jueves, 27 de mayo de 2010

Lagomorfosis


I. La bestia enjaulada

Era la mañana de un día soleado y caluroso cuando Gaudencio Rabales, contador público de cuarenta y tantos años, amaneció convertido en un enorme conejo pardo. Había pasado una noche intranquila, con acidez estomacal y extraños sueños que se repitieron con insistencia durante toda la madrugada. Al despertar y mirarse en el espejo vio con hondo desagrado su cara cubierta de pelaje, sus patas y su hocico de roedor, sus bigotes largos y escasos, pero sobre todo aquellas largas orejas que se erguían por encima de su cabeza como pencas de maguey manso. Quiso gritar pero sólo pudo emitir un gruñido ronco y agudo que despertó a su esposa Patricia, quien al ver aquella insólita transformación adoptó cierta indiferencia pesarosa, propia de quienes son siempre perseguidos por una nube de infortunio, y que viendo pasar pena tras pena han aprendido a ignorar su suerte y esperar cualquier cosa mala de la vida.
-¿Y ahora qué sigue, Gaudencio? Apúrate, que te voy a dar de desayunar.
Y se fue a calentar el desayuno, gorda y deprimida, resoplando como un hipopótamo furioso.

Rabales se quedó petrificado frente al espejo, sin dar crédito ni hallar explicación. De momento, se dijo, no había nada qué hacer, salvo apechugar y apurarse para no llegar tarde a la oficina. Esto trajo consigo un nuevo problema: no podía salir a la calle ni presentarse así al trabajo. Habría burlas, gritos, desmayos, y la gente huiría de él como de la peste. Pidió ayuda a Patricia, que a regañadientes lo ayudó a ponerse una gabardina, bufanda, gafas y una boina negra que le escondía las orejas. Después salió a toda prisa para tomar el metro, tratando de pasar inadvertido en la calle, lo cual fue difícil ya que su aspecto misterioso despertaba sospechas entre la gente y no faltó quien se apartara de él, al confundirlo con un indigente.

No le fue mejor en el metro. Su cuerpo se había vuelto más grande y estorboso que de costumbre, y la multitud indolente se lanzó contra él, dejándolo atrapado contra una de las puertas del vagón. Para colmo de males, aquel día fue de los más calurosos del año, y a los pocos minutos el pobre contador estaba a punto de sofocarse, incapaz de arrancarse el pelambre ni de quitarse el abrigo. No obstante, tuvo tiempo para reflexionar en su rara situación: ¿por qué esto le tenía que suceder precisamente a él? No era que antes su vida fuera un lecho de rosas pero aquello era demasiado. Es cierto que los hijos y su matrimonio lo asfixiaban, que odiaba su empleo y el ambiente uniformado de la oficina, que fumaba y bebía en exceso, que engañaba a su mujer desde hacía algunos meses con una compañera del trabajo y que en las últimas semanas lo había aquejado una tristeza inusual. Pero nada de esto era razón suficiente para explicar lo que le estaba sucediendo. Era preciso ir al médico, aunque dudaba que éste pudiera hacer algo por él pues aquello parecía más un maleficio que una enfermedad.

Llegó a la oficina procurando que nadie lo viera pero para su mala suerte se encontró en el elevador con uno de sus compañeros.
-Rabales, ¿qué te pasa? -le preguntó, sorprendido de verlo abrigado de esa manera en un día tan caluroso. -¿Otra vez resfriado? Ya te he dicho que no le pongas tanto hielo a las cubas.
En otras circunstancias, Rabales habría contestado con alguna frase cocinada al instante pues tenía el ingenio a flor de labios. Esta vez no pudo sino emitir un gruñido lastimero.
-Mgghhhh...
Sorprendido, su compañero no le contestó. Permaneció en silencio hasta que las puertas del ascensor se abrieron. Al salir, le dio una palmada en la espalda y se lejó, no sin antes recomendarle que se cuidara mucho y no se expusiera a los cambios brucos de temperatura. Luego pensó que, a juzgar por su aspecto, Rabales debía estar muy enfermo y que probablemente le restara poco de vida.

La oficina estaba en el noveno piso de un moderno edificio de acero y cristal reluciente, aunque para Rabales no era más que la versión elegante de las antiguas galeras romanas: un lugar triste y monótono donde nada sucedía y en el que todos estaban crónicamente deprimidos a causa de la fría convivencia, la sensación de ser vigilados y el tener que estar encerrados diariamente. Un no lugar donde el tiempo se extendía lento y pesado, como una pesada cadena de horas y minutos idénticos entre sí: lo mismo sucedía por la mañana que por la tarde, los mismos sonidos, o más bien el mismo silencio, la misma temperatura, la misma actividad muda frente a las computadoras. Y así siempre igual, un día tras otro. Recientemente, los directivos habían tenido la idea de hacer una rotación y mover a la gente de lugar, con el pretexto de hacer más eficiente la dinámica de trabajo y promover de paso una mayor convivencia entre los empleados, aunque lo que buscaban en realidad era poner algo de variedad y movimiento. Tal como esperaban, el caos logró revivir por dos o tres días aquel universo moribundo: la oficina entera se conmocionó, con cajas y más cajas de archivos, con gente moviendo su computadora de un escritorio a otro, saludando a sus nuevos vecinos como si no se hubieran visto en años y tuvieran un legítimo interés en hablar. Ya después, cuando todos ocuparon sus nuevos lugares, la oficina volvió a la pasmosa normalidad sin rumbo que la caracterizaba.
-Más valdría que, para entretenernos, "Ofidia" nos hiciera un showcito como los que le hace al jefe en privado. -le dijo Rabales a Leslie, su amante, un día en que se le habían pasado las copas y estaba demasiado borracho para hacerle el amor. Leslie le tomó a mal el comentario pero no dijo nada, pues pensaba que después de todo ella no tenía nada que reclamar.

Olivia Valladares era la secretaria personal del licenciado Ricardo Haces, jefe consultivo del área donde Rabales trabajaba. Era bella y elegante como gato persa, pero frívola y ponzoñosa. Los empleados, amantes de conspirar a media voz, la habían apodado "Ofidia", por ser este el nombre del grupo zoológico de las serpientes. Incluso habían llegado a sugerir, eso sí con mucha discreción, que tenía sus "queveres" con el licenciado Haces, dada la familiaridad con que éste la trataba y por cierto detalle que algunos habían presenciado durante la comida de fin de año y que diera mucho de qué hablar.

El hecho de que un hombre como Ricardo Haces hubiera llegado a jefe de algo le parecía a Rabales una de esas bromas que, aunque hieren, causan mucha gracia; y es que, en su opinión (y la de muchos otros empleados), aunque el licenciado era tan tonto y mediocre como los demás, se comportaba como si de veras mereciera el puesto que ocupaba, sin darse cuenta de que siempre sería un esclavo de la compañía. Enviaba circulares a los empleados que iniciaban con mensajes como: "Está por sonar el pistoletazo de salida que inaugurará una nueva etapa en nuestra empresa...", "Es sabido por todos que mientras más aspiremos más alto llegaremos en el vasto cielo empresarial" o bien "El motivo de la reunión es poner los puntos sobre las ies en lo que respecta a...". Además, conducía una gran camioneta roja, tenía a sus hijos en la mejor universidad y vivía en un barrio semi residencial. Rabales lo había rebautizado con el nombre de Ricardo Heces.
-En este mundo indigesto, la caca es quien manda. -solía decir.

Leslie Domínguez era, en palabras de Rabales, "una sencilla flor de oficina": joven, fresca y alegre. Era un chica ingenua y humilde, de veintipocos años, que recién había entrado a trabajar de afanadora y que pasó desapercibida para los empleados, menos para Rabales, quien pronto advirtió que bajo el feo uniforme azul que le hacían ponerse había una mujer plena y hermosa. Le gustaba mucho verla cada mañana, cuando llegaba con el cabello suelto y un poco húmedo, y aspirar aquel aroma a perfume suave y barato que dejaba en el pasillo. Comenzó por saludarla al verla cada mañana. Al principio ella se sintió incómoda y hasta un poco asustada por aquel viejo que le sonreía, pero cuando se dio cuenta de que aquella sería la única muestra de calidez que iba a recibir en ese lugar, terminó por devolverle el saludo y sonreir ella también. Poco a poco rompieron el muro de hielo que los separaba y una vez, al final del día, Rabales la invitó a tomar un café. No era un tipo apuesto y tenía varios años más que ella, pero supo hacerla reir con sus ocurrencias y socarronería, y olvidarse de que estaba atrapada en aquel trabajo horrible. Poco a poco ella le entregó su confianza y una tarde, luego de haber comido juntos, él la besó en los labios cuando estaban solos en el elevador. Leslie no lo rechazó y esa misma tarde, al salir del trabajo, se hicieron amantes con toda naturalidad, en un hotel de la calzada de Tlalpan.

A partir de ese momento, la vida de Rabales se convirtió en una mezcla apasionada de dulzura y sinsabores. Pasaba de nueve a seis atrapado en la oficina, absorbido por los números y los balances, los impuestos y las retenciones. Ya por la tarde, los martes y jueves, descubría los encantos de aquella joven nerviosa y timida que casi no hablaba y que desnuda, al momento de venirse, le parecía la reina de un nuevo mundo más bello y simple que éste. Se amaban breve e intensamente y se despedían a la entrada de la estación General Anaya, sin promesas ni afecto. Después él conducía a su casa, por el rumbo de Aragón. Llegaba al filo de las diez para cenar, oír las quejas de su mujer y lidiar con los niños para que apagaran la televisión y se fueran a dormir. Hacía tiempo que no era feliz con ellos. Él y Patricia estaban, por decirlo así, en extremos opuestos y cada uno pedía auxilio calladamente. Era la típica atmósfera pesada y dolorosa de un matrimonio que está en las últimas y se mantiene vivo artificialmente a base de indiferencia y autoengaño. Patricia no dejaba de reprocharle la falta de dinero y cariño mientras que Rabales permanecía ajeno, oyéndola sin prestarle atención, deseando irse a dormir y desconectarse del mundo cuanto antes; soportando con resignación la neurosis que se respiraba en aquel departamento estrecho. Al otro día despertaba y, cosa curiosa, lejos de refunfuñar y maldecir como antes acostumbraba, se iba radiante y feliz al trabajo, como si allá le esperara la dicha que no encontraba en ningún otro lugar. Esto último hizo sospechar a Patricia, sabedora de cuánto odiaba Rabales su empleo, y comenzó a agobiarlo con preguntas y reproches que el otro difícilmente podía evadir. Últimamente, para escapar de los celos de su mujer, iba a refugiarse en algún bar del centro, donde permanecía hasta después de la medianoche: solo, bebiendo y fumando en silencio para apagar su cólera.

En la oficina tampoco faltó quién se diera cuenta de que entre el contador y la encargada del aseo había algo más que la relación distante y antiséptica que debían mantener los empleados. Pronto comenzaron las habladurías y las risitas indiscretas cuando por la mañana Leslie limpiaba las persianas y los muros de cristal de los cubículos, o a la hora de la comida, cuando Rabales salía por las escaleras furtivamente para ir al cuarto de intendencia y estar con ella unos minutos. Todo esto molestó mucho a la joven, que comenzó a evitar a Rabales y poner pretextos cuando éste la invitaba a comer o le pedía un momento de intimidad, lo que hacía con bastante frecuencia. Si bien en un principio se había entregado sin esperar ni exigir nada, ahora se sentía insegura y culpable por lo que hacía, y comenzó a abrumar a su amante, preguntándole cuáles eran sus intenciones y adónde quería llegar con ella. Rabales, que no tenía paciencia con las mujeres y que podía ser ofensivo y hasta brutal con ellas, le espetó:
-Ay, mamacita, tú eres de las que les dice uno "mi alma" y ya quieren casa aparte. ¡Apártate, Furcia!

Después de eso, no le dirigió la palabra un par de semanas y Leslie, que no se tenía mucha estima y necesitaba imperiosamente que la quisieran, terminó por ceder y entregarse de nuevo, pese a las burlas y rumores que agitaban ese mar envenenado.
-Eres una bestia, pero me inspiras ternura. -le decía a veces, mientras se vestían.

Sin embargo, ya para entonces Rabales se sentía aquejado por una extraña sensación de malestar y nada le satisfacía. Estaba triste e inquieto, como si su vida careciera de sentido; como si se hallara perdido en medio del mar o del desierto, y diera igual avanzar en una dirección que en otra. Es cierto que todos a su alrededor se sentían igual y que el desánimo cundía lo mismo en la oficina que en las calles, a causa de las malas noticias y la interminable crisis económica, pero Rabales había logrado sobrevivir durante años a todo aquel marasmo gracias a una buena dosis de cinismo, sumergiéndose en el mismo pantano que los demás. No obstante, ahora se hallaba completamente desarmado. Se sentía desdichado en su casa y en el trabajo, sus mujeres lo abrumaban, tomaba todos los días y se sentía atrapado en el fondo de una zanja honda y oscura. Además, sentía una gran pesadez en brazos y piernas, como cuando se está inmóvil mucho tiempo, y los músculos y tendones piden desesperadamente moverse.

Aquel había sido un verano especialmente caluroso y seco. No había rastro de lluvia y los días eran despejados y ardientes. La gente estaba de peor humor que de costumbre, y la ciudad se ahogaba en medio del bochorno, el ruido y el esmog.

Y fue entonces, a mitad de aquella molesta canícula, en medio de toda esa desazón, que Rabales amaneció convertido en un enorme conejo pardo, sin poder hacer otra cosa que irse a trabajar.
-No quiero que me traten como un animal -se dijo al momento de cruzar el umbral de la oficina.

Continuará...

jueves, 6 de mayo de 2010

La noche profunda

Crédito de la imagen: http://www.purelica.deviantart.com


La noche profunda me encuentra despierto.
No es la noche serena que cuida mis sueños:
es la noche honda, mi corazón negro.

Es una estela blanca, eres tú en el espejo;
la noche allá afuera
y el diablo aquí dentro.

Y tú tan cercana,
y yo tan hambriento.

Afuera la noche conspira en secreto,
un duelo de fieras
desgarra mi pecho.

Mis ganas desnudas frente a tu espejo,
la fruta sabrosa que cae de tu cielo;
un ave que vuela en pos de tu cuerpo,
un lobo que sueña con desgranar tu misterio.