jueves, 29 de julio de 2010

Lagomorfosis


Capítulo III: Una celebración muy especial

Las celebraciones eran otra de tantas formalidades en la vida oficinil. Aunque no se prestaba demasiada atención a esto y muchos preferían no dar a conocer el día de su cumpleaños, ninguna de estas fechas pasaba desapercibida para la gente de Comunicación Organizacional, encargados de promover y regular la convivencia dentro de la compañía. De vez en cuando las labores se interrumpían un par de horas y se invitaba al personal para ir y departir con el festejado a la sala de juntas.

Por lo general, éstas eran recepciones frías y silenciosas que transcurrían en un ambiente de oficial hipocresía. Se comía pastel y se servían refrescos, se cantaba “Las Mañanitas”, se repartían abrazos y felicitaciones, y la fiesta moría lo más rápido posible para alivio de los asistentes.

Pero aquella vez los directivos consideraron que el cumpleaños de uno de ellos ameritaba meter algo de emoción en la vida de los empleados. Fue por eso que, haciendo una excepción a la regla, anunciaron el evento con varios días de anticipación, y al llegar la fecha suspendieron las actividades a partir de mediodía, compraron bocadillos y refrescos, llevaron equipo de sonido y colgaron una manta en la pared que decía “Happy Birthday” con letras de varios colores.

Por escrito, notificaron a todos los empleados, del más alto al más bajo, que ni se les ocurriera perderse aquella reunión tan especial.

También comparon varias botellas de licor.

─¡Ardan, mártires! ─dijo Damián Bedolla, el coordinador de gestión, mientras servía y repartía vasos de cerveza y vino tinto.

Como era de esperarse, el alcohol y la música desentumecieron la reunión.

─Ustedes son como mi segunda familia; estoy más tiempo con ustedes que con mi esposo y mis hijos. -decía una secretaria de cincuenta y tantos años.
─Uy Lupita, y eso que ni hablamos. -respondió el subgerente Montoya en tono de guasa.
─Pues yo te siento como de mi familia. –insistió la señora.
El subgerente advirtió entonces que a Lupita se le iba chueco el ojo izquierdo, y ya no pudo dejar de advertirlo cada que sus miradas se encontraban.

El licenciado Haces estaba de pie, a la entrada del salón de juntas, pendiente de quiénes iban llegando. Era de mediana estatura y algo mofletudo, tenía las cejas muy negras y las sienes plateadas. Llevaba un traje gris oscuro flamante y una corbata azul marino. Por toda la sala se percibía el aroma de su loción.

Apareció un empleado muy tímido que recién había entrado a la empresa y que nunca veía directamente a los ojos. Al pasar frente al licenciado medio sonrío, inclinó la cabeza en señal de cortesía y quiso seguir de largo, pero éste lo pescó del brazo, diciéndole:

─¡Bienvenido! ¡Pasa y diviértete! ─y después lo abrazó, agradeciéndole su presencia a nombre del festejado y de la empresa. El muchacho sonrió de nuevo y fue a servirse bocadillos, algo turbado y sin saber qué decir, mientras el licenciado se quedó a la entrada de la sala, muy convencido de la buena impresión que había causado.

Poco después apareció una mujer de Cobranza con sus dos hijos mellizos. Dos encantadores niños rubios de seis años con cara de aburridos.
─Su papá no pudo pasar por ellos a la escuela y me los tuve que traer ─se disculpó con el licenciado.
─No te preocupes Laura. Yo también tengo hijos, pero de ellos se encarga mi mujer. Por eso quedó loca la pobre ─respondió el licenciado queriendo ser gracioso.
Pero a Laura no le hizo ninguna gracia el comentario. Forzó una sonrisa y fue a sentarse con sus compañeras. Arrimó dos sillas para que sus niños se sentaran, sacó de su bolsa un cochecito y un dinosaurio de plástico, y les advirtió:
─Aquí tienen, pero se me quedan sentaditos. No quiero que se vayan a perder ni que hagan travesuras porque los aplaco.
Los niños se quedaron ahí, muy obedientes y ella fue por una cerveza porque hacía mucho calor.
─Son un par de caballeritos muy tiernos. ─observó Lupita, que ya iba por su tercer vaso.

Pasó el tiempo. La fiesta transcurría normalmente y la conversación fluía; no obstante prevalecía cierta tensión: se evitaba mirar a los ojos; se iba con tiento a través de las palabras y los gestos.

Pese a todo daba la impresión de que la gente se la estaba pasando bien, y era cierto: habían aprendido a conformarse con aquella felicidad de baja frecuencia. Por increíble que parezca, había quienes se sentían cómodos de estar encerrados. Es más, muchos se habrían sentido asfixiados fuera de aquella cápsula que de cierta forma los protegía del mundo exterior y de su alboroto. No hay nada raro en esto: en el mundo hay de todo. Como bien había dicho Lupita, con el tiempo habían llegado a formar una curiosa especie de familia que convivía superficialmente de nueve a siete y de lunes a viernes.

Casi eran las dos y los directivos no llegaban. El licenciado Haces estaba muy inquieto.


Olivia Valladares platicaba y reía con una compañera sin prestar demasiada atención a los demás cuando éste se acercó. Hablaron apenas unos instantes. Olivia estaba muy roja y sonriente. Le pidió a su amiga que le cuidara su vaso y salió para llamar por celular. Ya no era joven, pero tenía un cuerpo suave y fecundo, y seguía siendo bella y deseable. Algunos empleados cruzaron miradas socarronas.

Momentos después entraron Rabales y Tomasito.

A todos sorprendió ver aquella criatura que hablaba y se conducía con tanta naturalidad. El licenciado Haces pensó igual que Tomasito: que alguien había contratado una botarga para amenizar la reunión. Esto lo angustió aún más: "La variedad ya está aquí y los directivos no llegan". Sin poder disimular su preocupación, se acercó a Rabales y le estrechó la mano, dedicándole algunas palabras como había hecho con los demás.
─¡Bienvenido! Le ruego que nos disculpe, pero el festejado tuvo un contratiempo y todavía no llega. Pase y siéntase como en su casa.
Luego, no sin cierto temor, estrechó aquel enorme cuerpo peludo entre sus brazos.
─¡Espero que se divierta!
─Ya, ya…sin ceremonias ─replicó el otro. ─¿Dónde están los tragos?
Ricardo Haces creyó reconocer algo en aquella voz como de vidrios rotos, pero no supo qué.

─¡Mira, mamá! ¡Es un conejo! ─gritaron los niños, que corrieron hacia Rabales, pensando que aquello era un espectáculo para niños.
─¡Hola conejo! ─dijo uno.
─¡Hola bestia peluda! ─dijo el otro.
Y los dos se prendieron de él.
─¡A un lado, chiquillos! ─replicó Rabales, visiblemente malhumorado, pues los niños le desagradaban profundamente. Sacudió sus patas con fuerza hasta que los chiquillos cayeron al suelo muertos de risa. Laura miró a Rabales con gran sorpresa, no tanto por ver a un conejo gigante hablando en medio de la sala, sino por la forma en que se había dirigido a sus hijos, pero Rabales la interrumpió antes de que pudiera decir nada.
─Mantén a raya a tus críos, mujer. ─y diciendo esto fue y se sirvió un vaso de vino. Luego se fue a tomar a un rincón con Zamacona.

La fiesta continuó y a medida que las botellas se fueron acabando, la verdadera personalidad de los empleados quedó al desnudo. Era increíble la cantidad de rumores y secretos que se revolvían debajo de aquel silencio.

─Encontré un vasito de arroz con leche en mi escritorio ─decía Claudia, una chica que parecía tortuga. ─y como soy muy romántica lo primero que pensé fue en algún admirador secreto; ya sabes, huir con algún príncipe azul y vivir juntos una historia de amor de fin de siglo… En eso Carmela me dice: “Fue Ramiro, el agente de ventas, el peloncito, quien los puso". Como te podrás imaginar esto me decepcionó un poco. Ya sabes: mi príncipe se volvió sapo. Pero me gustó menos cuando me dijo: “De seguro los puso porque su esposa los hace y quiere que le compremos. A mí también me dejó uno”. Yo le contesté, un poco desilusionada: “Y yo que pensaba que era una forma especial de iniciar el día”. Fue lo único que dije, pero eso bastó para que Carmela fuera a contar que yo estaba en contra de Ramiro, que mis actitudes eran un riesgo para la convivencia laboral y no sé cuántas tonterías más.
─Son unas víboras, ella y la Ofidia ─replicó la otra. ─Me molesta que jamás saludan, que se sientan únicas por ser secretarias de los jefes. Bueno, yo diría que son algo más que eso.
─No lo dudo, amiga. ¿Viste cómo se puso Ofidia cuando el licenciado le habló?
─Oye, ¿y sí fue Ramiro quién dejó los vasitos de arroz con leche?
─No tengo la menor idea. No volvió a aparecer.
─Entonces quizás sí era un admirador secreto.
La tortuguita suspiró.
─Pues mi príncipe se murió o se quedó dormido porque no volvió a dar señales.

Los niños, que en un principio se habían quedado quietos en sus sillas, habían agarrado confianza y se estaban volviendo incontrolables. Se correteaban por la sala; se metían debajo de las sillas y las mesas, gritaban y chocaban con las demás personas.

Una joven de sistemas automatizados les regaló dulces, pensando que así compraría un poco de calma; sin embargo, cuando ésta se dio la vuelta, los chiquillos cruzaron una mirada malévola y comenzaron a aventar los dulces en todas direcciones. Laura, que parecía haberse desentendido de ellos, y que hasta entonces había estado bebiendo y hablando con sus compañeros, se levantó y cogiéndolos de la mano les dijo:
─Se me están tranquilos, ¿eh? A los dulces no les gusta volar.

Pero los chicos no le hicieron caso, y de nuevo se echaron a correr, dejando a su pobre madre furiosa y un poco ebria.

En una de tantas pasaron cerca de donde estaba Rabales, quien se volteó hacia ellos con cara de pocos amigos.
─Mghhhhh ─gruñó, y los hizo huir.
─Tómate un tequila para que se te abra la garganta. Me duele oírte hablar. ─le dijo Zamacona mientras le servía licor.
Rabales apuró el trago.
─!Ah, siento como si me hubieran reseteado!
─Deja me termino mi cuba, y te llevo con el doctor. Tengo un cuate que es veterinario…

Y echó una larga risotada, que surgió clara y fresca como un chorro de vodka.

Rabales iba a protestar pero luego pensó que, después de todo, Zamacona tenía razón y que él mismo no sabía quién o qué era. Si bien tenía la sensación de seguir siendo el mismo, no se veía como un humano, aunque tampoco podía decirse que fuera un conejo. Parecía más bien que se había quedado atorado a mitad del camino entre el hombre y la bestia. Un caso monstruoso, sin duda. ¿Qué pasaría cuando no quedara nada de su antiguo yo y la bestia se apoderara por completo de su cuerpo y de su voluntad? ¿Recuperaría alguna vez su antigua humanidad, o es que la había perdido desde antes?
“En fin”, pensó, “el destino hallará la forma”.
─¡Salud, mi Tomasito! ─dijo con resignación trágica.
─¡Eso, mi conejo! ¡Me gustas pa' mixiote!
Y chocaron sus vasos como grandes amigos, dando sendos sorbos al tequila.
La Sonora de Margarita resonó en el salón y el ritmo sacudió a Rabales como un toque mágico. Se acercó a Lupita y le tendió la mano.
-¿Pulimos la pista, madame?

Lupita lo miró con su ojo extraviado y dijo que sí, muy halagada.

(Continuará...)
*Crédito de la imagen: Sublime