viernes, 15 de mayo de 2009

La muralla

Los idiomas son puertas y ventanas abiertas al mundo y las culturas que lo habitan, pero también pueden constituir un gran obstáculo para quien de pronto se ve inmerso en una lengua extraña sin conocerla. Así me ha sucedido en los últimos meses. Llegué a Francia prácticamente sin conocer el idioma. Los primeros días me aterraba que la gente se dirigiera a mí. Sólo acertaba a entender unas cuantas palabras perdidas en un mar de sonidos guturales y nasales que no me decían nada. Luego experimenté una gran frustración cuando vi que los franceses son personas muy sociables a quienes no les falta pretexto para iniciar una conversación o intercambiar palabras con cualquiera. Uno de mis vecinos, hombre bastante amigable, dueño de un restaurant, quiso conversar, y como él había personas que intentaban hablar conmigo en la fila del supermercado, la parada del tranvía o el café internet, sin que yo pudiera entender nada de lo que decían. Lo único que acertaba a contestar era: "Pardon, mais je ne sais pas parler le français". Me sentía descorazonado, pues nunca me ha gustado vivir aislado y ante todo anhelaba conocer gente y entablar amistades. Al caminar por las calles y oír a la gente hablar me imaginaba que lo hacían en un lenguaje críptico y misterioso, aun cuando sabía que muy probablemente sólo discutían trivialidades cotidianas. No obstante, yo sentía una verdadera hambre de aprender y saber lo que había detrás de sus palabras. Al no poder hacerlo me sentía, literalmente, frente a una muralla formidable que me cerraba el paso y que no podía escalar. De un lado de dicha pared estaba el mundo con sus vicisitudes, y del otro me encontraba yo, solo, viendo pasar la vida sin poder entrar en ella. Mi caso era muy similar al de un amor no correspondido, pues mientras más inaccesible me resultaba la lengua gala, mientras más esquiva y desdeñosa se mostraba conmigo, más hermosa y llena de misterio me parecía.

Por fortuna, Ana, mi esposa, que ya conocía el idioma y se desenvuelve en él con relativa facilidad, ha tenido la paciencia para enseñarme algo de gramática y vocabulario. Gracias a su ayuda comencé a reconocer y elaborar palabras y estructuras, y a partir de entonces, aquel conjunto amorfo e incoherente fue adquiriendo sentido. Después entré a clases de francés (en realidad debí hacerlo desde el principio). Realicé el examen de ubicación y para mi sorpresa fui ubicado en el nivel B1, algo así como “intermedio-básico” (todo se lo debo a Ana Lidia). El asistir a cursos me ha permitido ampliar mi vocabulario y conocer poco a poco algunas de las numerosas delicadezas que posee la lengua. También me ha obligado a abrir mis oídos y tratar de comprender qué dice la gente sin necesidad de intérpretes, como antes, cuando Ana tenía que decirme todo lo que sucedía a nuestro alrededor; pero sobre todo, me ha ayudado a vencer el miedo que me paralizaba y me impedía tratar de comunicarme. Con el tiempo he adquirido mayor confianza e incluso he comenzado a conversar con la gente para algo más que hacer las compras, solicitar algún servicio o preguntar por alguna dirección. No obstante, aún enfrento grandes dificultades, a pesar de que el francés es una lengua latina y posee muchas similitudes con el español. En parte, son estas semejanzas las que dificultan su aprendizaje, pues se trata de un idioma extraordinariamente rico en vocabulario, con estructuras gramaticales y formas de conjugación harto complejas. Por otro lado está la pronunciación, totalmente distinta a la nuestra, pues en ella predominan los sonidos nasales y guturales, no hay una exacta correspondencia entre la forma de escribir y la de pronunciar (a diferencia del español o del italiano) y las últimas letras de cada palabra casi no se dicen, o bien terminan en un gruñido similar al de un gato que ronrronea o un ligero sonido producido por el choque de la lengua con los dientes. Además, el significado de las palabras puede variar enormemente según el matiz con que se pronuncian las vocales. Lo más irónico es que quienes no somos francófonos no podemos distinguir dichos matices y deben pasar años antes de poder reconocer todas estas sutilezas. Por si fuera poco, no existe separación clara entre las palabras de una frase, sino que se habla enlazando o contrayendo éstas, hasta formar una sola línea sonora donde es muy difícil distinguir cada uno de sus elementos y su respectivo significado.

No obstante todas estas dificultades, como dije antes, poco a poco he logrado anotarme algunos pequeños triunfos. El primero de ellos ocurrió una mañana que salí a correr. Quisiera contarlo, con todo y que se trata de un episodio bastante banal. Antes debo decir que la ciudad de Grenoble, donde mi esposa y yo vivimos desde el mes de enero, se encuentra al pie de los Alpes, en la confluencia de los ríos Drac e Isère, y que quienes gustan de hacer ejercicio al aire libre suelen hacerlo a la orilla de este último afluente, a lo largo de una vereda rodeada de vegetación que conduce fuera de la ciudad, a los pueblos ubicados en la falda de las montañas. Diariamente pueden verse numerosas personas que recorren este camino trotando, caminando o paseando a sus mascotas. Iba yo precisamente por ahí, cuando una mujer me llamó y me preguntó si había yo visto a su perro. Al principio no comprendí lo que intentaba decirme, y le pedí que me lo repitiera pensando de antemano que no iba a entender y que como de costumbre tendría que disculparme por mi ineptitud. Sin embargo, esta vez sí logré comprender sus palabras, y en efecto, minutos antes había yo visto un pequeño perro caminando solo por la vereda.
−No sé si sea su perro −le dije− pero no vi a su amo. Quizás sea el suyo.
−¿Es un perro negro, pequeño, con collar rojo?
−No recuerdo señora, pero me parece que sí. Váyase sobre esta vereda y cruce por debajo del puente. Fue ahí donde lo vi.
−Muchas gracias, señor.
−Buena suerte, señora.
La mujer se fue en busca de su perro y yo seguí mi camino. Lamentaba que el perro se hubiera perdido pero me sentí satisfecho de haber sido capaz, por primera vez, de comunicarme y ayudar a alguien. Lo mejor fue cuando, dos días después, encontré a la misma mujer y a su perro. Ella me reconoció y me saludó con una sonrisa.

Otro pequeño gran triunfo: ayer pude por fin conversar con mi vecino. Estaba lloviendo y al verme caminar bajo la lluvia sin paraguas me dijo: "L'eau c'est bon pour le cerveau, hein?" (El agua es buena para el cerebro, ¿no?"). Me detuve a contestarle. Por fortuna me tuvo la paciencia suficiente para tratar de entender mi francés atropellado, saturado de errores gramaticales, y logramos platicar un rato, entre otras cosas, de las propiedades del agua de lluvia.

1 comentario:

Dámaso Pérez dijo...

El agua es buena para el cerebro, jeje, esos franceses tiene frases muy buenas, como la hermosa analogía del lenguaje ajeno con una mujer esquiva.
maravilloso querido maestro.