miércoles, 27 de julio de 2011

Qué triste es cuando los sueños mueren


Qué triste es cuando los sueños mueren;
silenciosos e invisibles en la habitación a oscuras,
antes de que vean la luz y se hagan realidad.

Qué triste es verlos morir,
apagarse lentamente con los días,
cansados de esperar a que les salgan alas;
o verlos desangrarse al final del sendero de la noche,
suplicando que no los abandonemos.

Qué duro es despedirse
y asomarnos por última vez a sus ojos,
mientras la vida ruge y desespera al otro lado de la ventana.
Qué triste es decirles adiós y tener que seguir sin ellos,
más livianos, más vacíos.




*Crédito de la imagen: La muerte del arlequín (Pablo Picasso)

martes, 26 de julio de 2011

My funny Valentine




El autor Ian Carr cuenta que, la noche del 12 de febrero de 1964, los miembros del quinteto de Miles Davis se retiraron tristes e insatisfechos del Philharmonic Hall de Nueva York, luego de su presentación, pensando que ésta se había escuchado plana y sin sentimiento, y que había estado plagada de errores. Días después, al escuchar las grabaciones, comprendieron que aquella había sido una de las noches más memorables del siglo XX.

Escuchemos "My Funny Valentine" como muestra de lo que digo. La experiencia es equiparable a leer una gran novela en quince minutos (dicho en el mejor de los sentidos): cargada de dramatismo (por momentos alcanza niveles épicos), llena de momentos, texturas, sentimientos, voces y matices. Antes de escucharla, cerremos los ojos y la puerta de nuestra habitación; pongamos el corazón y los sentidos atentos, y no solapemos las perturbaciones externas.

Todo el número es esplendido, aunque hay momentos de verdad maravillosos. El sonido de la trompeta de Miles es directo y preciso; no desperdicia notas pero no ahorra emociones. A veces es dulce; otras es triste y casi fúnebre; otras es sensual y desafiante. Por su parte, el sax tenor de George Coleman es elocuente y poderoso, cargado de swing; inquiere, diserta, sondea los abismos, va al meollo del asunto (¿Y cuál es el asunto? Imposible decirlo con palabras). El bajo es un amante melancólico que susurra y se entrega por completo detrás de una cortina de sonido. La batería, por su parte, es un corazón sincopado, cargado de intención, que completa la grandeza del conjunto. La pieza gira alrededor de la pasión y la sensualidad; es un diálogo amoroso entre el sax y el bajo, entre la trompeta y el piano, entre el bajo y la batería, del que brotan sonidos exuberantes, como caracoles haciendo el amor. Música de preludio, música cadenciosa y vegetal que, en ciertos momentos, extiende su dedo invisible y toca el fondo de nuestra alma. Pero no nos dejemos engañar: parte de la grandeza de Miles y de sus músicos reside en que no se repiten ni dan concesiones al escucha: justo cuando empezamos a rendirnos a la magia de un fraseo, toman su equipaje, se suben a otro avión y viajan a un lugar completamente nuevo. Y así nos traen, de un lado a otro, a través de la intensidad.

En algún momento, al redactar estas líneas, pensé que era un sinsentido tratar de poner por escrito lo que ya ha sido dicho con ritmo y con notas. No pude resistir la tentación de dejar salir las imágenes que se producen en mi mente, de tratar de expresar con mis propios medios las emociones que giran en mi corazón al escuchar esta música extraordinaria. Desafortunadamente, no todas las ideas logran salir y adquirir sustancia; las mejores se disuelven como el humo, pues no se pueden traducir ni expresar con palabras.

*Crédito de la Imagen: Retrato de Miles Davis, por Michael Symonds.

jueves, 21 de julio de 2011

El humo y el jazz


Imaginemos a Louis Armstrong o a Thelonious Monk improvisando en la penumbra de un escenario, creando aquella música estupenda, produciendo aquellos sonidos maravillosos. Cada uno posee su propio estilo y cada uno trata de decirnos cosas diferentes. Armstrong coge cada nota, la enciende con su aliento, como si fuera una lucíérnaga o un farol nocturno, y luego va y la cuelga del cielo pentagráfico. Como muestra, las notas largas y aterciopeladas de "West end blues" o "Stardust". Monk, por su parte, golpea las notas, las fractura con sus dedos de martillo, las multiplica, arma con ellas un rompecabezas abstracto en el que ensaya todas las variaciones posibles de las frases y los círculos armónicos; digamos que hace geometría con el humo. Para entender de qué hablo, te recomiendo, lector, que escuches la versión en vivo de "Monk's mood", en la que participa John Coltrane, o "Criss cross", o "Bemsha Swing", o cualquiera, sin olvidar la bellísima "Round midnight" (de preferencia, la vesión en la que solo toca el piano). No te arrepentirás.

¿Cuál es la relación entre el jazz y el humo? Ambos tienden a ascender y flotar libremente en el aire, y comparten la capacidad de convertirse en cualquier cosa. Sin embargo, al igual que Satchmo** o Thelonious, no todos los materiales combustionan igual: cada uno tiene un ritmo propio, cierta densidad y una forma típica de comportarse. El humo del tabaco, por ejemplo, sube rápidamente, como el de las chimeneas. Forma columnas delgadas, finos vasos capilares de un gas vivo e impaciente que tiene prisa por subir y disiparse, como el tallo de una flor profunda e irrespirable. El humo del cannabis, en cambio, es denso y grave; hay en su olor algo dulce y picante, parecido a la fragancia del sexo de la mujer o el almizcle, producto de una especie mitad planta y mitad animal. Lo impregna todo, su presencia es escandalosa, prohibida, imposible de disimular. Asciende tranquilamente y desde el principio forma una cortina fantasmal de figuras imposibles, inaprensibles, que se transforman libremente en el espacio.

Al hundirme en estos humos, al escuchar a un jazzista improvisar, sin importar quién sea ni qué instrumento toque, pienso en el problema de la libertad. Sin duda no es gratuita la alianza que se dio entre el jazz y el existencialismo durante los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. El individuo, nos dice Jean Paul Sartre, no es más que un accidente en el Universo, expuesto a la Nada. Su existencia es absurda, arbitraria, y por tanto, irremediablemente libre. Sartre plantea esta condición como problema y como responsabilidad: al no haber entidades supremas ni origen ni destino, cada uno es responsable de sus actos y de sus palabras. La vida de cada persona, nos dice Sartre, es la expresión absoluta (y aterradora, diría yo) de su libertad, y he aquí que el jazz, en la forma como lo plantearon Miles Davis y compañía, trata precisamente de qué hacer con dicha libertad.

Esta no es materia sencilla, ni en la vida ni en el arte. ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que en la vida no hay caminos preestablecidos ni recetas, y que no nos queda sino dejarnos conducir por cierto feeling? ¿Qué ocurre cuando nos percatamos de que el tiempo y el espacio son un campo abierto? ¿Qué pasa cuando vemos que formamos parte de un concierto, que convivimos con otras voces igualmente libres, y que cada quien tiene su momento, profundamente personal? Más aún: ¿qué sucede cuando advertimos que hay vidas (la nuestra, probablemente) que se viven solo para llegar a ese instante decisivo? "Puedes ir arriba o abajo; puedes ir y regresar, puedes quedarte quieto, si quieres; pero, ¿adónde quieres ir?". La mayoría prefieren volver, agradecidos y cabizbajos, a la seguridad de las normas y el silencio; otros (y aquí incluyo a las grandes estrellas del jazz) hacen suyo el derecho de seguir su voluntad y su imaginación; han entendido además que el tiempo es relativo y divisible, y que es posible renacer una y otra vez en cada intervalo o en cada compás. A este acto de jugar con el tiempo se refería Johhny Carter, el protagonista del cuento de Julio Cortázar ("El perseguidor") inspirado en Charlie Parker: "Esto lo estoy tocando mañana".

*En la fotografía, pókar de reyes en pleno vuelo: Thelonious Monk (piano), Charlie Parker (sax alto), Charlie Mingus (contrabajo), Roy Haynes (batería), la noche del 15 de septiembre de 1953, en el Open Door Nightclub, de Nueva York. Al fondo, una mesa vacía.
** "Satchmo": sobrenombre con que se conoce a Louis Armstrong.