lunes, 8 de junio de 2009

La Siesta

por: Eduardo Rodríguez Flores

Hace unos días tuve la oportunidad de visitar el Museo de Orsay, en París, que atesora una gran colección de arte donde destacan las principales obras de la escuela impresionista. En el quinto piso de aquel enorme edificio neoclásico que alguna vez fue estación ferroviaria, se exhiben, uno tras otro, cuadros de Cézanne, Monet, Van Gogh, Degas, Renoir, Pisarro, Manet y Fantin-Latour. Muchas de éstas son obras con las que estamos familiarizados, pues es común verlas en afiches y libros de pintura, pero esto no quita la emoción ni la alegría de descubrirlas en medio de la sala y contemplarlas por primera vez. Ninguno de estos originales ha perdido su aura: ese sentimiento de santa inaprehensibilidad que poseen las cosas y los momentos particularmente bellos.

Al estar frente a estas obras es como si quedáramos expuestos ante el espíritu de la obra y su poder expresivo. El tiempo no pasa por ellas. Ahí están la personalidad y el estado de ánimo de cada uno de estos artistas, así como su técnica y ritmo particulares de trabajo: las pinceladas rápidas e intensas sobre la pintura pastosa y poco diluida que empleaba el desdichado Van Gogh; las combinaciones y sobreposiciones de tonos que utlizaba Monet, quien con curiosidad científica buscaba imitar los efectos de la luz y los demás elementos; la delicadeza etérea con que Renoir deslizaba el pincel sobre el lienzo sin dejar más marca que aquellas largas estelas de color encendido y nebuloso que caracterizan sus cuadros; o la espontaneidad sublime con que Degas retrató, en exquisitas tonalidades verde y azul, el mundo de las bailarinas de ballet.

Pero lo más sorprendente de estas pinturas es, en mi opinión, su naturalidad. Detrás de cada una de ellas se advierte la intención íntima de estos artistas, que no era otra que, simple y sencillamente, imitar la vida, capturar la gracia de sus gestos más cotidianos y triviales: los trabajadores que descargan sacos de cal a orillas del río Sena; la joven bailarina que, en un descanso en medio del ensayo, aprovecha para estirar los empeines mientras su compañera de a lado se rasca la espalda. Los pintores impresionistas supieron reconocer el milagro latente de estas escenas y eternizar lo que de otra forma se hubiera perdido en la infinitud de los instantes muertos. Su trabajo (similar al de la memoria y precursor, por tanto, del cine y la fotografía) fue tomar ese flujo inaprehensible de tiempo y movimiento, y fijarlo en el lienzo como una emoción desnuda.

De este conjunto de obras llamó particularmente mi atención “La siesta”, de Vincent Van Gogh. Fue pintada durante el invierno de 1889 y 1890, año de la muerte del artista, mientras permanecía internado en un asilo siquiátrico en Saint-Rémy de Provence, al sur de Francia. Representa una escena campirana en medio de un trigal a finales del verano, época en que se suele cosechar el trigo. Como su nombre lo indica, el motivo principal del cuadro es una pareja de campesinos exhaustos que aprovechan una pausa en medio del trajín para descansar. Aparecen uno al lado del otro, recostados a la sombra de un enorme montón de espigas recién cortadas, bajo el azul alucinante del cielo van goghiano; incluso, ellos mismos visten de azul, como si reflejaran o fuesen un fragmento de esa bóveda celeste. El hombre aparece semitendido sobre los haces de trigo, con los pies descalzos, entregado por completo al sueño, a juzgar por la posición en que yace su cuerpo vencido. Tiene los brazos tras la nuca, con un sombrero de paja levemente inclinado hacia el frente que le cubre la cara. De hecho, el artista no se preocupó por dibujarle un rostro: su cabeza es tan sólo un semicírculo grisaceo donde vagamente se insinúan sus labios y parte de la nariz.

A su derecha, vemos a la mujer profundamente dormida, recostada de lado, tiernamente acurrucada hacia el hombre. Las piernas de ambos se rozan suavemente. Ella lleva puesto un vestido largo de campesina, ceñido a la cintura por un lazo, y una pañoleta blanca sobre la cabeza, que descansa entre sus brazos. Su rostro está curtido por el sol y deja entrever el dulce reposo. A la izquierda, un poco más alejados, están los zapatos del hombre, y al lado, las hoces con que siegan las espigas, acomodadas una sobre otra. En tercer plano, unos metros más atrás, junto a otra colina de trigo, vemos una recua de bueyes que aprovechan el descanso para pastar junto a una carreta, y detrás de ellos la figura de un hombre que apenas se deja ver. Al fondo se levanta el mar dorado del trigal mecido por la brisa, en espera de ser cortado.

Como dije antes, parece ser que Van Gogh utilizaba una mezcla poco diluida de pintura, probablemente para realzar la intensidad de los colores, por lo que la huella del pincel se hunde sobre la pasta de oleo como si fuera una cuña. De hecho, la textura del cuadro es muy similar a la de uno de esos mapas con relieve que indican las elevaciones y los accidentes del terreno. Todo esto nos da una idea del esfuerzo físico y mental que la obra demandó al artista. El trazo es simple y bien definido. Las pinceladas son cortas y febriles; cada una vale por sí misma y ninguna es igual a la otra. Cada cual lleva su propio camino y su propia dirección, y posee además una tonalidad ligeramente distinta; de modo que vistas de cerca, dan la idea de ser llamaradas de un incendio azul dorado fuera de control. Por otro lado, si se le contempla a cierta distancia, como un conjunto, entonces uno puede sentir el suave movimiento de las olas de trigo, el cielo chispeante y los rayos de luz que inundan la escena teñida de matices. El efecto no sólo involucra la vista sino el alma toda, y recuerda ciertos estados de conciencia en que la percepción se incrementa notablemente, y el mundo estalla y la vida se revelan de pronto como una explosión de luz y movilidad infinitas.

Lo que más impresiona de este cuadro es su juego de contrastes. Contraste entre cielo y la tierra, entre el azul y el dorado; contraste entre el realismo de la escena y el paisaje delirante; contraste entre el descanso y el ritmo imperturbable de la faena cósmica. Es probable que la obra también sea un reflejo del anhelo de paz que por aquel entonces sentía el corazón atormentado del artista, con lo que se cumpliría la antigua intención del arte de retratar la belleza inefable que está dentro y más allá de nosotros; de alcanzar, aunque sea por un momento, aquella perfección que está tan lejos de nuestro alcance y que sólo podemos presentir como una sutil impresión.




1 comentario:

madame dijo...

A mí también me ha sorprendido este cuadro, cuánto azul: una maravilla de lo cotidiano, genial por su sencillez. Igual de bella lectura sobre esta imagen.