imperturbable, dando vueltas sin ton ni son. Cierto es que la sociedad medieval no tenía la capacidad de caos y destrucción que ostentamos actualmente, pero espero que esto mismo vuelva a suceder luego del día indicado por esta predicción. Personalmente me niego a aceptar que no haya más que cruzar los brazos y sentarse a esperar el fin. Prefiero pensar que el destino no es un guión escrito de antemano sino el resultado de la suma de nuestros actos, que son cada vez más quienes se dan cuenta de los errores cometidos, que el actual sistema caerá vencido por su propio peso (no sin hacer un gran estrépito) y que tanto las actuales generaciones como las venideras podremos dar marcha atrás para de una u otra forma reinventar el orden de las cosas antes de caer definitivamente en el abismo. Aquí lo que está en juego es la ambivalencia entre lo perfectible de nuestro ser y nuestra tendencia a cometer los mismos errores. ¿De qué lado se inclinará la balanza? Al igual que Michel, el héroe de Julio Verne, mantengo mis esperanzas y me niego a claudicar ante el fatalismo, por irrebatible que éste pueda ser.

martes, 16 de junio de 2009

Mal de ojo



por: Eduardo Rodríguez Flores


Soy tímido por naturaleza y paranóico por añadidura. No soy de mal corazón, ni tampoco hipócrita, y prefiero mirar de frente a desviar la vista. Hay veces, sin embargo, que me cuesta un gran esfuerzo sostener la mirada de los otros, y otras en que acabo siendo indiscreto pues trato de ser franco e ignoro la medida exacta y el modo de conectar mis ojos con los demás. Me consuela, sin embargo, saber que no soy el único que pasa por este tipo de dificultades, pues si bien existen personas extrovertidas que no ponen reparo en compartir su mirada, hay quienes guardan sus ojos con tanto o mayor pudor que su cuerpo o sus palabras. Éste no es un problema menor: el alma nada desnuda en estos dos pozos insondeables, y no se muestra fácilmente a cualquiera.

En las distintas culturas del mundo la mirada plantea un problema pues conecta la parte social y la parte íntima de nuestro ser. La gente se hiere y se acaricia con la mirada. Es tan grande el poder de esta facultad que puede ser al mismo tiempo un sable y una ventana abierta a nuestros sentimientos, deseos e intenciones. Es por ello que se busca educar los ojos, depurarlos y protegerse de ellos. En los países anglosajones, por ejemplo, se considera una descortesía ver directamente a alguien, e incluso puede interpretarse como una clara agresión. Para los musulmanes mirar de frente una mujer ajena es una grave falta de respeto al honor de su marido. Dentro de la cultura latina, en cambio, mirar a los ojos se toma como muestra de sinceridad y se sospecha de quienes evitan hacer contacto con la vista de sus interoluctores.

No nos detendremos aquí a abordar la infinita diversidad que existe en el modo de mirar. Queda pendiente, por ejemplo, hablar de los ojos de los amantes. Diremos solamente que sus ojos no dejan de buscarse ni de verse, aun en medio de la oscuridad o la distancia. Su lenguaje lo abarca todo, como las palabras clave con que algunos poetas ponen al mundo entre paréntesis. La mirada de los enamorados está investida de tal poder y es tan profunda que lo mismo semeja al sol que al océano, lo mismo arde que se alza en tempestad, lo mismo crea que destruye. Con razón se preguntaba Shakespeare si acaso el amor reside en los ojos y no en el corazón. Tampoco hablaremos de los ojos vacíos del asesino, ni de la mirada ensimismada de los sabios y los melancólicos, o de las diferencias que hay entre el mirar de los hombres y el de las mujeres; más bien nos concentraremos en un tipo particular de mirada y sus efectos.

Hay quienes poseen una mirada extraña y penetrante que abrasa todo lo que ve. Es difícil, incluso peligroso, mirar a estas personas de frente. Son a las que se conoce popularmente como “de vista pesada”, y son los causantes del llamado “mal de ojo”. Pese a no ser reconocida por la medicina occidental, la existencia de esta afección física y anímica es temida y aceptada por distintos pueblos. Pensemos, por ejemplo, en las precauciones que toman algunas madres mexicanas durante los primeros meses de vida de sus hijos para protegerlos de este mal: amarran al tobillo del niño una semilla grande y redonda de color café oscuro que se conoce popularmente como “ojo de venado”, y esconden tijeras y semillas de mostaza bajo el colchón de la cuna para conjurar éste y otros peligros inmateriales que acechan a los infantes. Se dice que el mal de ojo puede ser voluntario o involuntario, y que afecta también a plantas y animales. Para muestra, el caso de cierta anciana de ojos ávidos que, al contemplar la belleza de un rosal, provocó sin querer que éste se secara y muriera.

Yo mismo fui víctima del mal de ojo. Hace diez años, un amigo, mi esposa y yo realizábamos un video documental sobre el culto al agua y al volcán Popocatepetl en comunidades campesinas de Puebla, Morelos y el Estado de México. En uno de estos pueblos entrevistamos a un viejo campesino que años atrás había sido alcanzado por un rayo, viéndose obligado a aprender el oficio de granicero; es decir que debía cumplir la misión de hacer llover y conjurar el granizo. Nos habló, entre otras cosas, de la vez que había visitó el paraíso de Tlaloc: una suerte de jardín de las delicias prehispánico oculto dentro del volcán; un lugar lleno de agua y vegetación adonde iban los niños recién nacidos y todos aquellos que morían por alguna causa relacionada con el agua o las tormentas. Éstos recibían el nombre de “regadores”, y como su nombre indica, tenían la misión de navegar sobre las nubes, que de acuerdo con él no son sino embarcaciones capaces de zurcar los aires, y “regar” la lluvia por todo el orbe.

Al final, después de dos horas de escuchar fascinados su relato, cometimos el grave error de preguntarle si quería dinero por la entrevista. El señor se negó y se mostró incómodo por nuestro ofrecimiento, lo cual era muy lógico pues al fin y al cabo su testimonio no tenía precio. Estábamos tratando de remediar el desaguisado, cuando noté que uno de sus hijos —joven de unos dieciocho años— me miraba fijamente. Al verlo sonreí, intentando conciliar la situación y demostrar que si bien habíamos cometido una falta de delicadeza, no lo habíamos hecho con mala voluntad. Sin embargo, él continuó observándome con insistencia. Había en sus ojos algo inquietante, una especie de rencor o antipatía, y esto logró intimidarme. Minutos después, en el auto, de vuelta a casa, comencé a sentirme mal: al principio vi un aura brillante alrededor de las figuras que me deslumbraba, luego vino un malestar general que se fue agravando en el trayecto hasta Cholula, a dos o tres horas de distancia. Estaba pálido, sentía nausea y sudaba copiosamente. No pude aguantar mucho y tuve que vomitar a mitad del camino, y así continué durante todo el trayecto. Iba con los ojos cerrados, sin reparar en la carretera, temblando y con la cabeza a punto de estallar, oyendo las voces de mi esposa y mi amigo, sumido en una especie de lucidez dolorosa.

Sospeché lo que me sucedía, pues una ocasión mi padre había padecido algo similar. Fue un día, en Veracruz, en un paraje solitario a la orilla de un río rodeado de vegetación exuberante. Estuvimos no más de una hora en aquel sitio y de regreso, en el coche, comenzó a sentirse mal. En aquella ocasión, mi abuela supuso que la causa era un “mal aire”, lo cual entiendo como una especie de energía negativa que estaba presente en aquel sitio y que de algún modo tuvo el poder de quebrantar a mi padre. Para curarlo, mi abuela cogió un poco de ruda, esa plantita de color azul verdoso que crece en todas partes y despide una poderosa fragancia, e hizo que mi padre se parara frente a ella, con los brazos extendidos hacia los lados; después comenzó a pasarle el manojo por todo el cuerpo, atrás y adelante, hasta que logró barrer la mala energía que lo rodeaba.

Fue por ello que, al llegar a Cholula, le pedí a un amigo que vivía a lado nuestro, y que tenía un jardín donde antes yo había visto dos o tres matas de ruda, que me “limpiara” siguiendo el mismo procedimiento de mi abuela. El intenso perfume de esta planta disipó mi malestar, y poco a poco me fui sintiendo mejor. Ya después, por la noche, tuve apetito para comer algo ligero y pude dormir profundamente hasta el siguiente día. Estoy convencido que en aquella ocasión fui víctima del “mal de ojo”, pues no hubo ninguna otra razón que me hiciera sentir así. Supongo que de cierta forma el rencor de aquel muchacho hacia mí adquirió sustancia y pudo viajar a través de la conexión entre sus ojos y los míos hasta inocularse en mi organismo como un veneno, provocándome aquella desazón física y espiritual. Debo decir además que hasta entonces no me había sucedido nada parecido antes, y que tampoco ha vuelto a ocurrirme después.

lunes, 8 de junio de 2009

La Siesta

por: Eduardo Rodríguez Flores

Hace unos días tuve la oportunidad de visitar el Museo de Orsay, en París, que atesora una gran colección de arte donde destacan las principales obras de la escuela impresionista. En el quinto piso de aquel enorme edificio neoclásico que alguna vez fue estación ferroviaria, se exhiben, uno tras otro, cuadros de Cézanne, Monet, Van Gogh, Degas, Renoir, Pisarro, Manet y Fantin-Latour. Muchas de éstas son obras con las que estamos familiarizados, pues es común verlas en afiches y libros de pintura, pero esto no quita la emoción ni la alegría de descubrirlas en medio de la sala y contemplarlas por primera vez. Ninguno de estos originales ha perdido su aura: ese sentimiento de santa inaprehensibilidad que poseen las cosas y los momentos particularmente bellos.

Al estar frente a estas obras es como si quedáramos expuestos ante el espíritu de la obra y su poder expresivo. El tiempo no pasa por ellas. Ahí están la personalidad y el estado de ánimo de cada uno de estos artistas, así como su técnica y ritmo particulares de trabajo: las pinceladas rápidas e intensas sobre la pintura pastosa y poco diluida que empleaba el desdichado Van Gogh; las combinaciones y sobreposiciones de tonos que utlizaba Monet, quien con curiosidad científica buscaba imitar los efectos de la luz y los demás elementos; la delicadeza etérea con que Renoir deslizaba el pincel sobre el lienzo sin dejar más marca que aquellas largas estelas de color encendido y nebuloso que caracterizan sus cuadros; o la espontaneidad sublime con que Degas retrató, en exquisitas tonalidades verde y azul, el mundo de las bailarinas de ballet.

Pero lo más sorprendente de estas pinturas es, en mi opinión, su naturalidad. Detrás de cada una de ellas se advierte la intención íntima de estos artistas, que no era otra que, simple y sencillamente, imitar la vida, capturar la gracia de sus gestos más cotidianos y triviales: los trabajadores que descargan sacos de cal a orillas del río Sena; la joven bailarina que, en un descanso en medio del ensayo, aprovecha para estirar los empeines mientras su compañera de a lado se rasca la espalda. Los pintores impresionistas supieron reconocer el milagro latente de estas escenas y eternizar lo que de otra forma se hubiera perdido en la infinitud de los instantes muertos. Su trabajo (similar al de la memoria y precursor, por tanto, del cine y la fotografía) fue tomar ese flujo inaprehensible de tiempo y movimiento, y fijarlo en el lienzo como una emoción desnuda.

De este conjunto de obras llamó particularmente mi atención “La siesta”, de Vincent Van Gogh. Fue pintada durante el invierno de 1889 y 1890, año de la muerte del artista, mientras permanecía internado en un asilo siquiátrico en Saint-Rémy de Provence, al sur de Francia. Representa una escena campirana en medio de un trigal a finales del verano, época en que se suele cosechar el trigo. Como su nombre lo indica, el motivo principal del cuadro es una pareja de campesinos exhaustos que aprovechan una pausa en medio del trajín para descansar. Aparecen uno al lado del otro, recostados a la sombra de un enorme montón de espigas recién cortadas, bajo el azul alucinante del cielo van goghiano; incluso, ellos mismos visten de azul, como si reflejaran o fuesen un fragmento de esa bóveda celeste. El hombre aparece semitendido sobre los haces de trigo, con los pies descalzos, entregado por completo al sueño, a juzgar por la posición en que yace su cuerpo vencido. Tiene los brazos tras la nuca, con un sombrero de paja levemente inclinado hacia el frente que le cubre la cara. De hecho, el artista no se preocupó por dibujarle un rostro: su cabeza es tan sólo un semicírculo grisaceo donde vagamente se insinúan sus labios y parte de la nariz.

A su derecha, vemos a la mujer profundamente dormida, recostada de lado, tiernamente acurrucada hacia el hombre. Las piernas de ambos se rozan suavemente. Ella lleva puesto un vestido largo de campesina, ceñido a la cintura por un lazo, y una pañoleta blanca sobre la cabeza, que descansa entre sus brazos. Su rostro está curtido por el sol y deja entrever el dulce reposo. A la izquierda, un poco más alejados, están los zapatos del hombre, y al lado, las hoces con que siegan las espigas, acomodadas una sobre otra. En tercer plano, unos metros más atrás, junto a otra colina de trigo, vemos una recua de bueyes que aprovechan el descanso para pastar junto a una carreta, y detrás de ellos la figura de un hombre que apenas se deja ver. Al fondo se levanta el mar dorado del trigal mecido por la brisa, en espera de ser cortado.

Como dije antes, parece ser que Van Gogh utilizaba una mezcla poco diluida de pintura, probablemente para realzar la intensidad de los colores, por lo que la huella del pincel se hunde sobre la pasta de oleo como si fuera una cuña. De hecho, la textura del cuadro es muy similar a la de uno de esos mapas con relieve que indican las elevaciones y los accidentes del terreno. Todo esto nos da una idea del esfuerzo físico y mental que la obra demandó al artista. El trazo es simple y bien definido. Las pinceladas son cortas y febriles; cada una vale por sí misma y ninguna es igual a la otra. Cada cual lleva su propio camino y su propia dirección, y posee además una tonalidad ligeramente distinta; de modo que vistas de cerca, dan la idea de ser llamaradas de un incendio azul dorado fuera de control. Por otro lado, si se le contempla a cierta distancia, como un conjunto, entonces uno puede sentir el suave movimiento de las olas de trigo, el cielo chispeante y los rayos de luz que inundan la escena teñida de matices. El efecto no sólo involucra la vista sino el alma toda, y recuerda ciertos estados de conciencia en que la percepción se incrementa notablemente, y el mundo estalla y la vida se revelan de pronto como una explosión de luz y movilidad infinitas.

Lo que más impresiona de este cuadro es su juego de contrastes. Contraste entre cielo y la tierra, entre el azul y el dorado; contraste entre el realismo de la escena y el paisaje delirante; contraste entre el descanso y el ritmo imperturbable de la faena cósmica. Es probable que la obra también sea un reflejo del anhelo de paz que por aquel entonces sentía el corazón atormentado del artista, con lo que se cumpliría la antigua intención del arte de retratar la belleza inefable que está dentro y más allá de nosotros; de alcanzar, aunque sea por un momento, aquella perfección que está tan lejos de nuestro alcance y que sólo podemos presentir como una sutil impresión.




martes, 2 de junio de 2009

Vagabundos en el reino de la ensoñación



El centro de la ciudad de México está lleno de locos. No lo digo en sentido figurado, sino en su acepción literal de locos “locos”: aquellas personas que, debido a un desorden profundo de su mente, habitan como vagabundos en el reino de la ensoñación. Sueñan despiertos, anteponiendo sus fantasías a la realidad, tergirversando el orden íntimo que separa el sueño y la vigilia, cambiando el nombre y el sentido de las cosas, olvidándose de sí mismos y de su humanidad hasta convertirse en ángeles o bestias. La mayoría de la gente les teme por esto, y siente una profunda aversión hacia ellos. En el mejor de los casos los ignora y los deja deambular por las calles como indigentes.

Viven libres, como las bestias, alimentándose de lo que encuentran en la basura o de lo que algunas personas caritativas les dan. No tienen hogar, ni nombre. Su imperio es la inmensidad de la urbe, y así como ésta, ellos tampoco tienen fronteras: andan en harapos, casi desnudos, sin ningún pudor. Uno de ellos, por ejemplo, me mostró su vello público invadido por ladillas. Otro se quedaba dormido en la calle, totalmente ebrio, boca arriba, bajo el rayo implacable del sol, con los pantalones a la rodilla y el pene asomando como un pez muerto. Llevan largas barbas grises y estropeadas y es común que contraigan piojos: esas larvas parecidas a los granos de arroz. Una vez vi a un hombre enorme, de cabellos muy largos, con la piel color asfalto, y apenas vestido con una traza larga que alguna vez fue un abrigo. Estaba cubierto de liendres y caminaba por la calle, imponente, con la mirada perdida. No hay palabras para expresar el horror que me despertó. Fue como si súbitamente se me hubiese aparecido el demonio.

Ignoro cómo llegaron ahí o por qué escogieron deambular por esta parte de la ciudad. Las grandes urbes poseen un extraño magnetismo que atrae a los alucinados. Su historia individual, la de cómo perdieron la razón y acabaron perdidos en su propia mente, es un gran misterio. Lo cierto es que con el tiempo uno se acostumbra a estas imágenes terribles y comienza uno a reparar en sus particulares formas de demencia. No hay un loco igual entre sí; cada cual posee su propia extravagancia y su propio dolor: aquel carga una jaula de cristal llena de tierra, y durante las tormentas grita y manotea hacia el cielo, como si luchara él solo contra la lluvia y los elementos; ese otro arroja su lazo imaginario al firmamento, y cuando ha capturado un astro grita de júbilo y jala con fuerza como si hubiese pescado un marlín; éste repite el nombre de los planetas y maldice mientras gira sobre su propio eje: “Saturno, Urano, Neptuno, Plutón, chinga tu madre pinche vieja, Mercurio, Venus, Tierra…”. Son únicos, igual que los diamantes y los copos de nieve.

Los locos suelen vivir aislados dentro de sí y no les importan ni la multitud ni los demás locos que andan por la calle. Si por casualidad se cruzan en la acera ni siquiera voltean a verse. Cada quien vive suspendido en su propia órbita, con sus miles de máscaras y voces. “Pues sí mi amigo Copete”, oí decir un día a una vieja, “como te iba yo diciendo”, y agitaba las manos y escuchaba pero no había nadie, o al menos eso creía yo. Otra, una mujer relativamente joven, de cabello muy negro y rostro que alguna vez fue hermoso, pasa el día entero bebiendo aguardiente y discutiendo con el vacío, escuchando y replicando con la Nada, como si estuviera frente a alguien, enfrascados los dos en una profunda conversación. Al caer la noche, se tiende a dormir, ebria y agotada, sobre el duro lecho de la acera, y no despierta hasta el mediodía siguiente, en medio de un charco de orina, para reanudar de nuevo su solitario monólogo.

Estas experiencias desbordan una intensa humanidad, con todo lo abyecto y todo lo sublime que ésta entraña. Y es que, a menudo, en estas imágenes atroces asoman la piedad y la ternura. En una ocasión, hace unos años, íbamos mi hermano menor y yo caminando por la calle, cuando nos abordó uno de estos personajes. Era el mismo que solía quedarse tendido todo el día sobre la banqueta, con los genitales expuestos. Nos pidió una moneda. Cuando se la dimos, miró a mi hermano y le dijo: “Eres un niño y tienes un tesoro entre las manos”. Después se alejó, con paso renqueante, sujetando su harapiento pantalón con las manos para que no se le cayera. Al recordar a este desdichado pienso en él como un ángel caído, un sabio forjado por el sufrimiento y la nostalgia del tesoro que él mismo perdió.

Otro día, por ejemplo, descubrí que la joven y bella mujer que dialoga sola tenía un enamorado. Era un hombre al que nunca antes había visto, de rostro ajado por el alcohol, que vestía ropa vieja y estropeada, y llevaba anteojos de gruesos cristales que hacían ver a sus ojos más grandes de lo que realmente eran. Pienso que no era un indigente, sino un pobre empleado o vendedor, pues usaba corbata y llevaba un portafolio roto y desgastado. El caso es que estaban los dos sentados en la acera, y en silencio compartían un cigarro (¡ella que nunca dejaba de hablar!). Después, ella se acurrucó en sus brazos y se quedó dormida con una expresión de dulzura en el rostro. Caía la tarde, y la ciudad continuaba con su sordo trajín, pero en aquel momento y en ese preciso lugar, el tiempo se suspendió por unos instantes como si hubiese ocurrido un milagro. Fue una imagen bella y dolorosa a la vez, tan perfecta y delicada que no podía durar mucho tiempo. Al otro día estaba sola de nuevo, y ahí sigue, extraviada en medio de su ciudad fantástica, en espera de su amado, discutiendo con aquella voz impertinente que no deja de inquirirla.

martes, 26 de mayo de 2009

Tiempo baldío

La madrugada es el tiempo baldío
horas huérfanas
sin fecha
ni voz.

La madrugada no contiene historia
nadie escribe en ella
y nada hay en su haber.

Por unas horas la vida se duerme:
Los insomnes caen vencidos
Los pájaros no se internan en el cielo
Los perros callan
y todo queda silencioso;
como al principio,
cuando la Tierra era joven
y la vida no hacía mella en la roca
ni remontaba el cielo
ni nadaba a través del sordo batir de las aguas.

Sólo la nada
el paisaje mudo
la luna ciega
el alma ausente
el silencio

Pero esto
no dura mucho:
apenas unas horas,
y la vida
reclama de nuevo su potestad.
La golondrina vuelve de sus sueños,
La fábrica y el auto despiertan
y el mundo comienza hablar
en la misma lengua confusa
de siempre.

Bienaventurados
los primeros
en abrir los ojos
porque en vida
conocerán la calma.

Eduardo Rodríguez Flores

martes, 19 de mayo de 2009

Pies en movimiento

A menudo pienso en la extraordinaria capacidad humana para tomar las cosas inasibles o intangibles y crear con ellas, de la misma forma en que aprovechamos la materia para fabricar herramientas y otros objetos de uso cotidiano. El primer ejemplo que se me ocurre es el fuego: ningún otro ser ha sido capaz de coger y manipular esta sustancia misteriosa e incontenible, y domesticarla en su provecho. El segundo y tercer ejemplos son, respectivamente, los símbolos, que dan forma a nuestros significados invisibles, y la idea de Dios, a través de la cual hemos tomado la sublime grandiosidad de la Nada para convertirla en un Todo entrañable. De aquí en adelante los ejemplos son innumerables, tanto en el campo de la ciencia y la industria como en el terreno de las artes. Hemos cogido la luz y hacemos con ella impresiones fotográficas. Condensamos el sonido y la armonía cósmica para confeccionar la música. También manipulamos el tiempo y el movimiento, que rigen la vida de los seres y elementos de la naturaleza, y con ellos hemos creado la danza.

A continuación presento algunas imagenes tomadas el sábado pasado, durante un espectáculo de bailes tradicionales europeos, celebrado en el fuerte de La Bastilla, antigua fortificación que se levanta sobre una de las montañas que rodean a Grenoble. Fue un evento abierto en el que cualquiera podía pararse a bailar. En apariencia eran danzas sencillas y fáciles de aprender, pero lo cierto es que demandaban gran coordinación y esfuerzo físico. No tenían la cadencia suave y sincopada de la música afro antillana a la que estamos acostumbrados; sin embargo, eran ritmos vertiginosos, llenos de gracia y delicadeza. Las fotos únicamente pretenden ser bosquejos de dicho movimiento.






viernes, 15 de mayo de 2009

La muralla

Los idiomas son puertas y ventanas abiertas al mundo y las culturas que lo habitan, pero también pueden constituir un gran obstáculo para quien de pronto se ve inmerso en una lengua extraña sin conocerla. Así me ha sucedido en los últimos meses. Llegué a Francia prácticamente sin conocer el idioma. Los primeros días me aterraba que la gente se dirigiera a mí. Sólo acertaba a entender unas cuantas palabras perdidas en un mar de sonidos guturales y nasales que no me decían nada. Luego experimenté una gran frustración cuando vi que los franceses son personas muy sociables a quienes no les falta pretexto para iniciar una conversación o intercambiar palabras con cualquiera. Uno de mis vecinos, hombre bastante amigable, dueño de un restaurant, quiso conversar, y como él había personas que intentaban hablar conmigo en la fila del supermercado, la parada del tranvía o el café internet, sin que yo pudiera entender nada de lo que decían. Lo único que acertaba a contestar era: "Pardon, mais je ne sais pas parler le français". Me sentía descorazonado, pues nunca me ha gustado vivir aislado y ante todo anhelaba conocer gente y entablar amistades. Al caminar por las calles y oír a la gente hablar me imaginaba que lo hacían en un lenguaje críptico y misterioso, aun cuando sabía que muy probablemente sólo discutían trivialidades cotidianas. No obstante, yo sentía una verdadera hambre de aprender y saber lo que había detrás de sus palabras. Al no poder hacerlo me sentía, literalmente, frente a una muralla formidable que me cerraba el paso y que no podía escalar. De un lado de dicha pared estaba el mundo con sus vicisitudes, y del otro me encontraba yo, solo, viendo pasar la vida sin poder entrar en ella. Mi caso era muy similar al de un amor no correspondido, pues mientras más inaccesible me resultaba la lengua gala, mientras más esquiva y desdeñosa se mostraba conmigo, más hermosa y llena de misterio me parecía.

Por fortuna, Ana, mi esposa, que ya conocía el idioma y se desenvuelve en él con relativa facilidad, ha tenido la paciencia para enseñarme algo de gramática y vocabulario. Gracias a su ayuda comencé a reconocer y elaborar palabras y estructuras, y a partir de entonces, aquel conjunto amorfo e incoherente fue adquiriendo sentido. Después entré a clases de francés (en realidad debí hacerlo desde el principio). Realicé el examen de ubicación y para mi sorpresa fui ubicado en el nivel B1, algo así como “intermedio-básico” (todo se lo debo a Ana Lidia). El asistir a cursos me ha permitido ampliar mi vocabulario y conocer poco a poco algunas de las numerosas delicadezas que posee la lengua. También me ha obligado a abrir mis oídos y tratar de comprender qué dice la gente sin necesidad de intérpretes, como antes, cuando Ana tenía que decirme todo lo que sucedía a nuestro alrededor; pero sobre todo, me ha ayudado a vencer el miedo que me paralizaba y me impedía tratar de comunicarme. Con el tiempo he adquirido mayor confianza e incluso he comenzado a conversar con la gente para algo más que hacer las compras, solicitar algún servicio o preguntar por alguna dirección. No obstante, aún enfrento grandes dificultades, a pesar de que el francés es una lengua latina y posee muchas similitudes con el español. En parte, son estas semejanzas las que dificultan su aprendizaje, pues se trata de un idioma extraordinariamente rico en vocabulario, con estructuras gramaticales y formas de conjugación harto complejas. Por otro lado está la pronunciación, totalmente distinta a la nuestra, pues en ella predominan los sonidos nasales y guturales, no hay una exacta correspondencia entre la forma de escribir y la de pronunciar (a diferencia del español o del italiano) y las últimas letras de cada palabra casi no se dicen, o bien terminan en un gruñido similar al de un gato que ronrronea o un ligero sonido producido por el choque de la lengua con los dientes. Además, el significado de las palabras puede variar enormemente según el matiz con que se pronuncian las vocales. Lo más irónico es que quienes no somos francófonos no podemos distinguir dichos matices y deben pasar años antes de poder reconocer todas estas sutilezas. Por si fuera poco, no existe separación clara entre las palabras de una frase, sino que se habla enlazando o contrayendo éstas, hasta formar una sola línea sonora donde es muy difícil distinguir cada uno de sus elementos y su respectivo significado.

No obstante todas estas dificultades, como dije antes, poco a poco he logrado anotarme algunos pequeños triunfos. El primero de ellos ocurrió una mañana que salí a correr. Quisiera contarlo, con todo y que se trata de un episodio bastante banal. Antes debo decir que la ciudad de Grenoble, donde mi esposa y yo vivimos desde el mes de enero, se encuentra al pie de los Alpes, en la confluencia de los ríos Drac e Isère, y que quienes gustan de hacer ejercicio al aire libre suelen hacerlo a la orilla de este último afluente, a lo largo de una vereda rodeada de vegetación que conduce fuera de la ciudad, a los pueblos ubicados en la falda de las montañas. Diariamente pueden verse numerosas personas que recorren este camino trotando, caminando o paseando a sus mascotas. Iba yo precisamente por ahí, cuando una mujer me llamó y me preguntó si había yo visto a su perro. Al principio no comprendí lo que intentaba decirme, y le pedí que me lo repitiera pensando de antemano que no iba a entender y que como de costumbre tendría que disculparme por mi ineptitud. Sin embargo, esta vez sí logré comprender sus palabras, y en efecto, minutos antes había yo visto un pequeño perro caminando solo por la vereda.
−No sé si sea su perro −le dije− pero no vi a su amo. Quizás sea el suyo.
−¿Es un perro negro, pequeño, con collar rojo?
−No recuerdo señora, pero me parece que sí. Váyase sobre esta vereda y cruce por debajo del puente. Fue ahí donde lo vi.
−Muchas gracias, señor.
−Buena suerte, señora.
La mujer se fue en busca de su perro y yo seguí mi camino. Lamentaba que el perro se hubiera perdido pero me sentí satisfecho de haber sido capaz, por primera vez, de comunicarme y ayudar a alguien. Lo mejor fue cuando, dos días después, encontré a la misma mujer y a su perro. Ella me reconoció y me saludó con una sonrisa.

Otro pequeño gran triunfo: ayer pude por fin conversar con mi vecino. Estaba lloviendo y al verme caminar bajo la lluvia sin paraguas me dijo: "L'eau c'est bon pour le cerveau, hein?" (El agua es buena para el cerebro, ¿no?"). Me detuve a contestarle. Por fortuna me tuvo la paciencia suficiente para tratar de entender mi francés atropellado, saturado de errores gramaticales, y logramos platicar un rato, entre otras cosas, de las propiedades del agua de lluvia.

viernes, 8 de mayo de 2009

Haikú japonés


Hace unos años leí en la sección cultural del periódico un haikú japonés, hermoso por su sencillez, sus imágenes y lo que yo llamo su “jiribilla” poética. Con el tiempo olvidé buena parte de las palabras que lo componían, aunque conservé en mi memoria la idea principal del poema. Varias veces traté de recordarlo, infructuosamente, pero ayer volvió de golpe en virtud de una señal misteriosa. Probablemente no sean las palabras exactas; sin embargo la esencia permanece intacta. Lo transcribo y presento como quien presenta los frutos de la cosecha.

"Las hijas del señor feudal recogen cerezos en el bosque
Un samurái puede vencer a diez hombres con su espada
Pero ellas pueden traspasar a todo un ejército con sus ojos"

jueves, 30 de abril de 2009

Música callejera



Hasta hace unas semanas, los sábados al caer la tarde, en la intersección de las calles Saint Jacques, de Bonne y la avenida Blanchard, se podía ver y escuchar un grupo de jazzistas callejeros que hacían las delicias de los transeúntes que circulan por el centro de la pequeña y apacible ciudad de Grenoble.

Se trataba de la alineación clásica de las bandas de Nueva Orleans conformadas por tres instrumentos: trompeta, banjo y contrabajo. Por unas monedas interpretaban algunos de los viejos temas del swing y del rag-time; y sobra decir que eran excelentes. Tocaban perfectamente acoplados, sin equivocaciones, con el sentimiento a flor de piel, turnándose en la voz cantante y volviendo a reencontrarse con precisión instintiva. Entregaban todo de sí en cada pieza: concentrados, algunas veces con los ojos cerrados, dejándose llevar por la mágica corriente del sonido. Acariciaban cada nota, la cuidaban y la hacían crecer como un pájaro que palpitaba entre sus manos antes de echar a volar y perderse en el aire.

De vez en cuando, a mitad de una frase, se veía a los músicos intercambiar miradas y sonrisas de complicidad cuando alguno de ellos improvisaba sobre la base armónica; y es que lo suyo no era un simple ejercicio mecánico, una rutina que llevaran a cabo con el único fin de ganarse la vida, sino un juego basado en la continua sorpresa. Esto lo entendían bien los numerosos niños que, acompañados de sus padres, se detenían a escuchar atentamente, hipnotizados por la cadencia de aquellas tonadas alegres y sencillas. Algunos de estos pequeños comenzaban a bailar, movidos por el ritmo. Y no sólo los niños: la calidad interpretativa de estos músicos congregaba a su alrededor a varias personas que hacían una pausa en su camino para oírlos tocar y dejar una moneda en su sombrero. Por espacio de una hora, más o menos, la intersección de las citadas calles se volvía una pequeña fiesta pública.

Sin embargo, hace unas dos o tres semanas, mientras atacaban "Caravan", inmortal composición de Duke Ellington, en el momento preciso en que el viejo trompetista llegaba al clímax de su interpretación y todos los presentes nos dejábamos envolver y transportar por el dulce sonido de su instrumento, llegaron dos policías a bordo de una patrulla, quienes con la mayor falta de respeto interrumpieron la pieza para pedir a los músicos que mostraran su permiso del ayuntamiento para tocar en la calle. Como era obvio que no lo tenían, les pidieron −con toda cortesía, eso sí− que se retiraran, ¡alegando que obstruían la vía pública y alteraban la tranquilidad de aquella hermosa tarde!

La gente no supo qué hacer mas que despedir a los músicos con un aplauso y luego se dispersó por las calles. Éstos se la tomaron con bastante buen humor, pese a todo, y comenzaron a guardar sus instrumentos. Nadie osó interceder por ellos, salvo un hombre en evidente estado de ebriedad que había estado escuchándolos con gran atención, siguiendo con la cabeza y con las manos el ritmo y la evolución de la melodía, gritando entusiasmado a cada nuevo fraseo, como uno más de la banda. Es cierto que era impertinente, pero también es verdad que sólo disfrutaba de la música sin hacer daño a nadie y que fue el único con valor suficiente para protestar por aquel acto arbitrario. No lo hizo de modo violento, tan sólo se acercó a los policías para preguntarles el porqué de su proceder, como cualquier ciudadano.

Sin embargo, lejos de escuchar, los policías juzgaron su aliento alcohólico como motivo suficiente para arrestarlo, ponerlo contra la patrulla y esposarlo. En su azoro, el pobre hombre sólo alcanzaba a balbucear con voz pastosa que era inocente, mientras uno de los agentes le enumeraba sus derechos en voz alta y el otro esculcaba sus bolsillos buscando armas que demostraran su culpabilidad. Finalmente las encontró: un teléfono celular y dos botellitas de whisky; pruebas contundentes e irrefutables de su extrema peligrosidad. A empellones lo subieron al asiento trasero de la patrulla, desde donde miraba hacia la calle con el rostro descompuesto y los ojos inyectados de sangre. Algunos contemplaban la escena con curiosidad, e incluso con indignación, pero en el más completo silencio. Para entonces los músicos ya se habían retirado, era de noche y las calles comenzaban a vaciarse poco a poco.

viernes, 24 de abril de 2009

Los iluminados no existen


Son tiempos de crisis y protesta en todo el orbe. Los políticos, empresarios y banqueros se dedican a promover medidas para paliar el impacto de una tempestad que ellos mismos desataron y de la que se hallan a buen resguardo, mientras que el pueblo, abatido por el desempleo, el encarecimiento de la vida y la falta de oportunidades, pide a gritos la cabeza del capitalismo. ¿Viviremos para ver la ejecución de este ciego monarca que hoy es dueño de nuestras vidas? ¿Quién será el verdugo encargado de accionar la guillotina? ¿Qué hará la multitud enardecida después de pasear su sangriento trofeo por la plaza del mundo?

Francia tampoco es ajena a los efectos de la crisis. En el último año se han perdido numerosos empleos, el poder adquisitivo ha retrocedido y los proyectos de reforma del gobierno de Nicolás Sarkozy amenazan con echar abajo las garantías sociales como la salud y la educación públicas. A esto hay que aunar la grave situación de miles de personas provenientes de África, Medio Oriente y Europa del Este, que a diario enfrentan la pobreza, la falta de trabajo y la más terrible discriminación, en un país que se jacta de ser la cuna de la democracia moderna. Para quienes provenimos del llamado Tercer Mundo, no existe gran diferencia entre las calles de París y las de nuestras ciudades, donde reinan la indigencia y la mendicidad al lado del lujo y la opulencia.

Es por ello que, durante los últimos meses, se ha organizado un gran movimiento para exigir medidas eficaces contra la crisis y demandar una nueva forma de solidaridad. A la fecha se han llevado a cabo dos jornadas de paro nacional. La última de éstas convocó a más de tres millones de personas –trabajadores, estudiantes, desempleados e inmigrantes− que salieron a protestar en las principales ciudades del país. Como suele suceder durante estas manifestaciones, se entonaron himnos de protesta, se desafió abiertamente a la policía y se escribieron frases incendiarias en las paredes. A continuación presento algunas de estas consignas, que fueron estampadas en las calles de Grenoble.





“Ni Marx, ni Jesús”




“Si usted fuera el rey del mundo, ¿qué haría?”




"Los iluminados no existen"




"Lo queremos todo"



“Basta de esta Europa que emprende la cacería de pobres”



"Viva la solidaridad entre los pueblos"


“Contra el ruido de las botas y el silencio de las pantuflas. ¡Resistir es crear!”

miércoles, 28 de enero de 2009

Un viejo poema


Mis manos,

como quien huye de la sequia.


Tu boca,

abril de niños ahogados.


En esta cama infinita,

que acecha en espera de hacernos pedazos.


Asalto,

obreros del último turno.


Una plegaria que se cree piel o aprensión,

antes de que te vayas.


(1998)

miércoles, 21 de enero de 2009

La poetisa maldita de la ruta 7




Sobre el tranquilo remanso donde duermen las estrellas,
la blanca Ofelia flota como un lirio.

Arthur Rimbaud

Cada indigente, pordiosero o artista callejero que hay en la ciudad arrastra su propia rareza. Ninguno es igual a otro: éste lleva consigo una jaula de cristal llena de tierra, aquél captura planetas con un hilo imaginario que lanza al cielo al caer la tarde, y ése echa llave a una puerta imaginaria cada vez que cruza la calle. Pero todos llevan de un modo u otro la impronta del infortunio, la fealdad y la locura; enigmas que despiertan miedo en la mayoría de la gente. No es para menos pues algunos de estos personajes son verdaderas esfinges urbanas con el poder de hechizar a quien las ve.

Eso me sucedió cuando conocí a Anka. Fue hace algunos años, al subir a un microbus en la glorieta de Insurgentes. Ella abordó dos cuadras más adelante: una joven mujer europea menuda y delicada, de rostro muy pálido y hermoso, aunque descompuesto. Su cabello rubio estaba casi a rape, dejando ver un cráneo surcado de pequeñas y numerosas cicatrices. Sus ojos azules profundos no se posaban sobre nada sino que permanecían fijos en el vacío. Llevaba un vestido sucio y un rebozo con el que envolvía un niño pequeño. Olía mal, como si no se hubiera bañado en semanas. Hablaba mucho, de manera confusa, con acento eslavo o alemán. Esa vez recitó un poema y lo hizo de manera vibrante, febril, paseándose por el pasillo y gesticulando de modo exagerado, saboreando cada unas de sus palabras, golpeando las “erres” al hablar, arrastrando la lengua como una prima donna:

El enigma de la fealdad tú no lo has descifrrado. Tú no sabes por qué el Señorr, dueño de los lirios del campo, consiente que la culebra vaya entre los lirrios. Él la deja atravesarr sobre los musgos perfumados. En lo feo la materria está padeciendo: yo he escuchado su gemido. Mirra su dolor, y ámalo.
Ama a la arraña, porque no tiene, como la rosa, la exprresión de la dicha, y no alegra los ojos que la miran.
Ámala porque es, con el escarrabajo, con el gusano de la tierra, un anhelo malogrrado de armonía, una ansia no escuchada de perfección.
Son como algunos de tus días, mezquinos y vulgares a pesarr de tí mismo.
Ámalos también porque no te recuerdan a Dios, ni los semblantes que has amado, como te los recuerda una azucena, y por esto mismo no alcanzan a inspirrarte amorr.
Ten piedad de ellos que buscan ávidamente, dolorrosamente, la belleza que no trajeron y a la cual aspira todo lo inanimado.
La arraña venturada, en su tela leve, sueña con la idealidad, y el escarrabajo deja el rocío sobre su dorso para que le finja, siquierra unos instantes, con la luz, un resplandor.

Lo primero que pensé, después de escuchar este fragmento de grandeza, fue que Anka era la reencarnación femenina de Charles Baudelaire, una poetisa maldita que de pronto aparecía en el D.F. casi 200 años después, sumergida en lo más hondo de la realidad mexicana, reivindicando con un poema el lado repulsivo de la vida y a sus hermanos, los lúgubres de esta ciudad “donde todo, hasta el horror reviste cierto hechizo”.

Anka terminó su declamación. En todo el tiempo no dejó de caminar por el pasillo, hablando y conduciéndose de manera extraña, casi delirante. El niño no dejaba de observarla en silencio mientras ella iba de asiento en asiento. Unos cuantos pasajeros le dieron dinero y los demás prefirieron no mirar, seguramente intimidados por su extraña imagen y su lenguaje cargado de símbolos.

-Acabas de escucharr el poema “Lo Feo”, poema moderrnista del mexicano Amado Nerrvo. Orra pasarré por tu lugar, por si quisierras dar moneda o sonrisa que no te perrjudiquen. No te olvides de mirrar al sol de frente mientras vas porr el camino, ni temas a las nubes que oscurrecen la salida de tu cueva, y recuerrda que después de la torrmenta los pimientos son rojoss.

martes, 13 de enero de 2009

Remedio para las anginas

He aquí un antiguo remedio para el mal de anginas, esas vesículas coloradas que nacen a ambos lados de la faringe, y que suelen inflamarse durante la infancia, provocando fiebre y un profundo malestar. Ana, que lo presenció de niña, me lo contó desde hace tiempo, en la época en que nos hicimos novios. Malena, su abuela, todavía lo utilizaba hace dos décadas, con buenos resultados. Lo presento como evidencia de un mundo que poco a poco desaparece.

El ingrediente principal era una rana viva, cuanto más verde y vigorosa mejor. Malena iba a comprarla al mercado de Beethoven, en Peralvillo. Cuando volvía a su casa, cogía a la rana por las patas y la azotaba contra el fregadero de la cocina hasta matarla. Mi esposa, que en aquel entonces tenía ocho o nueve años, dice haber sentido gran compasión por el desdichado anfibio; recuerda también que su abuela le decía que el trabajo requería sangre fría y que no debía sentir lástima, pues de lo contrario el animal no moriría, sin importar cuantas veces le azotaran la cabeza. ¿Se imaginan a la rana, por naturaleza libre y escurridiza, rendida entre las manos del gigante, aturdida por los golpes, viendo que su vida se acaba sin remedio, muy lejos del agua y de la hierba?

Ya que la rana había muerto, se cortaba a lo largo del plano coronal, de la boca a las extremidades, obteniendo dos mitades: anterior y posterior. Luego, de inmediato, la parte posterior (donde quedaba el corazón) se ponía sobre una sartén, se dejaba asar unos instantes y después se colocaba, caliente, sobre la garganta del enfermo, quien debía soportar el emplasto por varios minutos. Ana, que por fortuna ha gozado de buena salud desde siempre, jamás fue sometida a esta terapia inaudita, pero asegura que vio cómo su abuela lo aplicaba a sus hermanas más jóvenes, quienes no han vuelto a enfermarse.

lunes, 12 de enero de 2009

Revolución y braserismo en la tradición oral de Tlaxcala: el testimonio de Ambrosio Cote Flores (segunda parte)

entrevista realizada y transcrita por: Eduardo Rodríguez Flores

Ésta es la segunda parte de la entrevista que hice en 2003 a don Ambrosio Cote Flores, viejo centenario del pueblo de Santa María Acuitlapilco, en el estado de Tlaxcala; en donde sigue hablándonos de sus vivencias como revolucionario bajo las órdenes de Emiliano Zapata y de su experiencia como brasero en los Estados Unidos.

Edurardo Rodríguez (en adelante E.R.): Oiga don Ambrosio, ¿y Domingo Arenas[1]?
Ambrosio Cote (en adelante A.C.): ¡No!, Domingo Arenas estaba a favor de Emiliano Zapata, ese repartió las haciendas de aquí. (ininteligible) Yo fui emisario (ininteligible) por eso me escapé de muchos combates, porque me daban (ininteligible)...corporación de tal parte, y tal parte y tal parte (ininteligible) no, Domingo Arenas sí cumplió, donde que Domingo Arenas tenía su cuartel en el volcán, y lo fueron a ver los de los pueblos y le dicen: Oiga usted mi general, ya no podemos caminar porque los de la hacienda (ininteligible)...no tenemos argumento, pero él como tiene sus guardaespaldas, los de las haciendas, no nos dejan ya pasar, tenemos que dar la vuelta para poder ir a San Martín, para poder ir a...(ininteligible)...con tanto trabajo llegar a Huejotzingo, es mucho sufrimiento. ¿Y ahora qué quieren? Pues queremos, que si es su voluntad de usted que nos vaya a abrir un camino de aquí para allá. De acuerdo, traen sus palas y sus hachas y sus zapapicos y sus barretas y se vienen, y ustedes llamen con la campana ¡tan, tan! y corran a ver al otro pueblo, también llamen la campana, que se venga toda la gente. ¡Vamos a abrir el camino, cómo chingados no! No, pero los hacendados tienen su ingeniero ¡Yo no necesito hacendados ni ingenieros, yo necesito que ustedes vengan aquí para que me digan así o así...En terrenos de ese pueblo, luego luego...
E.R: ¿Qué pueblo era?
A.C: Es un pueblo...ya hasta se me olvidaron los pueblos, cómo se llaman. Pero sí sé cómo se llaman, pero el nombre de los pueblos ya no...Y luego: ¡a ver tú, tú, párate allá...la hacienda está aquí, y aquí entramos, ahora tú párate allá y tú te vas a parar ahí, de modo que la gente tenía que estár ahí, abriendo con el zapapico, y la gente que en vida (ininteligible)...que mandan a los policías de la hacienda a que les dieran en la madre...(ininteligible)...ya el general Domingo Arenas ya viene con sus tropas; ahorita lo agarramos a ese jijo de la chingada, y agarraron a los policías, los guardaespaldas de la hacienda y los fusilaron y ordenaron que...ya cuando llegamos a la hacienda ya no había nadie; los hacendados quién sabe qué rumbo llevaron, nomás les fueron a decir que ya había fusilado, que el general Domingo Arenas ya había fusilado a todos la gente de la hacienda (ininteligible) ...estaba re efectiva la hacienda, y sí tenía todo, nomás que el general, todos los caballos de los hacendados (ininteligible) ¡Anden, agarren su caballo, órale y síganme!, ya les daban su 30-30. ¡No, dejaron la hacienda vacía (ininteligible) ¡Dejen la hacienda vacía! No dejen ni rastro, dejen paredon, pero (ininteligible) todos los cabrones agarraron sus cobijas y todas las chácharas, todo lo que había por dentro. Había un camino real de diez metros de ancho.
E.R: ¿De dónde a dónde?
A.C: De allá de donde estaba su cuartel del general Domingo Arenas hasta la hacienda...allá está el camino real, ese que va para Huejotzingo, ¿si? Era un camino real que llegaba a Huejotzingo y luego iba atravesando para llegar a Puebla,. ‘Tons este, ¡No, él si cumplió! Nomás que la regó él porque lo mandó traer Venustiano Carranza y le dio los costales de puro oro, y dijo: Mira, ahí tienes armamento y tienes dinero, y si no te obedece Emiliano Zapata que vaya a nuestro favor, ¡Mátalo! ‘Tons este, el general Domingo Arenas...me ordenó llevarle la ordenanza para ir a combatir a Puebla, pero en lugar de que Domingo Arenas le pegara a los enemigos nos estaba pegando a nuestras tropas. Se dieron cuenta y suspendieron el combate, y el general Ayaquica lo (ininteligible) lo citaron por estar disparando (ininteligible) le dice: si tú eres zapatista, estás firmado en el Plan de Ayala, ¿por qué haces eso? Es que ya me dijo Carranza. (ininteligible) ¿Y tú qué piensas? No, pues yo voy a hablar con Zapata, y si él no me obedece me lo echo. ¡Tú te lo echas? Sí. Cuando estaba diciendo eso, uno por detrás que le (ininteligible) Estaba ya muerto. Le traspasó hasta este lado (se señala el pecho). Ya se murió el general Domingo Arenas...que le cortan la cabeza, que le mandan al general Zapata: aquí tienes a tu general Domingo Arenas; esto dijo y esto dijo y venía con cumplimiento de...yo le puse en la madre, porque este cabrón fue un traidor. ¡No! Se enojó el general Zapata: no lo hubieran matado, lo hubieran traido vivo al jijo de la mañana para quitarle la corporación y mandarlo a la corporación de los nuestros con centinela de vista, porque no es lo mismo que traiga el sus tropas que con otra corporación. Y ahora qué, ¿para qué chingados quiero yo la cabeza? (iinteligible) Quién sabe qué le pasaría a su cuerpo, total que ya no se dio razón de él, ya no volvimos a saber nada de él, lo mandó a fusilar el general Zapata. Pero también con esto les digo que lo andaba persiguiendo el cabrón enemigo. Y una coronela de Guerrero de dice: ¡General, no vayas a Chinameca, te va a traicionar Guajardo!
E.R: ¿Cómo se llamaba la coronela?
A.C: La coronela Almazán, le dice no vayas porque te va a traicionar Guajardo. Mira, vamos a ver cómo le hacemos, pero tú no vayas, ese cabrón de Guajardo quítale la corporación y lo mandas a él con otra corporación de los nuestros con centinela de vista, (ininteligible) él tiene que estar operando bajo una dirección, pero él no...no sé...se dejó, y cuando fue a Chinameca le hicieron honores, que llegó con su caballo ¡ay, sí! y entró en la hacienda de Chinameca que se le cierran a balazos, lo mataron a Zapata. Nomás quedó Villa. Y luego este...¡ya! Todas esas cosas que yo andaba mirando dije: ¡no! acaban, mataron a Zapata, yo ya no quiero...(ininteligible), y ahora vamos a estar bajo las órdenes de Álvaro Obregón, ¡No, váyase a la chingada Álvaro Obregón, yo ya me voy! Que agarro, que me deserto y que me vengo con mi caballo. Todavía fui a avisar a Puebla que me venía yo para acá, y sí me dieron mis centavos, ya me vine para acá....
E.R: ¿Y qué hizo cuando regresó usted?
A.C: ¿Mande?
E.R: ¿Qué hizo cuando regresó usted?
A.C: No, pues ya me puse a trabajar aquí en el campo, con mi papá. Él cuando me vio, se soprendió mi papá. Le dije: (ininteligible) traía yo un balazo que (ininteligible) me pegó acá, merito junto al corazón (se señala en medio del pecho), pero le había pasado a la cabeza del caballo y me traspasó a mí. Y por eso, (ininteligible) porque me aventé al río, porque ya a todos los estaban recogiendo, a los muertos, los habían hecho un montón, les echaron gasolina y les prendieron, yo me quedé abismado de ver a los muertos, cómo hacían (inninteligible) re feos, como queriendo correr...Dije no, pues que me levanto y me caí, no, no me aguanté, pero que me ruedo y que me echo al río, del Papaloapan[2], y así me trajo hasta Chinameca, me vine, ya que me sacaron de allá, un señor que me mandó con un lazo, así, me aventó un palo, nomás que cayó lejos, y yo ya no podía nadar pues con una mano, esta mano la traía yo así...tantito me sumía, tantito salía, pero yo pensaba: mejor que me pudra yo allí, entre las hierbas y no que me quemen, ¡no, está más cabrón! (ininteligible)
(en este momento se cambia de lado el casette)
E.R: ¿Y cómo fue que se curó?
A.C: ¿Eh?
E.R: ¿Cómo fue que se curó?
A.C: El señor ese fue el que me curó. Ya eso de la..¿cómo se llama?..del insulto, pues fumé harta marihuana y con eso se me quitó...me fui componiendo, me fui componiendo, y mire usted qué bien.
E.R: ¡109 años!
A.C: ¿Eh?
E.R: Ha vivido usted 109 años.
A.C: Por eso digo yo...a ver qué pasa, ya nomás voy a pagar, que me dicen mis hijos que se lo agarre. No, este jijo de la chingada, no...yo voy a ver, si no me lo da yo le doy en la madre sea quien sea, porque yo tengo hartos generales que me han dicho que me acompañan. Allá hay varios que tengo ahí. El que estaba aquí en Tlaxcala...me dice...Lo matamos al hijo de la chingada, a todo gobernante que sea cabrón y ojete le damos en la madre, nomás mandamos una escolata que le hablen para tratar un asunto y...¿qué cuesta? (con fastidio) Nomás que yo no...pues yo no quiero líos, ¡Chihuahua!
E.R: Oiga, don Ambrosio, ¿y qué más le dijo su papá cuando lo vio llegar?
A.C: ¿Eh?
E.R: Cuando terminó, cuando se salió usted de la revolución, ¿qué le dijo su papá cuando vio que llegaba?
A.C: ¡No, pues se sorprendió bastante! Pero, venía yo enfermo del paludismo, y aquí que me daban unos calambres y los dientes me daban..¡chin!...sonaban como...Pero me fue a traer una viejecita acá, chaparrita, blanca, ya completamente avanzada, a mí se me hace que estaba más avanzada que yo, y ella vino y me curó, me dio unos baños y mire usted qué bien...quedé perfectamente bien. Ya todas esas cosas que ya ví, digo ¡bueno! Si no me devolviera mi terreno pues yo me voy a morir, me muero más de estar pensando que en que se agarre el terreno, porque ese cabrón que me quita el terreno, quizas ahorita lo vea yo morir, porque todos esos cabrones que le quitaron porque aquí..., aquí nos quitó el gobierno 50 hectáreas y aquí otras hectáreas más que compramos apenas del rancho, también nos las han quitado...es que el gobierno...no....aquí nomás están todas las haciendas donde decía Torreblanca, dice: Escrito está que yo tanta carrera de andar a caballo, pero nadien sabe para quien trabaja; unos corretean la liebre y otros sin correr la alcanzan, porque la liebre se fue a meter a...un señor que estaba amogotando...la liebre, pues el caballo brincaba y corría, pues ¡unos caballazos que tienen ahí! Pero la liebre también es cabrona y yo creo que ya se había cansado la liebre y se fue a alojar a los brazos de un campesino que estaba...dice: aquí está la liebre señor, señor amo. Ya dice: ¡Maldita la torre de mi esperanza; unos corretean la liebre y otros sin correr la alcanzan! Entonces le dice: pues llévesela usted para que...¡No, no, no! Lo que sea de cada quien, yo mirá ya cómo viene mi caballo de tanto que corrí pa acá y pa alla, y saltaba pa acá y saltaba pa allá y no le pude pegar, pero...es tuya, es tuya, no te la quito, sigan trabajando...
E.R: ¿Eso quién lo dijo?
A.C: El señor este....de la...aquí del rancho de aquí de...Las Ánimas, ese fue el que, estaba la gente trabajando, segando trigo...y...aquí está la liebre...Bueno, le dijo: mañana te echas un buen almuerzo...es tuya la liebre, no te apenes. Si se la comería o le dio su libertad, eso sí quién sabe. Pero...hartas cosas que ví.
E.R: Oiga don Ambrosio, ¿cuándo se fue usted a Estados Unidos?
A.C: ¿Eh?
E.R: ¿Cuándo se fue usted a Estados Unidos?
A.C: Ah, pues yo me fui en ’59 y regresé en ’69.
E.R: ¿En dónde estuvo?
A.C: En Anaheim, estuve en las pizcas de naranja, de limón, de la fresa, de la uva, del plátano, del mango, de la....de la uva, ahí en la poda de la uva ya me estaba haciendo mal porque ahí entraba uno a trabajar a las tres de la mañana pa’ que a las nueve vámonos para afuera porque el calor no se aguanta...el calorón...Fui a ver a Santa Ana donde está el general Santa Ana, ‘ta un edificio de (ENFÁTICO) mucha categoría y tiene un letrero abajo donde dice: aquí fue donde entregó el general Santa Ana la Alta California a Estados Unidos, dije: uh, pues qué poca madre...Dice: ahora vamos a ver el indito, agarramos para el oriente, fuimos a ver al indito, un hombre con su sombrero de charro haciendo así (extiende la mano como si pidiera limosna) Está pidiendo limosna. Dice: el mexicanito, miren, está sentado en una piedra de oro, está pidiendo limosna. No, se burlan los pinches norteamericanos. Pues ni modo, si ya lo fui a conocer...ya qué. Anduve por ahí mucho tiempo, pero me fue bien, me hizo bien porque aquí andaba yo buscando herramienta para poder trabajar, aquí había yo depositado dinero en la hacienda, en las joyerías porque quería yo que me trajeran mis llaves para estirar alambre y...tuvbiera yo mi laminador y tuviera yo mis cosas, y nomás me engañaban, decían: ahí está tu dinero pero no ha llegado el pedido.
E.R: ¡Órale!
A.C: Y cuando yo llegué a Estados Unidos, allí...mmhhh. Allí en Los Ángeles, estaba en el cuarto piso...edificios acá...entré y dice: “repairing watch ” ah, chinga, y que ando buscando y un cabrón que me dice: (alza el tono) ¿Qué busca? Le digo: allí donde venden refacciones para componer relojes y máquinas y pa’ hacer cosas de joyería, pero no veo por ninguna puerta. Sí, es que usted no sabe, venga, lo voy a llevar, (alza el tono) ¿cuánto me va a dar? Usted dice. (alza el tono) Me da diez dólares. Sí se los doy...Ya nomás pinche botoncito (psshh) se abre y allí está el pinche...elevador; ya subí y uhhh, pero está como de aquí a la carretera el edificio, ¡Puro cristal! Y allí nomás llegas y tienes que agarrar tu charolita...porque allí no te dicen: vale tanto, y este vale tanto y este vale tanto...no allí agarras la charolita y allá donde están las refacciones tiene su precio. Dices: éste sí ¡pum!, éste también, éste sí, éste sí, éste no, éste sí. Después...ya...Acostumbrados aquí a...saco mi pañuelo (hace la mímica) y estoy echando las cosas aquí, me dice: (alzando el tono) ¿Qué va a hacer? Voy a envolver para poderme llevar. ¡No, no, no! Espérese, le van a dar ahorita un envase...¡Espere! Es que no encontraba la llave, lo tenía guardado en otro lugar. En eso que estoy mirando el estuche ese que ya lo vio usted. Le digo. Mister, how much too? Too? Le enseño. (largo silencio) Me pidió 70 dólares. Me dice: Yes? Sir, have no money, mexican poor. ‘Til tomorrow?. Y a ver si...(largo silencio) si hago Se lo habría de llevar, está barato, me dijo él en inglés. Digo: Have no money..le enseño nomás unos cuantos centavitos, nomás que traía yo para mi pasaje, para regresar a Fullerton y de Fullerton ir a Yerba Linda. No está muy lejos...Hamilton (¿?) para Yerba Linda está como de aquí a Tlaxcala. (silencio) Entonces ya dice (ininteligible) Ya agarró y...¡Qué veliz, híjole! Está retebien acojinado, ¡bonito, chingao! ¡Fiuuu! Esto no hay aquí en México. Nomás ese estuche aquí no lo hay.
E.R: No, ni ahora.
A.C: ¡Ahí está! (pausa) Ya que me agarra un fajo de papel membretado y dice: con este papel, cada vez que usted necesite, me manda decir en qué parte está y allá le llega la mercanía, nomás el dinero lo pone usted allá en la oficina adonde vaya a pagar, ¿sí? Le digo (hace la voz muy queda) Yes, sir. Bueno...’tonces este...ya lo compuso bien...(ininteligible) ¡Nombre, jijo de la mañana, sí retepesa! (hace la mímica) Me lo cargué con todo lo que tenía (ininteligible) Luego ya llegando, saliendo a la puerta donde sale uno del edificio me dice: aquí lo va a recoger a usted un coche de la joyería. Y yo ajá...Pero yo lo ví de gorrita, como de kepi...(baja el tono) ¡Híjole y ahora cuánto va a querer este cabrón, digo, y ya no tengo dinero. Dice: ¡No, no va usted a pagar ni un centavo, él se lo lleva a usted porque son de la joyería. ´Ta bien, vamos a ver. Cuando veo ya está así; se para el choche. (hace la mímica de saludar) Hallo, mister! Alright! Afternoon. Afternoon. Sir. What? Le digo: a la estación de Fullerton, para llegar a Yerba Linda. Alright! ¡Ah, pesa! Sí, sí pesa. Ya me vino hablando en inglés, y yo pues lo poquito que pude haber aprendido, como nunca fui a la escuela, nomás aprendí a lo...Pero...ya me traje, y aquí bajando del autobús...(ininteligible) después de cuando me dijo: Saque su boleto, y fui a sacar mi boleto y ya cuando volví ya no está. Dije, ya me robó este jijo de la mañana. Me dice: Súbase, me dice otro; súbase, ya su estuche ya lo metieron para adentro del (ininteligible). Venía yo con eso: no, pues aquí en México son más cabrones, allá no, allá es muy diferente. Bueno, pues ya...ya ahí vengo pensativo de eso (hace una pausa, pensativo) ¡Qué Chihuahua! Llegando allá a Fullerton, que me baja...cuando yo bajé del carro ya el estuche estaba ahí. Digo: ¡Ah, pues sí, sí, sí! Que agarro, que me lo cargo así, empicé a caminar y que me la agarra el policía ese que...y dice...What? Le digo: Yerba Linda. Yerbalinda, alright! Asociación Yerba Linda. Ya agarró y...¡Ah, sí pesa! Sí...súbase. Le digo: Have no money, mexican poor. No money, mister! ¿Quién le dijo? Pensé que...allá en México. Me dice: Sí, allá son puros rateros, aquí no; aquí lo que ordena, eso se hace. (pausa) Llegamos allá a...¡Número de barraca! Número quince. Aquí está el quince. Allá afuera ya formó el coche, me lo bajó y todavía me metió adentro y vio las camas, uno, dos, tres, uno, dos, tres, uno, dos, tres (silencio largo) Me dice: Bueno, bye! No..dije, pues ya me dice y no me dijo que dinero no, sí deveras no...No...(ininteligible) pero aquí son...es una barbaridad, ¿Cuándo tener una vida de esas de allá? ¡No! Fuimos...nos fuimos a divertir a un edificio...¡Carajo! 50 pisos hasta arriba. El mirador...¡uhhhh!...se ven los hombrecitos chiquititos, de abajo para arriba lo ve usted chiquitito, el tren lo ve usted para...ahí va arriba...¡Híjole! Me divertí mucho durante el tiempo que estuve. ‘Tons, ni hablar. Pues tengo...(contento) Ya vine aquí muy contento, traigo mis laminadores, traigo todo lo que necesitaba, traigo refacciones de reloj, traigo muchas cosas. Aquí ya me puse a trabajar. Aquí hay lana, nomás que ahorita en el cambio del gobierno, usted va y compra un relojito de estos, que le dilató a usted ocho, quince días, veinte días, un mes, le dicen a usted en las relojerías: Ya relojes de esos de las naciones ya no hay, mecánicos, suizos y estadounidenses y alemanes y de aquí en todas las naciones había de eso, ahora ya no hay nada de eso. Pero este reloj no es mecánico es de batería, ya lo avienta a la basura y se compra usted otro, es que aquí debe girar el comercio, un reloj de estos ¿cuántos años le dilatará? Y así son los longin y así son los alien y así son los omega y los illinois y así hay hartos relojes que son de calidad, pero ya cambió la situación, ahorita vas a buscar refacciones de esos relojes, ahí tengo un montón de relojes, pero ya no hay refacciones porque ya está prohibido.
E.R: ¿Y aprendió a reparar relojes allá, en Estados Unidos?
A.C: Sí (larga pausa) pero aquí vine (ininteligible) por eso me compré hartos terrenos, porque yo todos mis centavos acá. (señala uno de los bolsillos de su pantalón) Eh, dispara...así, pero tú quieres que yo te dispare, ¿y tú qué me vas a disparar? Pues yo, no tengo dinero, ¿qué te disparo? Ahorita estoy amolado. ¡No, es que eres miserable! ¡No, no es que sea yo miserable! Es que...los tiempos tienen sus épocas y las épocas tienen sus tiempos (suena el reloj de pared una, dos veces).

En esta parte suspendo la transcripción de la entrevista.

BIBLIOGRAFÍA
Buve, R. (1994) El movimiento revolucionario en Tlaxcala. UAT-UIA.
Cuéllar, C. (1975) La revolución en el estado de Tlaxcala. Tomo I. INEHRM-SEGOB.Ramírez, M. (1995) La revolución en los volcanes: Domingo y Cirilo Arenas. IIS-UNAM

NOTAS
[1] Domingo Arenas (1888-1917): caudillo tlaxcalteca que, en 1914 se declaró partidario del Plan de Ayala y de Emiliano Zapata. Realizó un amplio reparto agrario en el valle de Puebla y Tlaxcala, y en la región poniente de esta última entidad. En 1916, Domingo Arenas se unió al Ejército Constitucionalista. Fue asesinado por los zapatistas a mediados de 1917, en las faldas del Popocatepetl. Ramírez (1995) lo considera el verdadero ejecutor de la Reforma Agraria en México. Poco después de su muerte, su hermano Cirilo abandonó las filas carrancistas e inició una audaz rebelión en la zona de los volcanes, siendo fusilado en Puebla tres años más tarde (Cfr. Op. cit.)
[2] En otra ocasión don Ambrosio me contó que estos hechos ocurrieron en el puente de Santa Lucrecia, en Veracruz. La referencia al río Papaloapan nos puede dar indicios del lugar exacto en que acaecieron.