martes, 16 de junio de 2009

Mal de ojo



por: Eduardo Rodríguez Flores


Soy tímido por naturaleza y paranóico por añadidura. No soy de mal corazón, ni tampoco hipócrita, y prefiero mirar de frente a desviar la vista. Hay veces, sin embargo, que me cuesta un gran esfuerzo sostener la mirada de los otros, y otras en que acabo siendo indiscreto pues trato de ser franco e ignoro la medida exacta y el modo de conectar mis ojos con los demás. Me consuela, sin embargo, saber que no soy el único que pasa por este tipo de dificultades, pues si bien existen personas extrovertidas que no ponen reparo en compartir su mirada, hay quienes guardan sus ojos con tanto o mayor pudor que su cuerpo o sus palabras. Éste no es un problema menor: el alma nada desnuda en estos dos pozos insondeables, y no se muestra fácilmente a cualquiera.

En las distintas culturas del mundo la mirada plantea un problema pues conecta la parte social y la parte íntima de nuestro ser. La gente se hiere y se acaricia con la mirada. Es tan grande el poder de esta facultad que puede ser al mismo tiempo un sable y una ventana abierta a nuestros sentimientos, deseos e intenciones. Es por ello que se busca educar los ojos, depurarlos y protegerse de ellos. En los países anglosajones, por ejemplo, se considera una descortesía ver directamente a alguien, e incluso puede interpretarse como una clara agresión. Para los musulmanes mirar de frente una mujer ajena es una grave falta de respeto al honor de su marido. Dentro de la cultura latina, en cambio, mirar a los ojos se toma como muestra de sinceridad y se sospecha de quienes evitan hacer contacto con la vista de sus interoluctores.

No nos detendremos aquí a abordar la infinita diversidad que existe en el modo de mirar. Queda pendiente, por ejemplo, hablar de los ojos de los amantes. Diremos solamente que sus ojos no dejan de buscarse ni de verse, aun en medio de la oscuridad o la distancia. Su lenguaje lo abarca todo, como las palabras clave con que algunos poetas ponen al mundo entre paréntesis. La mirada de los enamorados está investida de tal poder y es tan profunda que lo mismo semeja al sol que al océano, lo mismo arde que se alza en tempestad, lo mismo crea que destruye. Con razón se preguntaba Shakespeare si acaso el amor reside en los ojos y no en el corazón. Tampoco hablaremos de los ojos vacíos del asesino, ni de la mirada ensimismada de los sabios y los melancólicos, o de las diferencias que hay entre el mirar de los hombres y el de las mujeres; más bien nos concentraremos en un tipo particular de mirada y sus efectos.

Hay quienes poseen una mirada extraña y penetrante que abrasa todo lo que ve. Es difícil, incluso peligroso, mirar a estas personas de frente. Son a las que se conoce popularmente como “de vista pesada”, y son los causantes del llamado “mal de ojo”. Pese a no ser reconocida por la medicina occidental, la existencia de esta afección física y anímica es temida y aceptada por distintos pueblos. Pensemos, por ejemplo, en las precauciones que toman algunas madres mexicanas durante los primeros meses de vida de sus hijos para protegerlos de este mal: amarran al tobillo del niño una semilla grande y redonda de color café oscuro que se conoce popularmente como “ojo de venado”, y esconden tijeras y semillas de mostaza bajo el colchón de la cuna para conjurar éste y otros peligros inmateriales que acechan a los infantes. Se dice que el mal de ojo puede ser voluntario o involuntario, y que afecta también a plantas y animales. Para muestra, el caso de cierta anciana de ojos ávidos que, al contemplar la belleza de un rosal, provocó sin querer que éste se secara y muriera.

Yo mismo fui víctima del mal de ojo. Hace diez años, un amigo, mi esposa y yo realizábamos un video documental sobre el culto al agua y al volcán Popocatepetl en comunidades campesinas de Puebla, Morelos y el Estado de México. En uno de estos pueblos entrevistamos a un viejo campesino que años atrás había sido alcanzado por un rayo, viéndose obligado a aprender el oficio de granicero; es decir que debía cumplir la misión de hacer llover y conjurar el granizo. Nos habló, entre otras cosas, de la vez que había visitó el paraíso de Tlaloc: una suerte de jardín de las delicias prehispánico oculto dentro del volcán; un lugar lleno de agua y vegetación adonde iban los niños recién nacidos y todos aquellos que morían por alguna causa relacionada con el agua o las tormentas. Éstos recibían el nombre de “regadores”, y como su nombre indica, tenían la misión de navegar sobre las nubes, que de acuerdo con él no son sino embarcaciones capaces de zurcar los aires, y “regar” la lluvia por todo el orbe.

Al final, después de dos horas de escuchar fascinados su relato, cometimos el grave error de preguntarle si quería dinero por la entrevista. El señor se negó y se mostró incómodo por nuestro ofrecimiento, lo cual era muy lógico pues al fin y al cabo su testimonio no tenía precio. Estábamos tratando de remediar el desaguisado, cuando noté que uno de sus hijos —joven de unos dieciocho años— me miraba fijamente. Al verlo sonreí, intentando conciliar la situación y demostrar que si bien habíamos cometido una falta de delicadeza, no lo habíamos hecho con mala voluntad. Sin embargo, él continuó observándome con insistencia. Había en sus ojos algo inquietante, una especie de rencor o antipatía, y esto logró intimidarme. Minutos después, en el auto, de vuelta a casa, comencé a sentirme mal: al principio vi un aura brillante alrededor de las figuras que me deslumbraba, luego vino un malestar general que se fue agravando en el trayecto hasta Cholula, a dos o tres horas de distancia. Estaba pálido, sentía nausea y sudaba copiosamente. No pude aguantar mucho y tuve que vomitar a mitad del camino, y así continué durante todo el trayecto. Iba con los ojos cerrados, sin reparar en la carretera, temblando y con la cabeza a punto de estallar, oyendo las voces de mi esposa y mi amigo, sumido en una especie de lucidez dolorosa.

Sospeché lo que me sucedía, pues una ocasión mi padre había padecido algo similar. Fue un día, en Veracruz, en un paraje solitario a la orilla de un río rodeado de vegetación exuberante. Estuvimos no más de una hora en aquel sitio y de regreso, en el coche, comenzó a sentirse mal. En aquella ocasión, mi abuela supuso que la causa era un “mal aire”, lo cual entiendo como una especie de energía negativa que estaba presente en aquel sitio y que de algún modo tuvo el poder de quebrantar a mi padre. Para curarlo, mi abuela cogió un poco de ruda, esa plantita de color azul verdoso que crece en todas partes y despide una poderosa fragancia, e hizo que mi padre se parara frente a ella, con los brazos extendidos hacia los lados; después comenzó a pasarle el manojo por todo el cuerpo, atrás y adelante, hasta que logró barrer la mala energía que lo rodeaba.

Fue por ello que, al llegar a Cholula, le pedí a un amigo que vivía a lado nuestro, y que tenía un jardín donde antes yo había visto dos o tres matas de ruda, que me “limpiara” siguiendo el mismo procedimiento de mi abuela. El intenso perfume de esta planta disipó mi malestar, y poco a poco me fui sintiendo mejor. Ya después, por la noche, tuve apetito para comer algo ligero y pude dormir profundamente hasta el siguiente día. Estoy convencido que en aquella ocasión fui víctima del “mal de ojo”, pues no hubo ninguna otra razón que me hiciera sentir así. Supongo que de cierta forma el rencor de aquel muchacho hacia mí adquirió sustancia y pudo viajar a través de la conexión entre sus ojos y los míos hasta inocularse en mi organismo como un veneno, provocándome aquella desazón física y espiritual. Debo decir además que hasta entonces no me había sucedido nada parecido antes, y que tampoco ha vuelto a ocurrirme después.

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