viernes, 31 de diciembre de 2010

La Orquesta Espartaco


I

Recuerdo aquellas tardes cuando mi papá se ponía a ensayar en la casa. Montaba su atril, sacaba su libro de partituras y se ponía a afinar su trompeta, que me parecía de lo más elegante: larga y esbelta, con su complicado mecanismo de túneles y pistones, encargados de transformar el aire y convertirlo en el sonido claro y luminoso que invadía la casa después de comer. No hacía caso de nada ni de nadie. Se quedaba ahí, practicando dos o tres horas las escalas y fraseos de aquella música recién llegada de Cuba y de Colombia, que en pocos meses se había vuelto la sensación de los centros nocturnos y salones de baile de la ciudad.

De miércoles a sábado, por las noches, mi papá se presentaba con su grupo en distintos cabarets del centro. Empezaban a tocar a las diez en punto y terminaban a las tres, cuatro o cinco de la mañana. Incluso había veces en que llegaba cuando mi hermana y yo ya nos íbamos a la escuela. Tocaba la ventana tres veces con sus llaves, antes de abrir la puerta, y nos preguntaba, en broma, qué hacíamos despiertos a esa hora. Nos daba un beso, y luego se sentaba a desayunar en silencio, mientras mi mamá le calentaba café y tortillas.

A lo largo de su vida, mi papá tocó con varias agrupaciones, siempre en el ambiente de la música tropical. Fue testigo del esplendor y ocaso de las grandes bandas y danzoneras, y le tocó vivir el periodo en que la cumbia y la salsa extendieron su sabroso imperio por todas las pistas de baile. No era un mal músico; su trompeta tenía un timbre característico, muy bonito, netamente tropical. Sin embargo nunca tuvo la ambición suficiente para salir adelante. Nunca ganó mucho dinero y jamás figuró como primera trompeta. La música nos dio de comer pero nada más, y a veces ni eso. Mi papá le echaba la culpa al destino, pues sin saberlo había dejado ir su única gran oportunidad, teniendo que arrastrar la cobija de ahí en adelante.

Y es que el primer grupo con el que tocó no era otro que la Orquesta Espartaco, aunque entonces no eran la leyenda que son ahora. En aquel tiempo sólo eran un grupo de muchachos que a fuerza de ensayos y empeño habían terminado por acoplarse musicalmente y tocar sin equivocarse, aunque de ahí no pasaban; o eso era lo que creían muchos. Lo cierto es que tenían talento y un estilo propio. Algunos de ellos, como bien sabemos, llegaron a ser excelentes ejecutantes: César Páez en la flauta transversa, Tony Peralta en los timbales, Paquito Manzo en el piano y Edson Domínguez en la voz principal. Este último era el director musical del grupo y fue él quien invitó a mi papá a unirse. Venía del sureste, de Ciudad del Carmen, y era un artista nato. Él era el centro, el núcleo que condensaba la energía de todos los demás instrumentos a la hora de generar la música. Era enorme como un refrigerador, y tenía el empuje de una máquina locomotora. Su anhelo era alternar con los grandes, como la Sonora Moctezuma, la Orquesta Paraíso o el Conjunto Pulso Tropical: grupos de marquesina y sonido brillante que ya grababan discos, llenaban teatros y ganaban dinero a manos llenas. Sabe Dios que podían lograrlo, y sin embargo, ya llevaban dos años juntos y no habían conseguido más que tocar en fiestas de barriada y algunos contratos fugaces para presentarse en dos o tres antros de mala muerte. Y es que en música no basta con el talento o el carisma; como en todo, hace falta tener conocidos.

Mis padres se conocieron muy jóvenes. Vivían en la misma colonia, en la González Garza, allá por la Central del norte. Ella era de un pueblo de Guanajuato y vivía con unos tíos suyos que tenían un molino de nixtamal, y que la corrieron de la casa al enterarse de que estaba embarazada de mi hermana Lola. Entonces mi papá no tuvo más remedio que casarse con ella y llevarla a vivir a casa de sus padres. Fue ahí donde mi hermana y yo nacimos y crecimos, amontonados con mis abuelos y mis tíos.

Al principio, mis abuelos no vieron con buenos ojos a mi mamá, que casi no hablaba y que era nerviosa e inexperta en casi todo lo de la vida. Mi abuelo era comerciante. Vendía trastes, licuadoras, espejos, toallas, bisutería, enciclopedias, perfumes. Lo que fuera. Pasaba casi toda la semana fuera de casa, siguiendo la ruta de los tianguis y las ferias. Trabajaba duro y tenía dinero pero muchos hijos que mantener, varones todos ellos. Era un hombre práctico, apegado a la realidad y a las necesidades, que veía con malos ojos la decisión de mi papá de dedicarse a la música. Se lo reprochaba casi a diario. "Estás viendo el temblor y no te hincas. Ya déjate de sueños, Ramón, y consíguete algo serio, que la vida pasa rápido, y tienes mujer e hijos que mantener".

Mi abuela, por su parte, no dejaba de pedir a mi padre que buscara trabajo de lo que fuera: de panadero, de albañil, de chofer, de matancero: "No importa que seas pobre, con que seas digno". Tampoco ella tenía buena opinión de los músicos. Ya había perdido un hijo en un accidente y le angustiaba perder otro, asesinado o ahogado de borracho en cualquier cabaret. La recuerdo bien. Era una especie de santa. Rezaba todo el tiempo: por la mañana, al mediodía, y ya por la noche, cuando todos se habían ido a dormir, se quedaba a solas en la oscuridad, echando bendiciones y susurrando oraciones interminables; pidiéndole a Dios que le diera a mi papá un trabajo decente y lo alejara de esa senda retorcida.

La cosa no iba mejor con mi mamá, que se quejaba de la falta de espacio e intimidad, y que urgía a mi papá para que nos fuéramos de ahí. A mi mamá tampoco le gustaba el ambiente en que mi papá se movía, lleno de vicios y mujeres fáciles, pero acabó resignándose a este tipo de vida y, como suele suceder en estos casos, encontró consuelo al dedicarse en cuerpo y alma a atender a sus hijos. La relación de mis papás nunca fue del todo buena. Ahora pienso, no sin dolor, que fueron las circunstancias y no el amor lo que los llevó a vivir juntos. Lo suyo fue un apuro constante desde el principio: sin dinero, a la sombra de mis abuelos y con la responsabilidad de dos hijos a cuestas. Casi no hablaban entre ellos y cuando lo hacían era sobre asuntos domésticos y la rutina de siempre. A veces, sin embargo, cuando mi papá se quedaba en casa, ella se sentaba junto a su lado y prendía la radio; entonces él le cogía la mano y la besaba. Aquel era el único gesto de ternura que se permitían, y así vivieron por más de cuarenta años.

A pesar de todo, tengo el recuerdo de una infancia feliz. Supongo que oía hablar a los adultos pero no entendía ni me importaban sus preocupaciones y tristezas. Yo de lo que me acuerdo es que viví rodeado de cariño, en una gran familia, con muchos niños de mi edad. Me gustaba mucho jugar futbol y leer historietas. Mis favoritas eran Los Supersabios y Vidas Ilustres. En época de lluvias iba a los charcos a capturar ajolotes con mis tíos y mis primos (que poco a poco fueron llegando al mundo, y que se quedaron a vivir en casa de mis abuelos al igual que nosotros). Me gustaba acompañar a mi abuela por las noches a comprar el pan y comérmelo con leche azucarada a la hora de la cena. También me gustaba quedarme a jugar hasta tarde los viernes por la noche y levantarme temprano al día siguiente, cuando todos dormían.

Desde siempre, la música fue una presencia mágica en mi vida. Me gustaba oír a mi abuelo cuando cantaba aquellas canciones tan tristes, como la de "Cotorrita de la suerte" o "La cama vacía", y a Raquel, la vecina, cuando cantaba la de "Ay, mamá Inés, qué bien te ves, todos los negros tomamos café..." mientras lavaba ropa en su patio. Me gustaban Cri-cri, Pedro Infante y Toña la Negra, y por supuesto me gustaba oír a mi papá tocar su trompeta por las tardes. Para mí era un héroe, un hechicero capaz de hacer brotar la música con su soplo encantado. Había veces en que nos llevaba a mi hermana y a mí a los ensayos de la orquesta, en casa de una tía de Edson. A mi hermana, que nunca le ha gustado estarse quieta, le aburría horrores sentarse a oír afinar los instrumentos, y luego repasar cada canción hasta el cansancio. En cambio, para mí aquello era como asomarme a un mundo nuevo, con sus propias leyes y su propio lenguaje por descifrar. Me gustaba ver la forma cuasi religiosa con que los músicos se preparaban para tocar; me gustaba oírlos hablar de notas, de ritmo y de armonías. Me encantaba verlos en lo suyo, concentrados, con la mente y el corazón puestos en la música, como almas suspendidas sobre las ondas de una canción, y en mi alma infantil abrigaba el deseo de formar parte de todo aquello.

II


Nunca olvidaré cuando mi papá me llevó a tocar con la Orquesta Espartaco a un programa de televisión. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Fue el 12 noviembre de 1959. En ese entonces tenía ocho años. Edson Domínguez había inscrito al grupo en el programa "Arte y destrezas", que se transmitía desde el Teatro Atenas, los domingos de ocho a nueve de la noche, y que conducía Fernando Galán. Una hora en la que desfilaban cantautores, grupos musicales, comediantes, malabaristas y todo tipo de talentos en busca de la fama recién inaugurada por la televisión. El premio era de cincuenta pesos de aquel tiempo, y la posibilidad de ser descubierto por el dueño de un centro nocturno o algún productor discográfico. Fue a mi papá a quien se le ocurrió llevarme de mascota y a Edson le encantó la idea. Yo, por supuesto, jamás había tocado un instrumento, pero los del grupo supusieron que, siendo hijo de músico, tendría una propensión natural para el ritmo y la armonía, y con eso bastó para que pensaran que haría un buen papel si me daban unas maracas y me presentaban como uno más de la orquesta.

Recuerdo que estábamos cenando en la cocina cuando mi papá entró y le dijo a mi mamá: "Chabela, consíguele un traje a Néstor porque el próximo domingo va a salir con nosotros en el programa de Fernando Galán".
Todos pelamos tamaños ojos. Mi abuela meneó la cabeza y preguntó con su voz marchita y sensata:
─¿Y cómo le vas a hacer Ramón, si Néstor no sabe música?
─No hace falta mamá ─repuso mi papá. ─Este muchacho lleva la música en la sangre, ¿verdad Néstor? Además, las maracas son muy fáciles de tocar. Cualquiera puede, hasta yo... ─y me guiñó un ojo.
Yo me puse muy nervioso. No podía creer que fuera a tocar con la orquesta y menos que fuéramos a salir en televisión.
─No sé papá. Tengo miedo de equivocarme.

Él me dijo que no debía ponerme nervioso, que era muy sencillo y que lo único que debía hacer era no perder el ritmo mientras durara la canción.

─Y aparte ─añadió ─No vas a estar solo. Los muchachos y yo vamos a estar contigo.
Mi mamá le llevó un plato de frijoles y dos tortillas bien requemadas, como a él le gustaban. Como de costumbre, mi hermana y yo nos quedamos viéndolo comer en silencio mientras mi abuelo le advertía del ambiente envenenado de la música, y le aconsejaba por enésima vez que mejor se metiera de policía o soldado, donde al menos gozaría de un sueldo fijo para hacerse de un patrimonio y mantener a su familia.

En la casa se hizo una pequeña conmoción. Tal como pidió mi papá, mi mamá me llevó con el sastre para que me tomara medidas y me hiciera un traje blanco, igual a los de la orquesta. Mi abuela le reprochó a mi papá que se gastara lo que no tenía y rezó a Dios y a la virgen con la esperanza de que me disuadieran de seguir los pasos de mi progenitor.

Mi papá me enseñó algunos ritmos básicos con las maracas. Me dijo que mi papel era tan importante como el de cualquier otro instrumento de la orquesta; que lo principal era dejarme llevar por la fuerza de la música y no perder el ritmo. Se le veía muy emocionado. Veía en aquel evento el golpe de suerte que daría proyección a su carrera y que nos sacaría de pobres. La noche antes de la presentación, le prendió dos veladoras a Santa Cecilia, patrona de los músicos, y se sentó en el sillón para dar brillo a su trompeta. Estuvo un buen rato limpiándola hasta que quedó reluciente. Se gastó treinta pesos en mandar a la tintorería su traje blanco y le dio a mi mamá otro tanto para que hiciera una pequeña cena de celebración cuando volviéramos del programa.

Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Me emocionaba la idea de asomarme a aquel mundo desconocido y prometedor de la fama y que todos mis amigos me vieran por televisión, aunque también me ponía nervioso la posibilidad de equivocarme y echarlo todo a perder. Cuando por fin pude dormir, soñé que mi papá era como un niño pequeño que se caía de un triciclo y empezaba a llorar desconsolado. Yo lo veía y me angustiaba mucho, pues había gente viéndonos y temía que alguien me echara la culpa de lo sucedido; y mientras, mi papá seguía en el suelo sin dejar de llorar y sin poder levantarse. Desperté muy asustado, sudando y con el corazón latiendo fuertemente.

Para entonces, ya todos mis amigos de la colonia sabían que saldría en televisión. “Nos mandas saludos Néstor, no se te vayan a subir los humos o te los bajamos a chingadazos". Tampoco faltó el chamaco precoz que me pidió el autógrafo de Cindy, la hermosa morena que llevaba a los participantes hasta el escenario.

La tarde pasó como un suspiro. Mi papá pasó por mí a las cinco y media. Parecía estrella de cine, con su traje color blanco, sus zapatos de charol y el pelo envaselinado. Afuera esperaba el resto del grupo, montados en un viejo camión que le habían prestado a Edson, todos muy bien arreglados y de excelente humor. Se fueron bromeando todo el camino. Se querían mucho. La música había unido sus almas, y la mayoría estaba en aquella edad en que no se tienen compromisos, hay tiempo de sobra y uno da todo por los camaradas. Paquito Manzo me dijo que él conocía a Cindy, y que me la iba a presentar, pero pensé que estaba presumiendo y no le creí nada.

Esa vez, casi todos los de la colonia se juntaron para vernos por televisión. Por esos años no había mucha gente que tuviera uno de estos aparatos. Eran un artículo de lujo. En la colonia, el único que tenía era el señor Gudillo, dueño de la carnicería. Era un mueble enorme, parecido a un tocador, con su gran pantalla de vidrio oscuro, sus bocinas recubiertas de tela dorada y su juego de botones y perillas como las de un vehículo espacial. Sus hijas sacaban el aparato al patio de su casa cuando había un partido importante de futbol o en cualquier otro evento de relevancia para la opinión pública del barrio. Cobraban la entrada a cincuenta centavos. Ponían sillas, vendían refrescos, cervezas y taquitos de tripa y suadero. También llevamos nuestra porra: primos, novias y compadres que se fueron con nosotros para darnos ánimos a la hora de concursar.

III

El ambiente de la televisión me pareció de lo más extraño. Tras bambalinas todo era un ir y venir de técnicos y tramoyistas. Daba la impresión de que estaba ocurriendo algo importantísimo y urgente porque todos tenían prisa y hablaban casi a gritos. Un muchacho nos dio una ficha con nuestro turno y nos pidió hacer fila a lo largo de un pasillo detrás del escenario. Nos tocó el número siete; casi al último. A algunos nos les gustó esto, pero Edson, que tenía fama de supersticioso y hasta de brujo, nos dijo que no nos preocupáramos porque aquélla era una buena señal, y que los santos estaban de nuestro lado.

Fernando Galán resultó ser menos alto de lo que creía. Los de mi edad seguro lo recuerdan: delgado, canoso y de aspecto impecable. Salió por una puerta, a mitad del corredor, acompañado por su secretario, y saludó de mano a todos los concursantes, deseándonos suerte. Su rostro era como una máscara y sus modales eran finos y delicados como los de una mujer. Cuando me vio me preguntó: “¿Y cuál es tu talento, pequeño Mozart?”. Mi papá se adelantó a contestar, dijo que yo era uno más del grupo, y que tocaba las maracas. Sentí mucho orgullo de que se refiriera a mí como parte de la orquesta y a la vez muchos nervios, y es que después de todo uno no se hace músico de la noche a la mañana: hay que subirse muchas veces a un escenario para conseguirlo, hacen falta muchas horas de práctica para tocar un instrumento sin equivocarse y hacerlo brillar, y yo no era más que un advenedizo que no había ensayado sino unas pocas veces, y que de momento no merecía estar ahí. Juré en ese momento que dedicaría todas mis fuerzas a convertirme en músico y ser digno de presentarme frente al público.

En esas estábamos cuando apareció Cindy. Iba vestida con una especie de bañador recubierto de lentejuelas azules. Era extraordinariamente bella: alta, mulata, de piernas largas y bonitas. Parecía de otro país. Paquito Manzo fue y la saludó con un beso en la mejilla. Ella se alegró mucho de verlo. ¡Y yo que no le había creído cuando me dijo que la conocía! Hablaron un momento, y después él la cogió por la cintura y la llevó adonde yo estaba.

─Mira Cindy, te presentó a uno de tus más fieles admiradores ─y luego, señalándome ─Néstor Estrada, nuestro nuevo maraquero y futuro señor de las percusiones. Néstor, te presento a mi amiga, la incomparable Cindy.

─Hola cariño ─me dijo con una voz muy tierna, y se agachó para darme un beso ─Oye, qué muchachito tan guapo. Debes tener muchas novias, ¿verdad?
No supe qué contestar y me limité a sonreír como un tonto.
─No te preocupes, bombón, todavía eres muy niño pero cuando crezcas vas a conquistar a todas con tu sonrisa y tu talento.
Me pareció que hablaba como si acabara de despertarse.
─Adiós. Voy a desearte mucha, mucha suerte cuando pases a tocar. Te veo al rato. No te vayas sin despedirte, cielo.
Me dio otro beso y se fue al escenario con Fernando Galán, dejando una estela de perfume.

Momentos después, uno de los técnicos contó: 5, 4, 3, 2... Del otro lado del pasillo se oyeron aplausos, y la voz del conductor saludando al público con aquella famosa frase de: “Todos somos estrellas. No olviden brillar intensamente”. Entonces sí que nos pusimos nerviosos. Edson nos dijo que el concurso era pan comido, que aquel escenario era igual a cualquier otro, y que sólo debíamos salir y tocar como siempre.

Pasó el primer concursante. Era un cantante de ópera que interpretó un aria en francés. Todos le deseamos suerte. Ya en el escenario, dijo que quería el premio para ayudar a su mamá que estaba enferma de los riñones. Tenía una voz grave y poderosa. No entendí nada de lo que cantó, pero esto no importa ya que lo hizo desde el fondo de su alma y el público, conmovido, estalló en aplausos. Fue ahí cuando sentí por primera vez sentí la fuerza intimidante de aquella marea breve, dorada y uniforme. A continuación fueron pasando los demás participantes: un mago que partió a Cindy por la mitad y convirtió el reloj de Fernando Galán en paloma blanca, tres indios huastecos que cantaban, imitando a ciertos pájaros selváticos, un titiritero capaz de maniobrar y dar vida, él solo, a toda una ciudad de marionetas... A mí me pareció que todos eran extraordinarios, aunque como siempre pasa, al público le gustaron unos más que otros. ¿Qué se la va a hacer si en este tipo de concursos sólo puede haber un ganador? El público es así: él decide quién le gusta y quién no, y no discute con nadie sus opiniones porque en gustos nadie puede tener la razón.

Fue entonces que me acordé de mi sueño y se me hizo un nudo en el estómago.

IV


Cuando llegó nuestro turno, Cindy me tomó de la mano y pidió a los demás que la siguieran. Salimos al escenario y la porra emocionada nos saludó con un fuerte aplauso. Me sentí desamparado en aquella inmensidad de teatro e instintivamente busqué a mi papá con la mirada. Estaba casi detrás de mí, de pie con los demás instrumentos de viento. Se veía muy contento y orgulloso, recibiendo aquellos aplausos junto a sus demás compañeros. Por mi parte, no sé qué me puso más nervioso, si todo aquel público o ver a las cámaras de televisión, que se movían de un lado a otro del proscenio, apuntándome con su lente misteriosa.

Edson había decidido que aquella ocasión iban a tocar una canción que él y Paquito Manzo acababan de componer, y que no era otra que “Ave Fénix”. No necesito hablar de ella porque ahora todo mundo la conoce y la ha bailado alguna vez, con sus compases bien marcados, su melodía lánguida, su letra de desamor y su estribillo pegajoso. Entonces nadie la conocía, aunque desde el principio Edson y Paquito supieron que aquello iba a ser un éxito. Sólo la habían tocado en dos o tres ensayos, pero como ya desde entonces eran músicos muy rifados y con mucha intuición, se animaron a estrenarla esa vez y anunciar al mundo el nacimiento de una nueva estrella en el firmamento de la música tropical.

Mi papá me había dicho que esperara a que el piano y las claves dieran la introducción y entrar bien alineadito con el resto de los instrumentos. Ya habíamos ensayado un par de veces. En realidad, mi parte era muy sencilla, y el sonido de mis maracas pasaba casi desapercibido, escondido en la bullanga de los demás instrumentos. De cualquier manera, mi papá me dijo una y otra vez que debía mantener el ritmo durante los tres minutos y medio que duraba la canción, y no soltarlo por nada del mundo. “El ritmo”, me decía, “es el camino que deben recorrer los demás instrumentos. Es muy importante no adelantarse ni quedarse atrás; entender que en la música todo tiene su tiempo exacto, y que nada debe ocurrir ni antes ni después”.

Edson se puso frente a nosotros, marcó el compás y empezamos. Recuerdo perfectamente el momento en que detrás de mí vibraron los acordes del piano, elegantes y llenos de sonido, como un gigante masticando notas de oro. Los demás entramos poco después, todos al mismo tiempo, bien cuadraditos. El bajo resonaba, grave y profundo, como si viniera del fondo del mar,
las trompetas cantaban a una sola voz espléndida; resoplaban los trombones, roncaban los saxofones, redoblaban los timbales, y en primer plano, por encima de toda aquella orquestación, se escuchaba al gran César Paez en la flauta transversa, dulce y brillante como un diamante invisible. Edson tomó el micrófono con las dos manos, lo acercó a su boca y comenzó a cantar, con los ojos cerrados y aquella voz inconfundible que todavía hoy me eriza la piel:

Me traicionaste en el momento decisivo
cuando yo más te quería;
me abandonaste y un cometa vagabundo
destruyó mi corazón.

Ahora sé que si te fuiste fue por algo;
la primavera está muy lejos pero un día llegará.

Paso las noches desvelado en mi ventana,
contemplando las estrellas;
bajo mis ojos relucientes parpadea
indiferente la ciudad.

Y yo no sé por qué la vida duele tanto,
pero la vida quiere vida y un día voy a renacer.

Porque el amor es rey caprichoso
porque el amor es un mar sin fondo
donde naufraga sin remedio el corazón.

V

Durante el pasaje instrumental, los nervios, la falta de experiencia y de soltura me hicieron perder el ritmo y las maracas resbalaron de mis manos. Era de esperarse, siendo yo un principiante. En música uno sólo debe dejarse ir y no pensar en nada, pero me sentí extraviado en medio de aquella selva sonora y me ahogué a mitad de la canción. Las maracas se estrellaron contra el suelo y se hicieron añicos. Sentí como si el mundo entero, la música toda, se hubiera paralizado por culpa mía. Lo peor es que no fue así: los músicos no dejaron de tocar y el tiempo siguió corriendo. Me vi en medio del escenario, ante las cámaras, frente a toda esa gente y sin saber qué hacer. Me sentí desnudo sin el apoyo del instrumento. Voltee a ver a mi papá pero él estaba en lo suyo, y sólo me hizo señas de que siguiera como si nada hubiera pasado. Lo único que se me ocurrió fue ponerme a bailar.

Igual no sabía mucho de baile, pero el ritmo me llevó de la mano. Los de la colonia comenzaron a aplaudir para darme ánimos y el resto de la gente, que estaba muy contenta con mi numerito, hizo lo mismo. Hasta hubo gente que se paró a bailar y otros que desde su lugar, seguían el ritmo con el pie. De reojo vi que mi papá y los demás se reían de la ocurrencia. Aquella reacción del público fue para ellos la señal que esperaban y atacaron la parte final con la certeza de quien ha llegado a buen puerto y tiene la canción en sus manos:

Solía pensar que había aprendido
por algunos de los hechos de mi vida,
y ahora me siento tan perdido como un niño
que no encuentra a sus papás.

Soy como un barco que no tiene dirección.
Pero la vida siempre es dura con quien sale a navegar.

Porque el amor es rey caprichoso,
y aunque el amor es un mar sin fondo,
el corazón sigue latiendo hasta el final,
el corazón sigue latiendo hasta el final,
el corazón sigue latiendo hasta el final.

El contratiempo de Tony Peralta marcó el clímax, y juntos, las trompetas y trombones tendieron un largo puente entre la soledad oceánica del músico y el final de la canción, que llegó preciso y sin mayor dificultad. ¡Qué alivio se siente al terminar una canción!

El público aplaudió generoso. De veras que habíamos puesto el gran ambiente. Fernando Galán volvió al escenario, sonriendo.
─¡Demos otro fuerte aplauso a la Orquesta Espertaco, que toca muy bien; especialmente para su maraquero, que baila muy bonito!

Mi papá me indicó con señas que hiciera una caravana y el público volvió a aplaudir. Comenzaba a gustarme aquello. Fernando Galán me felicitó por mi valor en el escenario y me dijo que me había ganado una caja de chocolates de una de las marcas patrocinadoras del programa. Ya tras bambalinas todo era expectación. Estábamos seguros de que íbamos a ganar. Hasta mi papá, que normalmente estaba serio e insatisfecho con su modo de tocar, lucía feliz y confiado. Me dijo que había estado muy bien en el escenario y que estaba muy orgulloso de mí, que todo era cosa de practicar y que en poco tiempo estaría yo listo para compartir el escenario con ellos, como uno más de la orquesta. Todos estaban de muy buen humor. Esa noche los del grupo me rebautizaron como “Resortitos”, y desde entonces me llamaron así en la colonia. Incluso hoy, cincuenta años después, cuando llego a ir, muy de vez en cuando, todavía me encuentro con dos o tres personas que se acuerdan de mí y me llaman de esa forma.

Llegó el momento de las votaciones y llamaron a todos los participantes para que volviéramos al escenario, y estuviéramos presentes al momento de nombrar al ganador. Todos estábamos muy nerviosos y nos deseamos suerte con un apretón de manos. Fernando Galán señalaba a los concursantes y pedía al público que aplaudiera, según su gusto. La verdad es que era un poco difícil medir la intensidad de los aplausos, porque en casi todos los casos sonaba igual; o al menos eso me pareció. Cuando llegó el turno de que nos aplaudieran, todos estábamos muy ansiosos. Nos aplaudieron mucho, es verdad, pero de poco nos valió, pues no fue suficiente para conseguir el triunfo en aquella noche inolvidable. Quedamos tercer lugar, después del cantante de ópera y unos perritos amaestrados que pasaron al final.

VI


De nada sirvieron los aplausos y porras de nuestros amigos cuando salimos del teatro y nos subimos al camión, de vuelta al barrio. Íbamos en silencio, como si acabáramos de salir de un velorio y no de concursar en un programa de televisión. Edson nos pidió que no nos desanimáramos; que después de todo, así era el negocio de la música y que aquello no significaba nada. No habíamos ganado, cierto, pero miles de personas nos habían visto, y tarde o temprano aquella presentación rendiría sus frutos. Unos se rieron tristemente y hubo otro que aplaudió dos o tres veces como para darnos ánimo, pero nada más. Mi papá iba callado, sentado en el último asiento del camión, oculto tras el estuche de su trompeta. No habló con nadie en todo el camino. Ya ni hablar de celebrar a nuestro regreso. En cuanto entramos a la casa anunció a mis abuelos y a mi mama, que dejaba el grupo definitivamente.

─Ya estoy harto de soñar a lo pendejo, y recoger puros tepalcates.

Dos o tres días después, ya con mejor ánimo, la orquesta se reunió para volver a ensayar pero mi papá se mantuvo en lo dicho. No le importó que los demás le rogaran que no se fuera. De nada sirvió que Edson le hablara, primero, de la amistad que los unía: “Esto no se trata sólo de música o dinero, Ramón. Somos como una familia y tú te vas como si no te importara”; y que luego le advirtiera que, de ser así, jamás volvería a formar parte de la orquesta. Yo sentí como si el mundo se hubiera desmoronado por mi culpa. ¡Si tan solo hubiera sujetado con mayor fuerza aquellas malditas maracas! ¡Si tan solo me hubiera negado a participar con la orquesta! Después de todo, ¡un sueño me había revelado lo que iba a pasar! Viví con aquel dolor por varias semanas, hasta que mi papá habló conmigo y me explicó que yo no tenía la culpa de nada, que él ya no estaba contento de estar con un grupo que no iba a ningún lado, y que la presentación aquella había terminado por colmar su paciencia. Supongo que me sentí más tranquilo, aunque no por ello dejé de reprocharme cuando seis meses después nos enteramos de que habían contratado a la orquesta para tocar, por tres meses seguidos, en el prestigiado salón Foleys Berger, a un lado de la plaza Garibaldi.

Lo que vino a continuación todo mundo lo conoce. Aquella temporada le abrió la puerta al grupo para grabar su primer disco, que los lanzó al estrellato en unas cuantas semanas. Hicieron giras por Centro y Sudamérica, recorrieron los Estados Unidos, aparecieron cientos de veces en radio y televisión grabaron decenas de discos, compusieron cuatro o cinco canciones que llegarían a ser clásicos de la música mexicana, y se hicieron ricos.

Mi papá siguió en la música. Se quedó por el resto de su vida como segunda trompeta, en grupos que jamás lograron destacar y que se perdieron, sin rastro ni resonancia, en la cortina de humo del espectáculo. Tocó de todo y llegó a grabar uno o dos discos, pero su vida fue gris y, es triste decirlo tratándose de un músico, silenciosa. En cuanto a mí, crecí, estudié para contador, me metí a trabajar y me fui del barrio, me casé, tuve tres niños y comencé a hacerme viejo, demasiado pronto diría yo, pues ya hasta soy abuelo. Así pasa en esta ciudad: se encierra uno en el trabajo y en la familia, y deja ahí los mejores años, que pasan rápida y silenciosamente. Por eso le digo a mis hijos, hay que ponerse listos y aprovechar las oportunidades. Hay que pescarlas al vuelo y no dejarlas ir porque ya no vuelven, y luego el remordimiento no lo deja vivir a uno. Así le pasó a mi papá, que nunca se perdonó haber renunciado a la orquesta. Les tomó rencor. No volvió a hablar con ninguno de sus viejos compañeros, con todo y que habían sido grandes amigos, y le cambiaba al radio o a la televisión cada que los anunciaban. Supongo que debió causarle una gran amargura tener que aprenderse sus canciones por ser de las favoritas del público, y tocarlas cada noche dondequiera que se presentara.

Para colmo de ironías, muchos años después, cuando murió, la Orquesta Espartaco fue a tocar a su funeral. De los miembros originales, sólo quedaban Tony Peralta y Edson Domínguez, ya viejos los dos. Fue un encuentro extraño. Mi hermana Lola, que siempre ha sido liosa y que siempre le dio la razón en todo a mi papá, estuvo a punto de pedirles que se fueran, que nos dejaran llorar en paz, que el alma del difunto no descansaría mientras ellos estuvieran ahí. Supongo que en cierto modo tenía razón, pero todos estábamos demasiado abatidos para soportar aquello y ése no era momento para guardar rencores. Nos dieron un abrazo muy fuerte y sentido. Tony le dijo a mi mamá que nunca se habían olvidado de mi padre, y que para ellos era como si se les hubiera muerto un hermano. "Nos estamos acabando Margarita", le dijo Edson, "Ramón es el quinto que se va". Después montaron guardia al lado del féretro. Parecían sombras: silenciosos y encorvados, con los ojos marchitos y llorosos. Afuera ya habían conectado bocinas e instrumentos en medio de la calle, y en el momento en que salimos con el ataúd para meterlo a la carroza, se arrancaron con "Ave Fénix", la última canción que tocaron con mi papá.

Y yo no sé por qué la vida duele tanto
pero la vida quiere vida un día voy a renacer.

Aquella canción de desamor y renacimiento terminó de remover aquella herida, abierta hacía tantísimos años. Lloramos mucho. Durante el sepelio, en un acceso incontenible de dolor, mi hermana estuvo a punto de lanzarse a la fosa, pero su esposo y yo la sujetamos con fuerza y nos la llevamos para tranquilizarla y evitar que hiciera un locura. Cuando todo terminó y ya nos íbamos del panteón, Edson se me acercó y me dio una tarjeta con su número de teléfono. Estaba viejo y enfermo, y sin embargo no había perdido el aura, la simpatía que lo hacía brillar sobre el escenario. "Háblame por si necesitas algo. No te pierdas tu también, Resortitos". Esa fue la última vez que lo vi.

Poco después del novenario, Lola se llevó a mi mamá a vivir con ella, y no volvimos a pisar aquella casa donde crecimos. Pasó el tiempo, el dolor cedió a la resignación y retomamos el hilo de nuestras vidas. De esto hace tres años. Hace poco me enteré por el periódico de la muerte de Edson. Me arrepiento de no haberlo buscado. Me hubiera gustado mucho volverlo a ver, no para pedirle nada sino para platicar con él de estas cosas que traigo, y que a nadie más le importan porque nadie más las conoce; pero el pasado nos da miedo, tememos encontrarnos de frente con él, mirarlo a los ojos así de repente. Los recuerdos van añejando y se hacen más oscuros, más espesos y difíciles de enfrentar. Además, en esta ciudad uno siempre anda con prisa, preocupado por sus asuntos y sin tiempo de nada, y va dejando las cosas hasta que ya es demasiado tarde y no hay remedio.

Para Ana Lidia y mi familia de músicos

jueves, 23 de diciembre de 2010

Soy un hombre pero soy un niño


Soy un hombre pero soy un niño
Y no sé estar solo.
Necesito brazos que me estrechen,
canciones para dormir
y senos que me alimenten.

Soy un hombre pero soy un niño
Extranjero en este nombre,
perdido en este cuerpo;
recordando cada noche
la vida pasada
que dejé hace poco.

Soy un hombre pero soy un niño
Mi corazón ama y odia libremente,
mi mente vuela sin descanso,
porque soy muy pequeño
para mancharme las manos.

Soy un hombre pero soy un niño
Y mi mundo está poblado por dioses
que juegan y me hacen reír.
Dioses grandes y pequeños
que acompañan mi pequeña soledad
de incomprendido;
que están en todas partes,
que viven en todas las cosas
y que se esconden
cuando algún indiscreto
se asoma por la puerta.

Soy un hombre pero soy un niño
De mi boca fluyen palabras
como un río o aguacero de jóvenes estrellas
que nadie entiende todavía.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Más valdría ser árboles


¿A qúién persiguen todos estos coches
que se lanzan por la avenida a gran velocidad?
¿Por qué esta prisa feroz?
¿Por qué ir detrás del polvo,
en pos del desastre?

A veces pienso
que más nos valdría ser árboles
longevos y pacientes,
sin sueños y sin ideas,
sin miedos, ni pasiones ni culpas
en nuestro corazón de savia;
sólo la luz del sol,
el rumor del viento,
el silencio de la noche
y la voz de los pájaros galácticos;
vivir abrazados a la tierra
y a los siglos;
tener mil juventudes
y envejecer mil veces,
mudos, ciegos,
e inocentes;
para renacer al año siguiente
siempre en el mismo lugar.

*Crédito de la imagen: Ansel Adams

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Lagomorfosis



Capítulo IV. Las lunas de Marte

Y yo que te deseo a morir
¡Qué importa! Ésta es la última vez...


Sin decir una palabra, Rabales y Lupita fueron hasta la improvisada pista y comenzaron a bailar. Es cierto que el nuevo cuerpo de Rabales representaba un inconveniente, pero esto no lo iba a detener. Después de todo, era un argonauta de la noche, un salsero consumado e hijo predilecto de la madre cumbia. Cogió a Lupita del talle, firme pero delicadamente, y la llevó por la pista con el ímpetu y destreza de un bailarín experto, marcando el ritmo con sus largas orejas.

Dicen, y dicen bien, que la música puede resucitar a un muerto. Los sabrosos acordes pusieron a bailar y a reír a más de uno, y la cachondez, desterrada hacía mucho de las relaciones laborales en aquel recinto, emergió naturalmente.

El inexplicable retraso de los directivos permitió por primera vez que los empleados se sintieran libres de ser ellos mismos. Bastaron dos cubas y tres canciones para que la licenciada Silvina Castellón, la jefa de Recursos Humanos, con fama de déspota e impasible, se pusiera a hablar de ropa con su secretaria y aceptara bailar una pieza con don Genaro, el recepcionista en turno, quien notó que la licenciada tenía el rostro encendido, que era buena bailarina y que sus senos eran firmes y redondos.

Tomasito sacó a bailar a Stéphanie, la bella francesa de ojos azules que trabajaba en Inteligencia de mercados. Nunca antes se habían dicho más que el saludo, pero aquella vez, la chica no sólo aceptó bailar con Tomasito de buena gana sino que además lo hizo muy bien. Cuando volvió a sentarse, muchos advirtieron que no se avergonzaba de enseñar los muslos y sus calzones de encaje por entre la falda. Esto despertó un entusiasmo casi adolescente en varios empleados.

Pero lo que llamó más la atención fue ver bailar a Rabales y Lupita, que no daban tregua a sus pies. Aquel enorme conejo y su pareja bizca eran como una alucinación. El mismo Rabales no terminaba de creer lo que estaba sucediendo. Lejos de hacerse más torpe, su cuerpo comprendía el ritmo y respondía con gran agilidad y cadencia. Encontró además que, pese a los años, Lupita tenía lo suyo, y ella por su parte rejuveneció treinta años, transportada al pasado por la misteriosa marea del baile. Cuando empezaron las calmadas, recargó suavemente su cabeza sobre el hombro de Rabales, vencida por la cosquilla suavecita e insidiosa que le subía de la espalda a la nunca.

Al terminar la pieza, varios de los empleados aplaudieron y la pareja fue a servirse un trago.
Pero ahora que habían dejado de bailar, Rabales volvió a sentirse abrumado por sus antiguas aflicciones.
─Quisiera estar solo un momento. Anda, que yo volveré a buscarte.

Un poco confundida, Lupita fue a sentarse junto a una amiguita suya del tercer piso.
─Me siento como Alicia en el país de las maravillas ─le comentó.
─Oye, ¿y quién es tu galán? ─preguntó su amiga, mientras le servía más licor.
─No sé, su voz se me hace familiar...lo averiguaré más tarde, cuando nos quitemos las máscaras.

Después extendió su vaso en dirección a Rabales y brindó.
─¡Ave, conejo!

Todos rieron de la ocurrencia. Rabales bebió su whisky de un solo trago y volvió a hundirse en sus adentros. En el fondo, albergaba la esperanza de que su transformación fuera algo reversible, y que a la mañana siguiente todo volvería a la normalidad; que toda aquella experiencia se borraría y quedaría atrás, como un mal sueño o un episodio vergonzoso que, para nuestro alivio, se va quedando atrás en el curso de nuestras vidas. Sin embargo, la posibilidad de que su metamorfosis fuera definitiva, no dejaba de rondar en su mente, despertando las más amargas suposiciones. Si así fuera, ¿qué pasaría de ahora en adelante? ¿Qué ocurriría con su trabajo? ¿Cómo iba a vivir así con su familia? ¿Qué dirían sus hijos? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se descubriera que no era una botarga sino una horrible transformación y se viera acosado por la sociedad?

Y sin embargo, una voz dentro de él le decía que después de todo, no estaría mal quedarse así. De algún modo aquello representaba un renacer, una segunda oportunidad, un nuevo y extraño camino que ponía la Providencia frente a él para escapar y no volver jamás, para clausurar su antigua existencia y empezar de nuevo.

Miró a su alrededor. La fiesta seguía. Ya nadie se acordaba del contador Gaudencio Rabales, tan agrio y melancólico, tan ineficiente y lleno de problemas.
“Quizás sería lo mejor. Dejarse llevar y no volver...”

En esas estaba cuando alguien le tocó el hombro. Era Olivia Valladares.
─Dime, linda.
─Los directivos no llegan. El licenciado quiere verlo.

De todos los asistentes a la fiesta, el único que no la estaba pasando bien era Ricardo Haces. El inexplicable retraso de los directivos lo había puesto muy tenso y constantemente le pedía a Olivia que llamara por teléfono para saber qué había pasado. Ésta les llamó un par de veces pero ninguno de ellos contestó. Entonces el licenciado, viendo que la celebración que tan afanosamente había preparado para regocijo de sus jefes se venía abajo, se encabronó de veras. Además, Olivia estaba un poco rara, como distante y evasiva.

─Esto ya valió madre ─dijo, y luego, señalando a los empleados, que por primera vez reían y se comportaban como gente de carne y hueso ─Míralos, se comportan como animales.

En eso vio al conejo, que no había dejado de servirse de la botella, y lo mandó llamar.

─¿Y para qué quiere verme? ─dijo Rabales, arrastrando la lengua ─¿Quiere que se los traiga o qué?
─No sea usted, grosero ─replicó Olivia ─¿No ve que todo salió mal? Algo habrá que hacer para salvar la fiesta.
─Pues como no sea mandar traer más pomos, porque esto era un cementerio y hoy hemos vuelto a la vida. ¿O qué? ¿Cómo te la estás pasando?
─Yo bien, pero si supiera cómo es mi jefe.
Rabales fingió demencia y se acercó un poquito más. La luz del deseo se encendió como un enorme reflector en su cabeza. Siempre pensaba en sexo, sobre todo cuando se embriagaba y estaba lejos de su esposa.
─¿Cómo dices que es, linda?
Y le ofreció una cuba cargadita.
─Pues, es que quiere siempre quedar bien con todos y a mí me trae corriendo como cucaracha, tratando de tener a todos contentos; pero como eso no se puede, siempre se enoja y la agarra contra mí.
Pasó un rato y la charla entre los dos siguió. Rabales no reveló su identidad y Olivia, pensando que se trataba de alguien ajeno a la oficina, confesó lo mucho que le molestaba su jefe, tratando de controlar todo y a todos, enojado siempre y sin una pizca de buen humor.
─Mghhhhh…¿y qué piensas hacer, linda?
Y chocó su vaso con el de ella, como si con ello sellara una especie de pacto etílico.
─Pues no sé, supongo que me da miedo quedarme sin trabajo, y además…
¿Además? ¡De modo que los rumores eran ciertos: ella y Ricardo Haces eran amantes!
─¿O sea que tú y él…?
Pero Olivia siguió hablando, como si por fin se hubiera decidido desahogarse y no quisiera dar marcha atrás.
─¿Sabes? A veces pienso que el amor es como una enfermedad del cuerpo y de la mente…
─"¡Fuego helado! ¡Hielo que arde!" ─exclamó Rabales, que se sabía de memoria algunos versos de Romeo y Julieta.
─Hace una puras pendejadas. Te enamoras de hombres que no valen la pena, te involucras en relaciones que no te llevan a ningún lado.
Rabales pensó entonces que sí, que Olivia era doblemente estúpida por entregarse a aquel hombre y por esperar algo de él, que llevaba veintitantos años de casado y había vendido su alma a la empresa. “Sin embargo”, se dijo, “las mujeres son así: todas esperan algo, todas quieren atraparte, todas sueñas con matrimonio. Pobres necias”.

Pero a decir verdad, esto ya no le importaba mucho. Hacía rato que no quitaba la vista del amplio escote de aquella mujer tan atractiva. Miraba con insistencia sus senos que, aunque pequeños, eran firmes y turgentes como las lunas de Marte. Siempre había querido saber cómo sería tocar aquella piel tan suave y morena.
─Tú eres mucha mujer para un homúnculo como ése, linda…
Sin pensarlo, extendió su mano y la puso suavemente en el nacimiento de aquellos dos pechos.
Ella lo rechazó con una sonrisa.
─Vas muy rápido. Ni siquiera te he visto la cara.

El licenciado Haces estaba muy pendiente de todo lo que sucedía entre su amante y el conejo. Habiendo sido ignorado por ella durante toda la tarde, se sintió herido de muerte al ver aquella escena. Olivia, qué duda cabía, jugaba con él descaradamente y frente a todo mundo; y encima de todo, la botarga aquella tampoco había ido cuando lo mandó llamar.
Y entonces, como también él traía sus alcoholes encima, decidió poner remedio a aquella situación indignante.
─¿Pasa algo? ─preguntó el licenciado Haces con el rostro desencajado y la voz golpeada.

Cuando se enojan, los borrachos son como chispas que sólo necesitan yesca para crecer, extenderse y convertir aquello en un incendio.

Rabales sintió que la sangre le hervía.
─Pasa que nos estamos divirtiendo y que esta damita ya está harta de tus berrinches.
El licenciado sintió la misma ola de calor recorriéndolo de pies a cabeza. ¿Quién era este payaso disfrazado para hablarle así a él?
─¿Qué no sabes quién soy yo? ─vomitó.
La música se interrumpió y todo mundo quedó en suspenso.
─¡Soy el licenciado Ricardo Haces, y no te permito que me hables así! ¡Soy superior, muy superior a ti, que ni siquiera das la cara, que tienes que ocultarte bajo esa monstruosidad para poder comer, y ahorita mismo voy a hablar a seguridad para que te echen a la calle!
─Con que licenciado, ¿eh? ─gritó Rabales. ─¡Pues para mí no eres nadie! ¡Oigan cómo grazna! ¡Ven cernícalo, te voy a quebrar el cuello!

Y se lanzó sobre él, con tan mala suerte que tropezó con el dinosaurio de juguete que uno de los niños había dejado olvidado, y fue a caer, cuan pesado era, sobre el pastel, olvidado sobre una mesa en el centro de la sala.
─Ay Dios, ¿y ahora qué? ─musitó Rabales, tratando de ponerse de pie.

El licenciado miró al pobre conejo con desdén. Con aire triunfal, quiso coger del brazo a Olivia, pero ésta lo rechazó de una bofetada.
─¡No te me vuelvas a acercar, cobarde! ─chilló, y se fue, sabiendo que tarde o temprano iría a buscarla.
Rojo a causa del golpe y de la vergüenza, el licenciado Haces mandó llamar a alguien de intendencia para que recogiera todo aquel desastre; y después, volviéndose hacia Rabales, le exigió que se quitara el disfraz.
─¡Al menos da la cara, miserable!

Tomás Zamacona se acercó discretamente y le habló al oído. El rostro de Ricardo Haces se fue transformando, pasando de la ira a la incredulidad, de la repugnancia al horror.
─¿Qué dices? ¿Qué el contador Rabales se transformó en esta bestia? ¡Esto no puede ser! ¡Seguridad!

Al oír aquello se produjo un gran sobresalto. Todos rodearon al conejo con gran curiosidad. Lo habían visto bailar, flirtear, pelear y emborracharse y ninguno había reparado en quién era realmente. Algunos admitieron haber reconocido algo en él, pero vagamente. Sin embargo, era él, Gaudencio Rabales: su mismo traje viejo, su misma loción penetrante, su humor agrio, su actitud libidinosa, su voz y su aire de mala suerte. Habían pensado todo ese tiempo que se trataba de un show para amenizar la fiesta, de un comediante oculto bajo ese excelente disfraz. Pero ahora, aquella absurda patología se les revelaba con una claridad escalofriante.
─¡Conejo, dame mi dinosaurio o te arranco la piel! ─gritó uno de los niños, y es seguro que él y su hermano lo habrían hecho si no es porque su madre, aterrorizada, los cogió con fuerza de la mano y les tapó los ojos para que no contemplaran el terrible espectáculo.

Desde su silla, Lupita alzó su copa.
─¡Ave conejo!
Y se quedó dormida.

Rabales quedó en el suelo, embarrado de pastel, sin dar crédito a todo lo que acababa de ocurrir.

-Si mi padre viera esto...

Sintió un estremecimiento. Su padre era el recuerdo más entrañable de su infancia; el sol que iluminaba aquella época que, por extraño que parezca, había sido serena y llena de luz. Entonces sí que le hubiera gustado convertirse en conejo y pasar el día en el campo, jugando con sus hermanos y primos, mordisqueando la hierba tierna y nutritiva para ir después a acurrucarse al lado de su madre, una coneja gorda y amorosa, y dormir tibiamente hasta el día siguiente, para inaugurar otro día de juego y diversión, totalmente ajeno al mundo y sus preocupaciones.

Pero aquel tiempo había quedado muy atrás. Tenía doce años cuando murió su padre, y desde entonces se sentía muy solo. En todos esos años no había logrado reponer aquella pérdida y todo hábía ido de mal en peor: sin parar de trabajar, luchando contra aquel monstruo de ciudad, buscando siempre evadirse del modo más efectivo y discreto, consumiendo su vida en el trabajo y los sinsabores de todos los días, y ahora esto...

Era evidente que el orden que hasta entonces había regulado la vida en aquella oficina se había roto para siempre, y que ya nada volvería a ser como antes. Era obvio que nunca más volvería a poner un pie en ese lugar.

Se levantó de un brinco y miró a todos con gran indignación mientras se quitaba el merengue de su saco. Siempre los había despreciado. En el mejor de los casos lo deprimían, le provocaban una infinita flojera, con su vida de esclavos, silenciosa e insignificante. Él, en cambio, era una nave sin rumbo.

Levantó el dinosaurio del suelo y se lo dio al niño, que protegido tras las faldas de su madre, le sacó la lengua.
-Cómportate, chamaco. Ahora no eres más que una pequeña bestia, pero ya te convertirás en hombre y sabrás lo que es bueno, bribonzuelo.

Al oír aquella sentencia, el niño y su hermano empezaron a llorar.

Luego se acercó al licenciado Haces, que temblaba de miedo.

-¿Qué pasó licenciado, por qué esa cara? ¿Lo dejó su vieja? ¿Le salió un conejo del sombrero?

El jefe se estremeció al sentir el aliento alcohólico del conejo. No pudo resistir la mirada ni la cercanía de ese monstruo y se hizo para atrás. Rabales comenzó a reír. Fue una risotada siniestra que espantó a todos. Rió tanto, que tuvo un acceso de tos.

─¡Vámonos de aquí! -gritó Tomasito -¡Aquí ya se acabaron los tragos y apenas son las cinco!

E iban de salida, cuando tropezaron con Leslie, que había ido a limpiar todo aquel desastre.

-Zamacona, espérame allá abajo -pidió Rabales -Todavía necesito arreglar algo.

(Continuará)

lunes, 30 de agosto de 2010

Stéfano


Hace años mi amigo Javier y yo viajamos a El Salvador para visitar a Alexia y Jaime, compañeros de la universidad que recién habían tenido su primer hijo y que estaban a punto de casarse. Fue un viaje lleno de aventuras, inolvidable en muchos sentidos.

Una de las cosas que recuerdo especialmente es habernos hospedado algunos días en casa de un ex guerrillero, dueño de una cafetería en San Salvador. A unas cuadras se hallaba la Universidad Centroamericana, donde por aquel entonces se celebraba un festival latinoamericano de teatro. Un día fuimos a ver la participación de la delegación argentina, que se presentó con la obra "Stéfano", un monólogo escrito a principios del siglo pasado por Armando Discépolo, aunque sospecho que lo que vi en aquella ocasión fue una adaptación libre de la obra original. Como sea, la puesta en escena me causó enorme impacto.

A través de la historia de un músico, Discépolo aborda el misterio del dolor humano y su relación con el acto supremo de la creación artística. Stéfano es un viejo compositor y director de orquesta que, a partir de una sencilla frase musical y un par de líneas, va desdoblando sus armonías y va construyendo una nueva composición, al tiempo que nos habla de sus fracasos y su soledad, de las intrigas dentro de la orquesta, la ingratitud de sus hijos y de la angustia profunda que lo consume como ser humano pero que es al mismo tiempo la fuerza y la sustancia esencial con que produce su arte.

La pieza resultante es hermosa y tremenda. La escuchamos justo al final de la obra, al momento del clímax, cuando cae el telón y el actor que encarnó al desdichado Stéfano aparece completamente desnudo en medio del escenario, con la mirada vacía. Acordes llenos de desconsuelo, un lamento de tubas y trombones, y un coro de barítonos dan vida a una balada sepulcral que proviene de lo más hondo del artista; algunos de sus versos quedaron para siempre grabados en mi memoria, y brotan naturalmente cuando estoy deprimido:

Hoy yo también estoy triste,
como la ostra en el mar:
por dentro tiene la aurora,
por fuera la soledad.

¿Qué es lo que puede pensar,
la ostra en medio del mar?
Entre las olas y el cielo,
en el océano infinito.

jueves, 12 de agosto de 2010

once once

*"Sobre la ciudad" (Marc Chagall)

Me sumerjo en este
breve y tibio instante
en que el tiempo deja de correr
a mitad de la mañana,
y aprovecho para ir adonde sea,
sobre el vasto cielo gris de la ciudad.

Un minuto tan largo como una vida,
tan afortunado como un beso tuyo;
un cenote sagrado,
una tarde de sábado, juntos, en la calle de Gante.

jueves, 29 de julio de 2010

Lagomorfosis


Capítulo III: Una celebración muy especial

Las celebraciones eran otra de tantas formalidades en la vida oficinil. Aunque no se prestaba demasiada atención a esto y muchos preferían no dar a conocer el día de su cumpleaños, ninguna de estas fechas pasaba desapercibida para la gente de Comunicación Organizacional, encargados de promover y regular la convivencia dentro de la compañía. De vez en cuando las labores se interrumpían un par de horas y se invitaba al personal para ir y departir con el festejado a la sala de juntas.

Por lo general, éstas eran recepciones frías y silenciosas que transcurrían en un ambiente de oficial hipocresía. Se comía pastel y se servían refrescos, se cantaba “Las Mañanitas”, se repartían abrazos y felicitaciones, y la fiesta moría lo más rápido posible para alivio de los asistentes.

Pero aquella vez los directivos consideraron que el cumpleaños de uno de ellos ameritaba meter algo de emoción en la vida de los empleados. Fue por eso que, haciendo una excepción a la regla, anunciaron el evento con varios días de anticipación, y al llegar la fecha suspendieron las actividades a partir de mediodía, compraron bocadillos y refrescos, llevaron equipo de sonido y colgaron una manta en la pared que decía “Happy Birthday” con letras de varios colores.

Por escrito, notificaron a todos los empleados, del más alto al más bajo, que ni se les ocurriera perderse aquella reunión tan especial.

También comparon varias botellas de licor.

─¡Ardan, mártires! ─dijo Damián Bedolla, el coordinador de gestión, mientras servía y repartía vasos de cerveza y vino tinto.

Como era de esperarse, el alcohol y la música desentumecieron la reunión.

─Ustedes son como mi segunda familia; estoy más tiempo con ustedes que con mi esposo y mis hijos. -decía una secretaria de cincuenta y tantos años.
─Uy Lupita, y eso que ni hablamos. -respondió el subgerente Montoya en tono de guasa.
─Pues yo te siento como de mi familia. –insistió la señora.
El subgerente advirtió entonces que a Lupita se le iba chueco el ojo izquierdo, y ya no pudo dejar de advertirlo cada que sus miradas se encontraban.

El licenciado Haces estaba de pie, a la entrada del salón de juntas, pendiente de quiénes iban llegando. Era de mediana estatura y algo mofletudo, tenía las cejas muy negras y las sienes plateadas. Llevaba un traje gris oscuro flamante y una corbata azul marino. Por toda la sala se percibía el aroma de su loción.

Apareció un empleado muy tímido que recién había entrado a la empresa y que nunca veía directamente a los ojos. Al pasar frente al licenciado medio sonrío, inclinó la cabeza en señal de cortesía y quiso seguir de largo, pero éste lo pescó del brazo, diciéndole:

─¡Bienvenido! ¡Pasa y diviértete! ─y después lo abrazó, agradeciéndole su presencia a nombre del festejado y de la empresa. El muchacho sonrió de nuevo y fue a servirse bocadillos, algo turbado y sin saber qué decir, mientras el licenciado se quedó a la entrada de la sala, muy convencido de la buena impresión que había causado.

Poco después apareció una mujer de Cobranza con sus dos hijos mellizos. Dos encantadores niños rubios de seis años con cara de aburridos.
─Su papá no pudo pasar por ellos a la escuela y me los tuve que traer ─se disculpó con el licenciado.
─No te preocupes Laura. Yo también tengo hijos, pero de ellos se encarga mi mujer. Por eso quedó loca la pobre ─respondió el licenciado queriendo ser gracioso.
Pero a Laura no le hizo ninguna gracia el comentario. Forzó una sonrisa y fue a sentarse con sus compañeras. Arrimó dos sillas para que sus niños se sentaran, sacó de su bolsa un cochecito y un dinosaurio de plástico, y les advirtió:
─Aquí tienen, pero se me quedan sentaditos. No quiero que se vayan a perder ni que hagan travesuras porque los aplaco.
Los niños se quedaron ahí, muy obedientes y ella fue por una cerveza porque hacía mucho calor.
─Son un par de caballeritos muy tiernos. ─observó Lupita, que ya iba por su tercer vaso.

Pasó el tiempo. La fiesta transcurría normalmente y la conversación fluía; no obstante prevalecía cierta tensión: se evitaba mirar a los ojos; se iba con tiento a través de las palabras y los gestos.

Pese a todo daba la impresión de que la gente se la estaba pasando bien, y era cierto: habían aprendido a conformarse con aquella felicidad de baja frecuencia. Por increíble que parezca, había quienes se sentían cómodos de estar encerrados. Es más, muchos se habrían sentido asfixiados fuera de aquella cápsula que de cierta forma los protegía del mundo exterior y de su alboroto. No hay nada raro en esto: en el mundo hay de todo. Como bien había dicho Lupita, con el tiempo habían llegado a formar una curiosa especie de familia que convivía superficialmente de nueve a siete y de lunes a viernes.

Casi eran las dos y los directivos no llegaban. El licenciado Haces estaba muy inquieto.


Olivia Valladares platicaba y reía con una compañera sin prestar demasiada atención a los demás cuando éste se acercó. Hablaron apenas unos instantes. Olivia estaba muy roja y sonriente. Le pidió a su amiga que le cuidara su vaso y salió para llamar por celular. Ya no era joven, pero tenía un cuerpo suave y fecundo, y seguía siendo bella y deseable. Algunos empleados cruzaron miradas socarronas.

Momentos después entraron Rabales y Tomasito.

A todos sorprendió ver aquella criatura que hablaba y se conducía con tanta naturalidad. El licenciado Haces pensó igual que Tomasito: que alguien había contratado una botarga para amenizar la reunión. Esto lo angustió aún más: "La variedad ya está aquí y los directivos no llegan". Sin poder disimular su preocupación, se acercó a Rabales y le estrechó la mano, dedicándole algunas palabras como había hecho con los demás.
─¡Bienvenido! Le ruego que nos disculpe, pero el festejado tuvo un contratiempo y todavía no llega. Pase y siéntase como en su casa.
Luego, no sin cierto temor, estrechó aquel enorme cuerpo peludo entre sus brazos.
─¡Espero que se divierta!
─Ya, ya…sin ceremonias ─replicó el otro. ─¿Dónde están los tragos?
Ricardo Haces creyó reconocer algo en aquella voz como de vidrios rotos, pero no supo qué.

─¡Mira, mamá! ¡Es un conejo! ─gritaron los niños, que corrieron hacia Rabales, pensando que aquello era un espectáculo para niños.
─¡Hola conejo! ─dijo uno.
─¡Hola bestia peluda! ─dijo el otro.
Y los dos se prendieron de él.
─¡A un lado, chiquillos! ─replicó Rabales, visiblemente malhumorado, pues los niños le desagradaban profundamente. Sacudió sus patas con fuerza hasta que los chiquillos cayeron al suelo muertos de risa. Laura miró a Rabales con gran sorpresa, no tanto por ver a un conejo gigante hablando en medio de la sala, sino por la forma en que se había dirigido a sus hijos, pero Rabales la interrumpió antes de que pudiera decir nada.
─Mantén a raya a tus críos, mujer. ─y diciendo esto fue y se sirvió un vaso de vino. Luego se fue a tomar a un rincón con Zamacona.

La fiesta continuó y a medida que las botellas se fueron acabando, la verdadera personalidad de los empleados quedó al desnudo. Era increíble la cantidad de rumores y secretos que se revolvían debajo de aquel silencio.

─Encontré un vasito de arroz con leche en mi escritorio ─decía Claudia, una chica que parecía tortuga. ─y como soy muy romántica lo primero que pensé fue en algún admirador secreto; ya sabes, huir con algún príncipe azul y vivir juntos una historia de amor de fin de siglo… En eso Carmela me dice: “Fue Ramiro, el agente de ventas, el peloncito, quien los puso". Como te podrás imaginar esto me decepcionó un poco. Ya sabes: mi príncipe se volvió sapo. Pero me gustó menos cuando me dijo: “De seguro los puso porque su esposa los hace y quiere que le compremos. A mí también me dejó uno”. Yo le contesté, un poco desilusionada: “Y yo que pensaba que era una forma especial de iniciar el día”. Fue lo único que dije, pero eso bastó para que Carmela fuera a contar que yo estaba en contra de Ramiro, que mis actitudes eran un riesgo para la convivencia laboral y no sé cuántas tonterías más.
─Son unas víboras, ella y la Ofidia ─replicó la otra. ─Me molesta que jamás saludan, que se sientan únicas por ser secretarias de los jefes. Bueno, yo diría que son algo más que eso.
─No lo dudo, amiga. ¿Viste cómo se puso Ofidia cuando el licenciado le habló?
─Oye, ¿y sí fue Ramiro quién dejó los vasitos de arroz con leche?
─No tengo la menor idea. No volvió a aparecer.
─Entonces quizás sí era un admirador secreto.
La tortuguita suspiró.
─Pues mi príncipe se murió o se quedó dormido porque no volvió a dar señales.

Los niños, que en un principio se habían quedado quietos en sus sillas, habían agarrado confianza y se estaban volviendo incontrolables. Se correteaban por la sala; se metían debajo de las sillas y las mesas, gritaban y chocaban con las demás personas.

Una joven de sistemas automatizados les regaló dulces, pensando que así compraría un poco de calma; sin embargo, cuando ésta se dio la vuelta, los chiquillos cruzaron una mirada malévola y comenzaron a aventar los dulces en todas direcciones. Laura, que parecía haberse desentendido de ellos, y que hasta entonces había estado bebiendo y hablando con sus compañeros, se levantó y cogiéndolos de la mano les dijo:
─Se me están tranquilos, ¿eh? A los dulces no les gusta volar.

Pero los chicos no le hicieron caso, y de nuevo se echaron a correr, dejando a su pobre madre furiosa y un poco ebria.

En una de tantas pasaron cerca de donde estaba Rabales, quien se volteó hacia ellos con cara de pocos amigos.
─Mghhhhh ─gruñó, y los hizo huir.
─Tómate un tequila para que se te abra la garganta. Me duele oírte hablar. ─le dijo Zamacona mientras le servía licor.
Rabales apuró el trago.
─!Ah, siento como si me hubieran reseteado!
─Deja me termino mi cuba, y te llevo con el doctor. Tengo un cuate que es veterinario…

Y echó una larga risotada, que surgió clara y fresca como un chorro de vodka.

Rabales iba a protestar pero luego pensó que, después de todo, Zamacona tenía razón y que él mismo no sabía quién o qué era. Si bien tenía la sensación de seguir siendo el mismo, no se veía como un humano, aunque tampoco podía decirse que fuera un conejo. Parecía más bien que se había quedado atorado a mitad del camino entre el hombre y la bestia. Un caso monstruoso, sin duda. ¿Qué pasaría cuando no quedara nada de su antiguo yo y la bestia se apoderara por completo de su cuerpo y de su voluntad? ¿Recuperaría alguna vez su antigua humanidad, o es que la había perdido desde antes?
“En fin”, pensó, “el destino hallará la forma”.
─¡Salud, mi Tomasito! ─dijo con resignación trágica.
─¡Eso, mi conejo! ¡Me gustas pa' mixiote!
Y chocaron sus vasos como grandes amigos, dando sendos sorbos al tequila.
La Sonora de Margarita resonó en el salón y el ritmo sacudió a Rabales como un toque mágico. Se acercó a Lupita y le tendió la mano.
-¿Pulimos la pista, madame?

Lupita lo miró con su ojo extraviado y dijo que sí, muy halagada.

(Continuará...)
*Crédito de la imagen: Sublime

jueves, 24 de junio de 2010

Te he visto pescar planetas


Te he visto pescar planetas
afuera del metro;
cada tarde
tiras con fuerza de tu lazo invisible,
y te ríes y jadeas
mientras el cielo
se derrumba sobre ti.

Luego acabas tirado
sobre el vientre tibio de la calle;
cansado de jugar,
muerto de hambre,
con los ojos abiertos
y encendidos.

La gente pasa
y te ignora,
te saca la vuelta;
y es que estás lleno de piojos
y capturas planetas afuera del metro
y es que andas tan puesto
que no distingues el día de la noche,
y es que andas desnudo como un animal.

Pero yo te he visto
cargar un tesoro
en una jaula:

es el eclipse que atrapaste
hace un año
junto a mi puerta,

es la noche
que florece
con un poco de agua,

son las mil voces que te dejaron loco,
es la nave en la que piensas
partir hoy.

jueves, 17 de junio de 2010

Homenaje tardío a Gabriel Vargas


Entrevisté a Gabriel Vargas en marzo o abril de 2003, aunque conocía su obra de muchos años atrás. Durante mi infancia La familia Burrón fue una de mis lecturas imprescindibles, mi primer y más importante texto de Ciencias Sociales. Conocía bien a sus personajes, su lenguaje de picaresca, su estética y su humor cargado de desencanto ante un país abrumado por la corrupción y la crisis económica.

Cuando lo conocí personalmente, don Gabriel era ya muy anciano: todo arrugado, pequeño, delgado, pulcramente vestido con traje y corbata. Caminaba con bastón y necesitaba que lo ayudaran a sentarse y ponerse de pie. Años atrás había sufrido una embolia y tenía una parte del cuerpo semiparalizada, lo que le dificultaba hablar. No obstante, era un hombre de gran agudeza intelectual. Daba gusto hablar con un hombre de talento. Soportaba de mala gana el peso de los años y las limitaciones que le imponía su enfermedad. Su temperamento era muy parecido al de su personaje don Regino Burrón: serio, melancólico, de gran sencillez y extraordinaria capacidad de trabajo. Rechazaba halagos y honores, y se definía a sí mismo como "el más humilde de los dibujantes mexicanos".

La entrevista tuvo lugar un sábado por la tarde. Vivía en el primer piso de un edificio de la colonia Cuauhtemoc, muy cerca del monumento a La Madre, y ocupaba el departamento de a lado como estudio. Éste era enorme y anticuado, lleno de muebles y libros, cuadros, reconocimientos, hojas sueltas, un reestirador de dibujante, un escritorio con computadora, y sobre una mesita de madera, protegida por una campana de cristal, una marioneta de Borola Tacuche, enfundada en su abrigo de diva.

Por aquel entonces don Gabriel estaba ocupado en diversos proyectos: elaboraba una tira cómica que aparecía cada jueves en El Sol de México, colaboraba en un semanario político cuyo nombre no recuerdo, preparaba la antología de La familia Burrón que en los últimos años ha sido publicada por la editorial Porrúa, además de mantener viva dicha revista, con un número nuevo cada semana. Todos los días, él y su secretaria Guadalupe trabajaban incansablemente en la redacción de los distintos argumentos, que luego se enviaban a su sobrino Agustín Vargas, quien se encargaba de ilustrarlos. Desde hacía años que don Gabriel no dibujaba, a raíz de su embolia.

Fui a la entrevista armado con la mayor ingenuidad, pensando que el creador de los Burrón sería una especie de Walt Disney feliz. Nada más alejado de la realidad. Al preguntarle, por ejemplo, a cual de sus personajes le tenía más cariño, me respondió con tono áspero: "¡A ninguno! Sólo son trabajo. Comencé a dibujar muñequitos por necesidad y hasta la fecha para mí son eso: trabajo. ¡No le tengo cariño a ninguno de mis personajes!". Hablaba de forma muy parecida a éstos: en un estilo antiguo, con prosapia, jiribilla y algunas gotas de amargura. Dijo sentirse admirado por todos los avences tecnológicos que le había tocado presenciar a lo largo de su vida, como por ejemplo el desarrollo de la aviación: "¿Quién iba a pensar que esas grandes máquinas iban a poder sostenerse en vuelo sobre sus trepidantes alas? Todo cambia, pero el hombre sigue siendo el mismo". Habló con pesar de la ignorancia y estupidez del hombre, que permitía que desequilibrados como George W. Bush (que acababa de invadir Irak) lo gobernasen.

Habló largamente de sus personajes y los modelos que tomó para crearlos. Me contó lo que ya muchos han dicho en las últimas semanas: que utilizó la palabra "Burrón" para definir a un individuo que por más que trabaja no logra superarse. "Burrón" para Gabriel Vargas era aquella persona que no progresa a causa de su honradez, en un país donde la corrupción es para muchos la llave segura del éxito: un burro, pues. Expresó su total decepción respecto a los políticos mexicanos, a quienes reprochó su codicia, su carácter atrabiliario y su falta de amor al pueblo. Dijo que su trabajo estaba hecho de "fantasías apegadas a realidades, y es por eso que los políticos me tienen agarrado de las orejas".

Recordó los viejos tiempos en que gozaba de buena salud y estaba al frente de un estudio con quince o veinte dibujantes. No paraba nunca y fue por eso que enfermó. "Ahora soy sólo un viejo tonto, pero antes tenía yo el ingenio a flor de labios". También me contó que para él lo más fácil era crear una historia: "Hay escritores que se devanan la cabeza y se hacen los muy atormentados, cuando es lo más sencillo del mundo. Basta con salir a la calle y observar. De cualquier lugar puede salir una historia".

La familia Burrón fue siempre un producto popular, sin pretensiones intelectuales; destinado al consumo y entretenimiento del pueblo que se veía retratado en sus páginas. No obstante era mucho más que eso. Era una estampa desnuda de las penurias de los pobres que habitan esta ciudad y el desamparo en que viven por culpa de las autoridades y de su propia indolencia. A pesar de este cuadro deprimente, varios de sus capítulos son de verdad hilarantes y descabellados. Recuerdo, por ejemplo, un episodio que leí de niño, a principios de los ochenta, en el que Borola intenta formar con sus vecinas una banda de ladronas y emular a los hampones profesionales de aquel entonces: gobernantes, jefes policíacos y líderes sindicales como José López Portillo, Joaquín Hernández Galicia (a) "La Quina" y Arturo "El Negro" Durazo. Cuando su hija Macuca le reclama, Borola le responde: "Ya estoy harta de ser pobre. Si tu padre fuera un ratero, otro gallo nos cantara".

En la época en que entrevisté a Gabriel Vargas, La familia Burrón era una publicación verdaderamente marginal, que sobrevivía a las bajas ventas y a los achaques de su creador. Escribí entonces que se trataba de una publicación urgente para una sociedad sumida en el desánimo, que ante todo requería de buenos chistes. Hoy estoy más convecido que nunca de esto y creo además que el mejor homenaje que se le puede hacer a don Gabriel es reeditar su obra y publicarla en su formato original de historieta, al alcance de la clase popular y de las nuevas generaciones que, estoy seguro, se verán reflejadas en ella. Los tiempos cambian pero las penas y las alegrías son las mismas. Gabriel Vargas lo sabía muy bien.

viernes, 11 de junio de 2010

Lagomorfosis (continuación)


II. Un reverendo hijo de la chingada

Rabales pasó toda la mañana tratando de ocultar su nueva condición aunque no pasó mucho antes de que alguien lo descubriera. Pasó desapercibido al principio, en parte porque su escritorio se hallaba en un rincón de la oficina adonde nadie se asomaba, y también porque ese día era cumpleaños de uno de los directivos y casi todos los empleados habían ido al festejo, en la sala de juntas. Nadie invitó a Rabales pues se sabía de antemano que nunca iba a ese tipo de festejos. Cono no tenía trabajo pendiente pasó un buen rato buscando en Internet casos similares al suyo, aunque sin éxito. Lo suyo era extraordinariamente raro, único, y esto lo hizo sentir muy solo. En todo el mundo, en toda la historia, no se había dado un caso semejante, ni siquiera en las películas o en ciertos libros, donde lo habitual era convertirse en lobo o insecto. Además, le disgustaba profundamente ser un conejo. Era una especie que jamás le había simpatizado. Eran tan cursis y afeminados. Se habría conformado con convertirse en tigre, águila o caballo pura sangre, pero ¿un conejo? Y es que después de todo, ¿qué es un conejo? Un roedor lascivo, frágil y nervioso, siempre a merced de los más fuertes, acostumbrado a correr y refugiarse al menor sobresalto; dios de los borrachos y los pervertidos, banquete de los predadores y primo carnal de las ratas. Un ladrón montaraz, un pequeño tramposo que vive pocos años, y que entra y sale del mundo sin pena ni gloria, dejando tras de sí una numerosa prole de seres tan insignificantes como él; total: un bueno para nada, un pobre diablo, un sensual, un reverendo hijo de la chingada.

Soportó estoicamente el calor que lo sofocaba pero lo que sí no pudo fue contener por mucho tiempo las ganas de orinar. Aguantó lo más que pudo, hizo un esfuerzo desesperado, trató de distraer su mente y situarse más allá de la necesidad pero fue inútil. Tuvo que salir corriendo al servicio antes de que ocurriera un desastre. Los pocos empleados que había por ahí sólo vieron pasar una sombra. Era tanta la prisa del contador que al entrar al baño tropezó con un bote de basura y sin darse cuenta dejó tirado el sombrero. Sus orejas se levantaron libres y orgullosas hasta casi tocar el techo. Se bajó la bragueta con desesperación, se acomodó frente al orinal y suspiró aliviado. Notó que su orina tenía un olor fuerte y picante parecido al del amoniaco, y aunque no le gustó el aspecto de su pene y sus testículos, constató que no habían sufrido ningún cambio estructural de importancia.

-¡Ay de mí! -suspiró.

En ese momento entró Tomás Zamacona. Todos lo llamaban "Tomasito", por su corta estatura y porque a pesar de que tenía casi cincuenta, su cara tenía cierto aire infantil que le hacía parecer un señor chiquito. Al ver a Rabales pensó que algún bromista había contratado una botarga para sorprender al del cumpleaños. Sin prestar mucha atención se acercó al mingitorio de a lado y comenzó a orinar tranquilamente, cuando de repente se preguntó cómo se podía orinar con la botarga puesta. Miró de reojo con discreción pero debió hacer algún movimiento involuntario con la cabeza porque en ese momento oyó una voz aguda y resposa que le decía:
-Si quieres te la presento Tomasito.

Entonces Tomasito se dio cuenta de que no era una botarga sino un verdadero conejo lo que estaba frente a él. Como era de esperarse no dio crédito a lo que veía y estuvo a punto de pegar de gritos pensando que se había vuelto loco, de no ser porque Rabales le tapó la boca con su pata peluda.
-Calmantes montes mi Tomasito. ¿Qué, ya no te acuerdas de los compañeros? Mira nomás cuánto has cambiado.
Tomasito reconoció la personalidad perdida detrás de aquella voz lamentable, como de vidrios rotos.
-¿Rabales? -se apresuró a preguntar en cuanto éste le permitió hablar. -¡Ah, chingá! ¿Y dices que soy yo quién ha cambiado?
Tomasito lo miró con gran curiosidad, buscando algún vestigio del antiguo Rabales. Reconoció su vientre abultado, el olor a cigarro que siempre lo acompañaba, sus ojos crónicamente irritados y la aspereza de sus modales. Fuera de eso, su humanidad se había disuelto y sólo quedaba aquella bestia. Era como una puesta en escena, como formar parte de una historieta tan cómica como bizarra. Se miró al espejo para ver si seguía siendo él mismo o también se había convertido en otra cosa.
-¿Cómo ves mi Tomasito? -se quejó Rabales. -Me cayó el chahuistle y amanecí convertido en abrigo.
-¿Qué pasó? ¿Qué comiste?
-Pues ni modo que zanahorias, mi estimado...
-Para mí que tu mujer se enteró de que andas de falso y mandó a que te hicieran un trabajito.
-No sería raro -contestó Rabales mientras se lavaba las manos, pensando que de ser así, aquella era la mejor forma de castigar a un promiscuo.
-Y ahora, ¿qué vas a hacer?
-No lo sé. -contestó Rabales, quitándose por fin el abrigo y abanicándose con las dos manos. -¡Qué pinche calor, Dios mío! Ahorita lo único que quiero es una michelada bien fría.
Zamacona recordó que arriba había fiesta y tuvo una idea genial.
-Oye, ¿y si vamos a la fiesta del jefe y te haces pasar por botarga?
-No la amueles Tomasito, agárrate de puerquito a otro cabrón. Mira cómo estoy...
-¡Por eso! Me cae que tu disfraz está bien chingón.
-Cómo serás que no respetas la desgracia ajena.
-¡Oh, no seas amargado! Además, hay chupe y bocadillos gratis.
-Pero si yo lo que quiero es una cerveza, un ron con coca, y esos estirados nomás brindan con champaña y chamarré.
-Una buena broma no le hace mal a nadie. Imagínate la cara de todos cuando te vean entrar. Imagina qué dira el licenciado Heces.
Aquello fue suficiente para convencer a Rabales. Le vino a la mente la cara de su enemigo y su expresión estúpida, siempre tratando de parecer inteligente y respetable.
-Pinche Tomasito, no se te va una... ¡Vamos, pues!
Y se le salió una risita maliciosa.
-No te preocupes Gaudencio. -le dijo Tomasito al salir del baño. -Ya verás que lo tuyo tiene cura, y si no siempre podrás vivir en el campo y largarte para siempre de este lugar horrible.
Rabales miró el brillo de malicia en los ojos de su compañero. No había duda de que detrás de su fisonomía de niño se ocultaba el más insidioso de los diablos.
Continuará...

jueves, 3 de junio de 2010

Sin título


¿Qué es esto que traigo dentro?
Esta bola de cristal a punto de estallar
y derramar su contenido.

La voz de mi alma es tan fuerte
que todos pueden escucharla
cuando callo.

Lo sé.

¿Quién es esta dama que me acompaña
desde niño y que canta para mí los días de sol
en la azotea?

No le gusta ninguno de los nombres que le pongo:
luz que nadie más quiere ver,
fuego brujo,
mancha de oro que nace
de mi costado;
frío de milenios
que brota de mi espalda.

Diario es un nombre,
canción a veces;
grito, siempre.

jueves, 27 de mayo de 2010

Lagomorfosis


I. La bestia enjaulada

Era la mañana de un día soleado y caluroso cuando Gaudencio Rabales, contador público de cuarenta y tantos años, amaneció convertido en un enorme conejo pardo. Había pasado una noche intranquila, con acidez estomacal y extraños sueños que se repitieron con insistencia durante toda la madrugada. Al despertar y mirarse en el espejo vio con hondo desagrado su cara cubierta de pelaje, sus patas y su hocico de roedor, sus bigotes largos y escasos, pero sobre todo aquellas largas orejas que se erguían por encima de su cabeza como pencas de maguey manso. Quiso gritar pero sólo pudo emitir un gruñido ronco y agudo que despertó a su esposa Patricia, quien al ver aquella insólita transformación adoptó cierta indiferencia pesarosa, propia de quienes son siempre perseguidos por una nube de infortunio, y que viendo pasar pena tras pena han aprendido a ignorar su suerte y esperar cualquier cosa mala de la vida.
-¿Y ahora qué sigue, Gaudencio? Apúrate, que te voy a dar de desayunar.
Y se fue a calentar el desayuno, gorda y deprimida, resoplando como un hipopótamo furioso.

Rabales se quedó petrificado frente al espejo, sin dar crédito ni hallar explicación. De momento, se dijo, no había nada qué hacer, salvo apechugar y apurarse para no llegar tarde a la oficina. Esto trajo consigo un nuevo problema: no podía salir a la calle ni presentarse así al trabajo. Habría burlas, gritos, desmayos, y la gente huiría de él como de la peste. Pidió ayuda a Patricia, que a regañadientes lo ayudó a ponerse una gabardina, bufanda, gafas y una boina negra que le escondía las orejas. Después salió a toda prisa para tomar el metro, tratando de pasar inadvertido en la calle, lo cual fue difícil ya que su aspecto misterioso despertaba sospechas entre la gente y no faltó quien se apartara de él, al confundirlo con un indigente.

No le fue mejor en el metro. Su cuerpo se había vuelto más grande y estorboso que de costumbre, y la multitud indolente se lanzó contra él, dejándolo atrapado contra una de las puertas del vagón. Para colmo de males, aquel día fue de los más calurosos del año, y a los pocos minutos el pobre contador estaba a punto de sofocarse, incapaz de arrancarse el pelambre ni de quitarse el abrigo. No obstante, tuvo tiempo para reflexionar en su rara situación: ¿por qué esto le tenía que suceder precisamente a él? No era que antes su vida fuera un lecho de rosas pero aquello era demasiado. Es cierto que los hijos y su matrimonio lo asfixiaban, que odiaba su empleo y el ambiente uniformado de la oficina, que fumaba y bebía en exceso, que engañaba a su mujer desde hacía algunos meses con una compañera del trabajo y que en las últimas semanas lo había aquejado una tristeza inusual. Pero nada de esto era razón suficiente para explicar lo que le estaba sucediendo. Era preciso ir al médico, aunque dudaba que éste pudiera hacer algo por él pues aquello parecía más un maleficio que una enfermedad.

Llegó a la oficina procurando que nadie lo viera pero para su mala suerte se encontró en el elevador con uno de sus compañeros.
-Rabales, ¿qué te pasa? -le preguntó, sorprendido de verlo abrigado de esa manera en un día tan caluroso. -¿Otra vez resfriado? Ya te he dicho que no le pongas tanto hielo a las cubas.
En otras circunstancias, Rabales habría contestado con alguna frase cocinada al instante pues tenía el ingenio a flor de labios. Esta vez no pudo sino emitir un gruñido lastimero.
-Mgghhhh...
Sorprendido, su compañero no le contestó. Permaneció en silencio hasta que las puertas del ascensor se abrieron. Al salir, le dio una palmada en la espalda y se lejó, no sin antes recomendarle que se cuidara mucho y no se expusiera a los cambios brucos de temperatura. Luego pensó que, a juzgar por su aspecto, Rabales debía estar muy enfermo y que probablemente le restara poco de vida.

La oficina estaba en el noveno piso de un moderno edificio de acero y cristal reluciente, aunque para Rabales no era más que la versión elegante de las antiguas galeras romanas: un lugar triste y monótono donde nada sucedía y en el que todos estaban crónicamente deprimidos a causa de la fría convivencia, la sensación de ser vigilados y el tener que estar encerrados diariamente. Un no lugar donde el tiempo se extendía lento y pesado, como una pesada cadena de horas y minutos idénticos entre sí: lo mismo sucedía por la mañana que por la tarde, los mismos sonidos, o más bien el mismo silencio, la misma temperatura, la misma actividad muda frente a las computadoras. Y así siempre igual, un día tras otro. Recientemente, los directivos habían tenido la idea de hacer una rotación y mover a la gente de lugar, con el pretexto de hacer más eficiente la dinámica de trabajo y promover de paso una mayor convivencia entre los empleados, aunque lo que buscaban en realidad era poner algo de variedad y movimiento. Tal como esperaban, el caos logró revivir por dos o tres días aquel universo moribundo: la oficina entera se conmocionó, con cajas y más cajas de archivos, con gente moviendo su computadora de un escritorio a otro, saludando a sus nuevos vecinos como si no se hubieran visto en años y tuvieran un legítimo interés en hablar. Ya después, cuando todos ocuparon sus nuevos lugares, la oficina volvió a la pasmosa normalidad sin rumbo que la caracterizaba.
-Más valdría que, para entretenernos, "Ofidia" nos hiciera un showcito como los que le hace al jefe en privado. -le dijo Rabales a Leslie, su amante, un día en que se le habían pasado las copas y estaba demasiado borracho para hacerle el amor. Leslie le tomó a mal el comentario pero no dijo nada, pues pensaba que después de todo ella no tenía nada que reclamar.

Olivia Valladares era la secretaria personal del licenciado Ricardo Haces, jefe consultivo del área donde Rabales trabajaba. Era bella y elegante como gato persa, pero frívola y ponzoñosa. Los empleados, amantes de conspirar a media voz, la habían apodado "Ofidia", por ser este el nombre del grupo zoológico de las serpientes. Incluso habían llegado a sugerir, eso sí con mucha discreción, que tenía sus "queveres" con el licenciado Haces, dada la familiaridad con que éste la trataba y por cierto detalle que algunos habían presenciado durante la comida de fin de año y que diera mucho de qué hablar.

El hecho de que un hombre como Ricardo Haces hubiera llegado a jefe de algo le parecía a Rabales una de esas bromas que, aunque hieren, causan mucha gracia; y es que, en su opinión (y la de muchos otros empleados), aunque el licenciado era tan tonto y mediocre como los demás, se comportaba como si de veras mereciera el puesto que ocupaba, sin darse cuenta de que siempre sería un esclavo de la compañía. Enviaba circulares a los empleados que iniciaban con mensajes como: "Está por sonar el pistoletazo de salida que inaugurará una nueva etapa en nuestra empresa...", "Es sabido por todos que mientras más aspiremos más alto llegaremos en el vasto cielo empresarial" o bien "El motivo de la reunión es poner los puntos sobre las ies en lo que respecta a...". Además, conducía una gran camioneta roja, tenía a sus hijos en la mejor universidad y vivía en un barrio semi residencial. Rabales lo había rebautizado con el nombre de Ricardo Heces.
-En este mundo indigesto, la caca es quien manda. -solía decir.

Leslie Domínguez era, en palabras de Rabales, "una sencilla flor de oficina": joven, fresca y alegre. Era un chica ingenua y humilde, de veintipocos años, que recién había entrado a trabajar de afanadora y que pasó desapercibida para los empleados, menos para Rabales, quien pronto advirtió que bajo el feo uniforme azul que le hacían ponerse había una mujer plena y hermosa. Le gustaba mucho verla cada mañana, cuando llegaba con el cabello suelto y un poco húmedo, y aspirar aquel aroma a perfume suave y barato que dejaba en el pasillo. Comenzó por saludarla al verla cada mañana. Al principio ella se sintió incómoda y hasta un poco asustada por aquel viejo que le sonreía, pero cuando se dio cuenta de que aquella sería la única muestra de calidez que iba a recibir en ese lugar, terminó por devolverle el saludo y sonreir ella también. Poco a poco rompieron el muro de hielo que los separaba y una vez, al final del día, Rabales la invitó a tomar un café. No era un tipo apuesto y tenía varios años más que ella, pero supo hacerla reir con sus ocurrencias y socarronería, y olvidarse de que estaba atrapada en aquel trabajo horrible. Poco a poco ella le entregó su confianza y una tarde, luego de haber comido juntos, él la besó en los labios cuando estaban solos en el elevador. Leslie no lo rechazó y esa misma tarde, al salir del trabajo, se hicieron amantes con toda naturalidad, en un hotel de la calzada de Tlalpan.

A partir de ese momento, la vida de Rabales se convirtió en una mezcla apasionada de dulzura y sinsabores. Pasaba de nueve a seis atrapado en la oficina, absorbido por los números y los balances, los impuestos y las retenciones. Ya por la tarde, los martes y jueves, descubría los encantos de aquella joven nerviosa y timida que casi no hablaba y que desnuda, al momento de venirse, le parecía la reina de un nuevo mundo más bello y simple que éste. Se amaban breve e intensamente y se despedían a la entrada de la estación General Anaya, sin promesas ni afecto. Después él conducía a su casa, por el rumbo de Aragón. Llegaba al filo de las diez para cenar, oír las quejas de su mujer y lidiar con los niños para que apagaran la televisión y se fueran a dormir. Hacía tiempo que no era feliz con ellos. Él y Patricia estaban, por decirlo así, en extremos opuestos y cada uno pedía auxilio calladamente. Era la típica atmósfera pesada y dolorosa de un matrimonio que está en las últimas y se mantiene vivo artificialmente a base de indiferencia y autoengaño. Patricia no dejaba de reprocharle la falta de dinero y cariño mientras que Rabales permanecía ajeno, oyéndola sin prestarle atención, deseando irse a dormir y desconectarse del mundo cuanto antes; soportando con resignación la neurosis que se respiraba en aquel departamento estrecho. Al otro día despertaba y, cosa curiosa, lejos de refunfuñar y maldecir como antes acostumbraba, se iba radiante y feliz al trabajo, como si allá le esperara la dicha que no encontraba en ningún otro lugar. Esto último hizo sospechar a Patricia, sabedora de cuánto odiaba Rabales su empleo, y comenzó a agobiarlo con preguntas y reproches que el otro difícilmente podía evadir. Últimamente, para escapar de los celos de su mujer, iba a refugiarse en algún bar del centro, donde permanecía hasta después de la medianoche: solo, bebiendo y fumando en silencio para apagar su cólera.

En la oficina tampoco faltó quién se diera cuenta de que entre el contador y la encargada del aseo había algo más que la relación distante y antiséptica que debían mantener los empleados. Pronto comenzaron las habladurías y las risitas indiscretas cuando por la mañana Leslie limpiaba las persianas y los muros de cristal de los cubículos, o a la hora de la comida, cuando Rabales salía por las escaleras furtivamente para ir al cuarto de intendencia y estar con ella unos minutos. Todo esto molestó mucho a la joven, que comenzó a evitar a Rabales y poner pretextos cuando éste la invitaba a comer o le pedía un momento de intimidad, lo que hacía con bastante frecuencia. Si bien en un principio se había entregado sin esperar ni exigir nada, ahora se sentía insegura y culpable por lo que hacía, y comenzó a abrumar a su amante, preguntándole cuáles eran sus intenciones y adónde quería llegar con ella. Rabales, que no tenía paciencia con las mujeres y que podía ser ofensivo y hasta brutal con ellas, le espetó:
-Ay, mamacita, tú eres de las que les dice uno "mi alma" y ya quieren casa aparte. ¡Apártate, Furcia!

Después de eso, no le dirigió la palabra un par de semanas y Leslie, que no se tenía mucha estima y necesitaba imperiosamente que la quisieran, terminó por ceder y entregarse de nuevo, pese a las burlas y rumores que agitaban ese mar envenenado.
-Eres una bestia, pero me inspiras ternura. -le decía a veces, mientras se vestían.

Sin embargo, ya para entonces Rabales se sentía aquejado por una extraña sensación de malestar y nada le satisfacía. Estaba triste e inquieto, como si su vida careciera de sentido; como si se hallara perdido en medio del mar o del desierto, y diera igual avanzar en una dirección que en otra. Es cierto que todos a su alrededor se sentían igual y que el desánimo cundía lo mismo en la oficina que en las calles, a causa de las malas noticias y la interminable crisis económica, pero Rabales había logrado sobrevivir durante años a todo aquel marasmo gracias a una buena dosis de cinismo, sumergiéndose en el mismo pantano que los demás. No obstante, ahora se hallaba completamente desarmado. Se sentía desdichado en su casa y en el trabajo, sus mujeres lo abrumaban, tomaba todos los días y se sentía atrapado en el fondo de una zanja honda y oscura. Además, sentía una gran pesadez en brazos y piernas, como cuando se está inmóvil mucho tiempo, y los músculos y tendones piden desesperadamente moverse.

Aquel había sido un verano especialmente caluroso y seco. No había rastro de lluvia y los días eran despejados y ardientes. La gente estaba de peor humor que de costumbre, y la ciudad se ahogaba en medio del bochorno, el ruido y el esmog.

Y fue entonces, a mitad de aquella molesta canícula, en medio de toda esa desazón, que Rabales amaneció convertido en un enorme conejo pardo, sin poder hacer otra cosa que irse a trabajar.
-No quiero que me traten como un animal -se dijo al momento de cruzar el umbral de la oficina.

Continuará...