viernes, 31 de diciembre de 2010

La Orquesta Espartaco


I

Recuerdo aquellas tardes cuando mi papá se ponía a ensayar en la casa. Montaba su atril, sacaba su libro de partituras y se ponía a afinar su trompeta, que me parecía de lo más elegante: larga y esbelta, con su complicado mecanismo de túneles y pistones, encargados de transformar el aire y convertirlo en el sonido claro y luminoso que invadía la casa después de comer. No hacía caso de nada ni de nadie. Se quedaba ahí, practicando dos o tres horas las escalas y fraseos de aquella música recién llegada de Cuba y de Colombia, que en pocos meses se había vuelto la sensación de los centros nocturnos y salones de baile de la ciudad.

De miércoles a sábado, por las noches, mi papá se presentaba con su grupo en distintos cabarets del centro. Empezaban a tocar a las diez en punto y terminaban a las tres, cuatro o cinco de la mañana. Incluso había veces en que llegaba cuando mi hermana y yo ya nos íbamos a la escuela. Tocaba la ventana tres veces con sus llaves, antes de abrir la puerta, y nos preguntaba, en broma, qué hacíamos despiertos a esa hora. Nos daba un beso, y luego se sentaba a desayunar en silencio, mientras mi mamá le calentaba café y tortillas.

A lo largo de su vida, mi papá tocó con varias agrupaciones, siempre en el ambiente de la música tropical. Fue testigo del esplendor y ocaso de las grandes bandas y danzoneras, y le tocó vivir el periodo en que la cumbia y la salsa extendieron su sabroso imperio por todas las pistas de baile. No era un mal músico; su trompeta tenía un timbre característico, muy bonito, netamente tropical. Sin embargo nunca tuvo la ambición suficiente para salir adelante. Nunca ganó mucho dinero y jamás figuró como primera trompeta. La música nos dio de comer pero nada más, y a veces ni eso. Mi papá le echaba la culpa al destino, pues sin saberlo había dejado ir su única gran oportunidad, teniendo que arrastrar la cobija de ahí en adelante.

Y es que el primer grupo con el que tocó no era otro que la Orquesta Espartaco, aunque entonces no eran la leyenda que son ahora. En aquel tiempo sólo eran un grupo de muchachos que a fuerza de ensayos y empeño habían terminado por acoplarse musicalmente y tocar sin equivocarse, aunque de ahí no pasaban; o eso era lo que creían muchos. Lo cierto es que tenían talento y un estilo propio. Algunos de ellos, como bien sabemos, llegaron a ser excelentes ejecutantes: César Páez en la flauta transversa, Tony Peralta en los timbales, Paquito Manzo en el piano y Edson Domínguez en la voz principal. Este último era el director musical del grupo y fue él quien invitó a mi papá a unirse. Venía del sureste, de Ciudad del Carmen, y era un artista nato. Él era el centro, el núcleo que condensaba la energía de todos los demás instrumentos a la hora de generar la música. Era enorme como un refrigerador, y tenía el empuje de una máquina locomotora. Su anhelo era alternar con los grandes, como la Sonora Moctezuma, la Orquesta Paraíso o el Conjunto Pulso Tropical: grupos de marquesina y sonido brillante que ya grababan discos, llenaban teatros y ganaban dinero a manos llenas. Sabe Dios que podían lograrlo, y sin embargo, ya llevaban dos años juntos y no habían conseguido más que tocar en fiestas de barriada y algunos contratos fugaces para presentarse en dos o tres antros de mala muerte. Y es que en música no basta con el talento o el carisma; como en todo, hace falta tener conocidos.

Mis padres se conocieron muy jóvenes. Vivían en la misma colonia, en la González Garza, allá por la Central del norte. Ella era de un pueblo de Guanajuato y vivía con unos tíos suyos que tenían un molino de nixtamal, y que la corrieron de la casa al enterarse de que estaba embarazada de mi hermana Lola. Entonces mi papá no tuvo más remedio que casarse con ella y llevarla a vivir a casa de sus padres. Fue ahí donde mi hermana y yo nacimos y crecimos, amontonados con mis abuelos y mis tíos.

Al principio, mis abuelos no vieron con buenos ojos a mi mamá, que casi no hablaba y que era nerviosa e inexperta en casi todo lo de la vida. Mi abuelo era comerciante. Vendía trastes, licuadoras, espejos, toallas, bisutería, enciclopedias, perfumes. Lo que fuera. Pasaba casi toda la semana fuera de casa, siguiendo la ruta de los tianguis y las ferias. Trabajaba duro y tenía dinero pero muchos hijos que mantener, varones todos ellos. Era un hombre práctico, apegado a la realidad y a las necesidades, que veía con malos ojos la decisión de mi papá de dedicarse a la música. Se lo reprochaba casi a diario. "Estás viendo el temblor y no te hincas. Ya déjate de sueños, Ramón, y consíguete algo serio, que la vida pasa rápido, y tienes mujer e hijos que mantener".

Mi abuela, por su parte, no dejaba de pedir a mi padre que buscara trabajo de lo que fuera: de panadero, de albañil, de chofer, de matancero: "No importa que seas pobre, con que seas digno". Tampoco ella tenía buena opinión de los músicos. Ya había perdido un hijo en un accidente y le angustiaba perder otro, asesinado o ahogado de borracho en cualquier cabaret. La recuerdo bien. Era una especie de santa. Rezaba todo el tiempo: por la mañana, al mediodía, y ya por la noche, cuando todos se habían ido a dormir, se quedaba a solas en la oscuridad, echando bendiciones y susurrando oraciones interminables; pidiéndole a Dios que le diera a mi papá un trabajo decente y lo alejara de esa senda retorcida.

La cosa no iba mejor con mi mamá, que se quejaba de la falta de espacio e intimidad, y que urgía a mi papá para que nos fuéramos de ahí. A mi mamá tampoco le gustaba el ambiente en que mi papá se movía, lleno de vicios y mujeres fáciles, pero acabó resignándose a este tipo de vida y, como suele suceder en estos casos, encontró consuelo al dedicarse en cuerpo y alma a atender a sus hijos. La relación de mis papás nunca fue del todo buena. Ahora pienso, no sin dolor, que fueron las circunstancias y no el amor lo que los llevó a vivir juntos. Lo suyo fue un apuro constante desde el principio: sin dinero, a la sombra de mis abuelos y con la responsabilidad de dos hijos a cuestas. Casi no hablaban entre ellos y cuando lo hacían era sobre asuntos domésticos y la rutina de siempre. A veces, sin embargo, cuando mi papá se quedaba en casa, ella se sentaba junto a su lado y prendía la radio; entonces él le cogía la mano y la besaba. Aquel era el único gesto de ternura que se permitían, y así vivieron por más de cuarenta años.

A pesar de todo, tengo el recuerdo de una infancia feliz. Supongo que oía hablar a los adultos pero no entendía ni me importaban sus preocupaciones y tristezas. Yo de lo que me acuerdo es que viví rodeado de cariño, en una gran familia, con muchos niños de mi edad. Me gustaba mucho jugar futbol y leer historietas. Mis favoritas eran Los Supersabios y Vidas Ilustres. En época de lluvias iba a los charcos a capturar ajolotes con mis tíos y mis primos (que poco a poco fueron llegando al mundo, y que se quedaron a vivir en casa de mis abuelos al igual que nosotros). Me gustaba acompañar a mi abuela por las noches a comprar el pan y comérmelo con leche azucarada a la hora de la cena. También me gustaba quedarme a jugar hasta tarde los viernes por la noche y levantarme temprano al día siguiente, cuando todos dormían.

Desde siempre, la música fue una presencia mágica en mi vida. Me gustaba oír a mi abuelo cuando cantaba aquellas canciones tan tristes, como la de "Cotorrita de la suerte" o "La cama vacía", y a Raquel, la vecina, cuando cantaba la de "Ay, mamá Inés, qué bien te ves, todos los negros tomamos café..." mientras lavaba ropa en su patio. Me gustaban Cri-cri, Pedro Infante y Toña la Negra, y por supuesto me gustaba oír a mi papá tocar su trompeta por las tardes. Para mí era un héroe, un hechicero capaz de hacer brotar la música con su soplo encantado. Había veces en que nos llevaba a mi hermana y a mí a los ensayos de la orquesta, en casa de una tía de Edson. A mi hermana, que nunca le ha gustado estarse quieta, le aburría horrores sentarse a oír afinar los instrumentos, y luego repasar cada canción hasta el cansancio. En cambio, para mí aquello era como asomarme a un mundo nuevo, con sus propias leyes y su propio lenguaje por descifrar. Me gustaba ver la forma cuasi religiosa con que los músicos se preparaban para tocar; me gustaba oírlos hablar de notas, de ritmo y de armonías. Me encantaba verlos en lo suyo, concentrados, con la mente y el corazón puestos en la música, como almas suspendidas sobre las ondas de una canción, y en mi alma infantil abrigaba el deseo de formar parte de todo aquello.

II


Nunca olvidaré cuando mi papá me llevó a tocar con la Orquesta Espartaco a un programa de televisión. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Fue el 12 noviembre de 1959. En ese entonces tenía ocho años. Edson Domínguez había inscrito al grupo en el programa "Arte y destrezas", que se transmitía desde el Teatro Atenas, los domingos de ocho a nueve de la noche, y que conducía Fernando Galán. Una hora en la que desfilaban cantautores, grupos musicales, comediantes, malabaristas y todo tipo de talentos en busca de la fama recién inaugurada por la televisión. El premio era de cincuenta pesos de aquel tiempo, y la posibilidad de ser descubierto por el dueño de un centro nocturno o algún productor discográfico. Fue a mi papá a quien se le ocurrió llevarme de mascota y a Edson le encantó la idea. Yo, por supuesto, jamás había tocado un instrumento, pero los del grupo supusieron que, siendo hijo de músico, tendría una propensión natural para el ritmo y la armonía, y con eso bastó para que pensaran que haría un buen papel si me daban unas maracas y me presentaban como uno más de la orquesta.

Recuerdo que estábamos cenando en la cocina cuando mi papá entró y le dijo a mi mamá: "Chabela, consíguele un traje a Néstor porque el próximo domingo va a salir con nosotros en el programa de Fernando Galán".
Todos pelamos tamaños ojos. Mi abuela meneó la cabeza y preguntó con su voz marchita y sensata:
─¿Y cómo le vas a hacer Ramón, si Néstor no sabe música?
─No hace falta mamá ─repuso mi papá. ─Este muchacho lleva la música en la sangre, ¿verdad Néstor? Además, las maracas son muy fáciles de tocar. Cualquiera puede, hasta yo... ─y me guiñó un ojo.
Yo me puse muy nervioso. No podía creer que fuera a tocar con la orquesta y menos que fuéramos a salir en televisión.
─No sé papá. Tengo miedo de equivocarme.

Él me dijo que no debía ponerme nervioso, que era muy sencillo y que lo único que debía hacer era no perder el ritmo mientras durara la canción.

─Y aparte ─añadió ─No vas a estar solo. Los muchachos y yo vamos a estar contigo.
Mi mamá le llevó un plato de frijoles y dos tortillas bien requemadas, como a él le gustaban. Como de costumbre, mi hermana y yo nos quedamos viéndolo comer en silencio mientras mi abuelo le advertía del ambiente envenenado de la música, y le aconsejaba por enésima vez que mejor se metiera de policía o soldado, donde al menos gozaría de un sueldo fijo para hacerse de un patrimonio y mantener a su familia.

En la casa se hizo una pequeña conmoción. Tal como pidió mi papá, mi mamá me llevó con el sastre para que me tomara medidas y me hiciera un traje blanco, igual a los de la orquesta. Mi abuela le reprochó a mi papá que se gastara lo que no tenía y rezó a Dios y a la virgen con la esperanza de que me disuadieran de seguir los pasos de mi progenitor.

Mi papá me enseñó algunos ritmos básicos con las maracas. Me dijo que mi papel era tan importante como el de cualquier otro instrumento de la orquesta; que lo principal era dejarme llevar por la fuerza de la música y no perder el ritmo. Se le veía muy emocionado. Veía en aquel evento el golpe de suerte que daría proyección a su carrera y que nos sacaría de pobres. La noche antes de la presentación, le prendió dos veladoras a Santa Cecilia, patrona de los músicos, y se sentó en el sillón para dar brillo a su trompeta. Estuvo un buen rato limpiándola hasta que quedó reluciente. Se gastó treinta pesos en mandar a la tintorería su traje blanco y le dio a mi mamá otro tanto para que hiciera una pequeña cena de celebración cuando volviéramos del programa.

Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Me emocionaba la idea de asomarme a aquel mundo desconocido y prometedor de la fama y que todos mis amigos me vieran por televisión, aunque también me ponía nervioso la posibilidad de equivocarme y echarlo todo a perder. Cuando por fin pude dormir, soñé que mi papá era como un niño pequeño que se caía de un triciclo y empezaba a llorar desconsolado. Yo lo veía y me angustiaba mucho, pues había gente viéndonos y temía que alguien me echara la culpa de lo sucedido; y mientras, mi papá seguía en el suelo sin dejar de llorar y sin poder levantarse. Desperté muy asustado, sudando y con el corazón latiendo fuertemente.

Para entonces, ya todos mis amigos de la colonia sabían que saldría en televisión. “Nos mandas saludos Néstor, no se te vayan a subir los humos o te los bajamos a chingadazos". Tampoco faltó el chamaco precoz que me pidió el autógrafo de Cindy, la hermosa morena que llevaba a los participantes hasta el escenario.

La tarde pasó como un suspiro. Mi papá pasó por mí a las cinco y media. Parecía estrella de cine, con su traje color blanco, sus zapatos de charol y el pelo envaselinado. Afuera esperaba el resto del grupo, montados en un viejo camión que le habían prestado a Edson, todos muy bien arreglados y de excelente humor. Se fueron bromeando todo el camino. Se querían mucho. La música había unido sus almas, y la mayoría estaba en aquella edad en que no se tienen compromisos, hay tiempo de sobra y uno da todo por los camaradas. Paquito Manzo me dijo que él conocía a Cindy, y que me la iba a presentar, pero pensé que estaba presumiendo y no le creí nada.

Esa vez, casi todos los de la colonia se juntaron para vernos por televisión. Por esos años no había mucha gente que tuviera uno de estos aparatos. Eran un artículo de lujo. En la colonia, el único que tenía era el señor Gudillo, dueño de la carnicería. Era un mueble enorme, parecido a un tocador, con su gran pantalla de vidrio oscuro, sus bocinas recubiertas de tela dorada y su juego de botones y perillas como las de un vehículo espacial. Sus hijas sacaban el aparato al patio de su casa cuando había un partido importante de futbol o en cualquier otro evento de relevancia para la opinión pública del barrio. Cobraban la entrada a cincuenta centavos. Ponían sillas, vendían refrescos, cervezas y taquitos de tripa y suadero. También llevamos nuestra porra: primos, novias y compadres que se fueron con nosotros para darnos ánimos a la hora de concursar.

III

El ambiente de la televisión me pareció de lo más extraño. Tras bambalinas todo era un ir y venir de técnicos y tramoyistas. Daba la impresión de que estaba ocurriendo algo importantísimo y urgente porque todos tenían prisa y hablaban casi a gritos. Un muchacho nos dio una ficha con nuestro turno y nos pidió hacer fila a lo largo de un pasillo detrás del escenario. Nos tocó el número siete; casi al último. A algunos nos les gustó esto, pero Edson, que tenía fama de supersticioso y hasta de brujo, nos dijo que no nos preocupáramos porque aquélla era una buena señal, y que los santos estaban de nuestro lado.

Fernando Galán resultó ser menos alto de lo que creía. Los de mi edad seguro lo recuerdan: delgado, canoso y de aspecto impecable. Salió por una puerta, a mitad del corredor, acompañado por su secretario, y saludó de mano a todos los concursantes, deseándonos suerte. Su rostro era como una máscara y sus modales eran finos y delicados como los de una mujer. Cuando me vio me preguntó: “¿Y cuál es tu talento, pequeño Mozart?”. Mi papá se adelantó a contestar, dijo que yo era uno más del grupo, y que tocaba las maracas. Sentí mucho orgullo de que se refiriera a mí como parte de la orquesta y a la vez muchos nervios, y es que después de todo uno no se hace músico de la noche a la mañana: hay que subirse muchas veces a un escenario para conseguirlo, hacen falta muchas horas de práctica para tocar un instrumento sin equivocarse y hacerlo brillar, y yo no era más que un advenedizo que no había ensayado sino unas pocas veces, y que de momento no merecía estar ahí. Juré en ese momento que dedicaría todas mis fuerzas a convertirme en músico y ser digno de presentarme frente al público.

En esas estábamos cuando apareció Cindy. Iba vestida con una especie de bañador recubierto de lentejuelas azules. Era extraordinariamente bella: alta, mulata, de piernas largas y bonitas. Parecía de otro país. Paquito Manzo fue y la saludó con un beso en la mejilla. Ella se alegró mucho de verlo. ¡Y yo que no le había creído cuando me dijo que la conocía! Hablaron un momento, y después él la cogió por la cintura y la llevó adonde yo estaba.

─Mira Cindy, te presentó a uno de tus más fieles admiradores ─y luego, señalándome ─Néstor Estrada, nuestro nuevo maraquero y futuro señor de las percusiones. Néstor, te presento a mi amiga, la incomparable Cindy.

─Hola cariño ─me dijo con una voz muy tierna, y se agachó para darme un beso ─Oye, qué muchachito tan guapo. Debes tener muchas novias, ¿verdad?
No supe qué contestar y me limité a sonreír como un tonto.
─No te preocupes, bombón, todavía eres muy niño pero cuando crezcas vas a conquistar a todas con tu sonrisa y tu talento.
Me pareció que hablaba como si acabara de despertarse.
─Adiós. Voy a desearte mucha, mucha suerte cuando pases a tocar. Te veo al rato. No te vayas sin despedirte, cielo.
Me dio otro beso y se fue al escenario con Fernando Galán, dejando una estela de perfume.

Momentos después, uno de los técnicos contó: 5, 4, 3, 2... Del otro lado del pasillo se oyeron aplausos, y la voz del conductor saludando al público con aquella famosa frase de: “Todos somos estrellas. No olviden brillar intensamente”. Entonces sí que nos pusimos nerviosos. Edson nos dijo que el concurso era pan comido, que aquel escenario era igual a cualquier otro, y que sólo debíamos salir y tocar como siempre.

Pasó el primer concursante. Era un cantante de ópera que interpretó un aria en francés. Todos le deseamos suerte. Ya en el escenario, dijo que quería el premio para ayudar a su mamá que estaba enferma de los riñones. Tenía una voz grave y poderosa. No entendí nada de lo que cantó, pero esto no importa ya que lo hizo desde el fondo de su alma y el público, conmovido, estalló en aplausos. Fue ahí cuando sentí por primera vez sentí la fuerza intimidante de aquella marea breve, dorada y uniforme. A continuación fueron pasando los demás participantes: un mago que partió a Cindy por la mitad y convirtió el reloj de Fernando Galán en paloma blanca, tres indios huastecos que cantaban, imitando a ciertos pájaros selváticos, un titiritero capaz de maniobrar y dar vida, él solo, a toda una ciudad de marionetas... A mí me pareció que todos eran extraordinarios, aunque como siempre pasa, al público le gustaron unos más que otros. ¿Qué se la va a hacer si en este tipo de concursos sólo puede haber un ganador? El público es así: él decide quién le gusta y quién no, y no discute con nadie sus opiniones porque en gustos nadie puede tener la razón.

Fue entonces que me acordé de mi sueño y se me hizo un nudo en el estómago.

IV


Cuando llegó nuestro turno, Cindy me tomó de la mano y pidió a los demás que la siguieran. Salimos al escenario y la porra emocionada nos saludó con un fuerte aplauso. Me sentí desamparado en aquella inmensidad de teatro e instintivamente busqué a mi papá con la mirada. Estaba casi detrás de mí, de pie con los demás instrumentos de viento. Se veía muy contento y orgulloso, recibiendo aquellos aplausos junto a sus demás compañeros. Por mi parte, no sé qué me puso más nervioso, si todo aquel público o ver a las cámaras de televisión, que se movían de un lado a otro del proscenio, apuntándome con su lente misteriosa.

Edson había decidido que aquella ocasión iban a tocar una canción que él y Paquito Manzo acababan de componer, y que no era otra que “Ave Fénix”. No necesito hablar de ella porque ahora todo mundo la conoce y la ha bailado alguna vez, con sus compases bien marcados, su melodía lánguida, su letra de desamor y su estribillo pegajoso. Entonces nadie la conocía, aunque desde el principio Edson y Paquito supieron que aquello iba a ser un éxito. Sólo la habían tocado en dos o tres ensayos, pero como ya desde entonces eran músicos muy rifados y con mucha intuición, se animaron a estrenarla esa vez y anunciar al mundo el nacimiento de una nueva estrella en el firmamento de la música tropical.

Mi papá me había dicho que esperara a que el piano y las claves dieran la introducción y entrar bien alineadito con el resto de los instrumentos. Ya habíamos ensayado un par de veces. En realidad, mi parte era muy sencilla, y el sonido de mis maracas pasaba casi desapercibido, escondido en la bullanga de los demás instrumentos. De cualquier manera, mi papá me dijo una y otra vez que debía mantener el ritmo durante los tres minutos y medio que duraba la canción, y no soltarlo por nada del mundo. “El ritmo”, me decía, “es el camino que deben recorrer los demás instrumentos. Es muy importante no adelantarse ni quedarse atrás; entender que en la música todo tiene su tiempo exacto, y que nada debe ocurrir ni antes ni después”.

Edson se puso frente a nosotros, marcó el compás y empezamos. Recuerdo perfectamente el momento en que detrás de mí vibraron los acordes del piano, elegantes y llenos de sonido, como un gigante masticando notas de oro. Los demás entramos poco después, todos al mismo tiempo, bien cuadraditos. El bajo resonaba, grave y profundo, como si viniera del fondo del mar,
las trompetas cantaban a una sola voz espléndida; resoplaban los trombones, roncaban los saxofones, redoblaban los timbales, y en primer plano, por encima de toda aquella orquestación, se escuchaba al gran César Paez en la flauta transversa, dulce y brillante como un diamante invisible. Edson tomó el micrófono con las dos manos, lo acercó a su boca y comenzó a cantar, con los ojos cerrados y aquella voz inconfundible que todavía hoy me eriza la piel:

Me traicionaste en el momento decisivo
cuando yo más te quería;
me abandonaste y un cometa vagabundo
destruyó mi corazón.

Ahora sé que si te fuiste fue por algo;
la primavera está muy lejos pero un día llegará.

Paso las noches desvelado en mi ventana,
contemplando las estrellas;
bajo mis ojos relucientes parpadea
indiferente la ciudad.

Y yo no sé por qué la vida duele tanto,
pero la vida quiere vida y un día voy a renacer.

Porque el amor es rey caprichoso
porque el amor es un mar sin fondo
donde naufraga sin remedio el corazón.

V

Durante el pasaje instrumental, los nervios, la falta de experiencia y de soltura me hicieron perder el ritmo y las maracas resbalaron de mis manos. Era de esperarse, siendo yo un principiante. En música uno sólo debe dejarse ir y no pensar en nada, pero me sentí extraviado en medio de aquella selva sonora y me ahogué a mitad de la canción. Las maracas se estrellaron contra el suelo y se hicieron añicos. Sentí como si el mundo entero, la música toda, se hubiera paralizado por culpa mía. Lo peor es que no fue así: los músicos no dejaron de tocar y el tiempo siguió corriendo. Me vi en medio del escenario, ante las cámaras, frente a toda esa gente y sin saber qué hacer. Me sentí desnudo sin el apoyo del instrumento. Voltee a ver a mi papá pero él estaba en lo suyo, y sólo me hizo señas de que siguiera como si nada hubiera pasado. Lo único que se me ocurrió fue ponerme a bailar.

Igual no sabía mucho de baile, pero el ritmo me llevó de la mano. Los de la colonia comenzaron a aplaudir para darme ánimos y el resto de la gente, que estaba muy contenta con mi numerito, hizo lo mismo. Hasta hubo gente que se paró a bailar y otros que desde su lugar, seguían el ritmo con el pie. De reojo vi que mi papá y los demás se reían de la ocurrencia. Aquella reacción del público fue para ellos la señal que esperaban y atacaron la parte final con la certeza de quien ha llegado a buen puerto y tiene la canción en sus manos:

Solía pensar que había aprendido
por algunos de los hechos de mi vida,
y ahora me siento tan perdido como un niño
que no encuentra a sus papás.

Soy como un barco que no tiene dirección.
Pero la vida siempre es dura con quien sale a navegar.

Porque el amor es rey caprichoso,
y aunque el amor es un mar sin fondo,
el corazón sigue latiendo hasta el final,
el corazón sigue latiendo hasta el final,
el corazón sigue latiendo hasta el final.

El contratiempo de Tony Peralta marcó el clímax, y juntos, las trompetas y trombones tendieron un largo puente entre la soledad oceánica del músico y el final de la canción, que llegó preciso y sin mayor dificultad. ¡Qué alivio se siente al terminar una canción!

El público aplaudió generoso. De veras que habíamos puesto el gran ambiente. Fernando Galán volvió al escenario, sonriendo.
─¡Demos otro fuerte aplauso a la Orquesta Espertaco, que toca muy bien; especialmente para su maraquero, que baila muy bonito!

Mi papá me indicó con señas que hiciera una caravana y el público volvió a aplaudir. Comenzaba a gustarme aquello. Fernando Galán me felicitó por mi valor en el escenario y me dijo que me había ganado una caja de chocolates de una de las marcas patrocinadoras del programa. Ya tras bambalinas todo era expectación. Estábamos seguros de que íbamos a ganar. Hasta mi papá, que normalmente estaba serio e insatisfecho con su modo de tocar, lucía feliz y confiado. Me dijo que había estado muy bien en el escenario y que estaba muy orgulloso de mí, que todo era cosa de practicar y que en poco tiempo estaría yo listo para compartir el escenario con ellos, como uno más de la orquesta. Todos estaban de muy buen humor. Esa noche los del grupo me rebautizaron como “Resortitos”, y desde entonces me llamaron así en la colonia. Incluso hoy, cincuenta años después, cuando llego a ir, muy de vez en cuando, todavía me encuentro con dos o tres personas que se acuerdan de mí y me llaman de esa forma.

Llegó el momento de las votaciones y llamaron a todos los participantes para que volviéramos al escenario, y estuviéramos presentes al momento de nombrar al ganador. Todos estábamos muy nerviosos y nos deseamos suerte con un apretón de manos. Fernando Galán señalaba a los concursantes y pedía al público que aplaudiera, según su gusto. La verdad es que era un poco difícil medir la intensidad de los aplausos, porque en casi todos los casos sonaba igual; o al menos eso me pareció. Cuando llegó el turno de que nos aplaudieran, todos estábamos muy ansiosos. Nos aplaudieron mucho, es verdad, pero de poco nos valió, pues no fue suficiente para conseguir el triunfo en aquella noche inolvidable. Quedamos tercer lugar, después del cantante de ópera y unos perritos amaestrados que pasaron al final.

VI


De nada sirvieron los aplausos y porras de nuestros amigos cuando salimos del teatro y nos subimos al camión, de vuelta al barrio. Íbamos en silencio, como si acabáramos de salir de un velorio y no de concursar en un programa de televisión. Edson nos pidió que no nos desanimáramos; que después de todo, así era el negocio de la música y que aquello no significaba nada. No habíamos ganado, cierto, pero miles de personas nos habían visto, y tarde o temprano aquella presentación rendiría sus frutos. Unos se rieron tristemente y hubo otro que aplaudió dos o tres veces como para darnos ánimo, pero nada más. Mi papá iba callado, sentado en el último asiento del camión, oculto tras el estuche de su trompeta. No habló con nadie en todo el camino. Ya ni hablar de celebrar a nuestro regreso. En cuanto entramos a la casa anunció a mis abuelos y a mi mama, que dejaba el grupo definitivamente.

─Ya estoy harto de soñar a lo pendejo, y recoger puros tepalcates.

Dos o tres días después, ya con mejor ánimo, la orquesta se reunió para volver a ensayar pero mi papá se mantuvo en lo dicho. No le importó que los demás le rogaran que no se fuera. De nada sirvió que Edson le hablara, primero, de la amistad que los unía: “Esto no se trata sólo de música o dinero, Ramón. Somos como una familia y tú te vas como si no te importara”; y que luego le advirtiera que, de ser así, jamás volvería a formar parte de la orquesta. Yo sentí como si el mundo se hubiera desmoronado por mi culpa. ¡Si tan solo hubiera sujetado con mayor fuerza aquellas malditas maracas! ¡Si tan solo me hubiera negado a participar con la orquesta! Después de todo, ¡un sueño me había revelado lo que iba a pasar! Viví con aquel dolor por varias semanas, hasta que mi papá habló conmigo y me explicó que yo no tenía la culpa de nada, que él ya no estaba contento de estar con un grupo que no iba a ningún lado, y que la presentación aquella había terminado por colmar su paciencia. Supongo que me sentí más tranquilo, aunque no por ello dejé de reprocharme cuando seis meses después nos enteramos de que habían contratado a la orquesta para tocar, por tres meses seguidos, en el prestigiado salón Foleys Berger, a un lado de la plaza Garibaldi.

Lo que vino a continuación todo mundo lo conoce. Aquella temporada le abrió la puerta al grupo para grabar su primer disco, que los lanzó al estrellato en unas cuantas semanas. Hicieron giras por Centro y Sudamérica, recorrieron los Estados Unidos, aparecieron cientos de veces en radio y televisión grabaron decenas de discos, compusieron cuatro o cinco canciones que llegarían a ser clásicos de la música mexicana, y se hicieron ricos.

Mi papá siguió en la música. Se quedó por el resto de su vida como segunda trompeta, en grupos que jamás lograron destacar y que se perdieron, sin rastro ni resonancia, en la cortina de humo del espectáculo. Tocó de todo y llegó a grabar uno o dos discos, pero su vida fue gris y, es triste decirlo tratándose de un músico, silenciosa. En cuanto a mí, crecí, estudié para contador, me metí a trabajar y me fui del barrio, me casé, tuve tres niños y comencé a hacerme viejo, demasiado pronto diría yo, pues ya hasta soy abuelo. Así pasa en esta ciudad: se encierra uno en el trabajo y en la familia, y deja ahí los mejores años, que pasan rápida y silenciosamente. Por eso le digo a mis hijos, hay que ponerse listos y aprovechar las oportunidades. Hay que pescarlas al vuelo y no dejarlas ir porque ya no vuelven, y luego el remordimiento no lo deja vivir a uno. Así le pasó a mi papá, que nunca se perdonó haber renunciado a la orquesta. Les tomó rencor. No volvió a hablar con ninguno de sus viejos compañeros, con todo y que habían sido grandes amigos, y le cambiaba al radio o a la televisión cada que los anunciaban. Supongo que debió causarle una gran amargura tener que aprenderse sus canciones por ser de las favoritas del público, y tocarlas cada noche dondequiera que se presentara.

Para colmo de ironías, muchos años después, cuando murió, la Orquesta Espartaco fue a tocar a su funeral. De los miembros originales, sólo quedaban Tony Peralta y Edson Domínguez, ya viejos los dos. Fue un encuentro extraño. Mi hermana Lola, que siempre ha sido liosa y que siempre le dio la razón en todo a mi papá, estuvo a punto de pedirles que se fueran, que nos dejaran llorar en paz, que el alma del difunto no descansaría mientras ellos estuvieran ahí. Supongo que en cierto modo tenía razón, pero todos estábamos demasiado abatidos para soportar aquello y ése no era momento para guardar rencores. Nos dieron un abrazo muy fuerte y sentido. Tony le dijo a mi mamá que nunca se habían olvidado de mi padre, y que para ellos era como si se les hubiera muerto un hermano. "Nos estamos acabando Margarita", le dijo Edson, "Ramón es el quinto que se va". Después montaron guardia al lado del féretro. Parecían sombras: silenciosos y encorvados, con los ojos marchitos y llorosos. Afuera ya habían conectado bocinas e instrumentos en medio de la calle, y en el momento en que salimos con el ataúd para meterlo a la carroza, se arrancaron con "Ave Fénix", la última canción que tocaron con mi papá.

Y yo no sé por qué la vida duele tanto
pero la vida quiere vida un día voy a renacer.

Aquella canción de desamor y renacimiento terminó de remover aquella herida, abierta hacía tantísimos años. Lloramos mucho. Durante el sepelio, en un acceso incontenible de dolor, mi hermana estuvo a punto de lanzarse a la fosa, pero su esposo y yo la sujetamos con fuerza y nos la llevamos para tranquilizarla y evitar que hiciera un locura. Cuando todo terminó y ya nos íbamos del panteón, Edson se me acercó y me dio una tarjeta con su número de teléfono. Estaba viejo y enfermo, y sin embargo no había perdido el aura, la simpatía que lo hacía brillar sobre el escenario. "Háblame por si necesitas algo. No te pierdas tu también, Resortitos". Esa fue la última vez que lo vi.

Poco después del novenario, Lola se llevó a mi mamá a vivir con ella, y no volvimos a pisar aquella casa donde crecimos. Pasó el tiempo, el dolor cedió a la resignación y retomamos el hilo de nuestras vidas. De esto hace tres años. Hace poco me enteré por el periódico de la muerte de Edson. Me arrepiento de no haberlo buscado. Me hubiera gustado mucho volverlo a ver, no para pedirle nada sino para platicar con él de estas cosas que traigo, y que a nadie más le importan porque nadie más las conoce; pero el pasado nos da miedo, tememos encontrarnos de frente con él, mirarlo a los ojos así de repente. Los recuerdos van añejando y se hacen más oscuros, más espesos y difíciles de enfrentar. Además, en esta ciudad uno siempre anda con prisa, preocupado por sus asuntos y sin tiempo de nada, y va dejando las cosas hasta que ya es demasiado tarde y no hay remedio.

Para Ana Lidia y mi familia de músicos

jueves, 23 de diciembre de 2010

Soy un hombre pero soy un niño


Soy un hombre pero soy un niño
Y no sé estar solo.
Necesito brazos que me estrechen,
canciones para dormir
y senos que me alimenten.

Soy un hombre pero soy un niño
Extranjero en este nombre,
perdido en este cuerpo;
recordando cada noche
la vida pasada
que dejé hace poco.

Soy un hombre pero soy un niño
Mi corazón ama y odia libremente,
mi mente vuela sin descanso,
porque soy muy pequeño
para mancharme las manos.

Soy un hombre pero soy un niño
Y mi mundo está poblado por dioses
que juegan y me hacen reír.
Dioses grandes y pequeños
que acompañan mi pequeña soledad
de incomprendido;
que están en todas partes,
que viven en todas las cosas
y que se esconden
cuando algún indiscreto
se asoma por la puerta.

Soy un hombre pero soy un niño
De mi boca fluyen palabras
como un río o aguacero de jóvenes estrellas
que nadie entiende todavía.