martes, 2 de junio de 2009

Vagabundos en el reino de la ensoñación



El centro de la ciudad de México está lleno de locos. No lo digo en sentido figurado, sino en su acepción literal de locos “locos”: aquellas personas que, debido a un desorden profundo de su mente, habitan como vagabundos en el reino de la ensoñación. Sueñan despiertos, anteponiendo sus fantasías a la realidad, tergirversando el orden íntimo que separa el sueño y la vigilia, cambiando el nombre y el sentido de las cosas, olvidándose de sí mismos y de su humanidad hasta convertirse en ángeles o bestias. La mayoría de la gente les teme por esto, y siente una profunda aversión hacia ellos. En el mejor de los casos los ignora y los deja deambular por las calles como indigentes.

Viven libres, como las bestias, alimentándose de lo que encuentran en la basura o de lo que algunas personas caritativas les dan. No tienen hogar, ni nombre. Su imperio es la inmensidad de la urbe, y así como ésta, ellos tampoco tienen fronteras: andan en harapos, casi desnudos, sin ningún pudor. Uno de ellos, por ejemplo, me mostró su vello público invadido por ladillas. Otro se quedaba dormido en la calle, totalmente ebrio, boca arriba, bajo el rayo implacable del sol, con los pantalones a la rodilla y el pene asomando como un pez muerto. Llevan largas barbas grises y estropeadas y es común que contraigan piojos: esas larvas parecidas a los granos de arroz. Una vez vi a un hombre enorme, de cabellos muy largos, con la piel color asfalto, y apenas vestido con una traza larga que alguna vez fue un abrigo. Estaba cubierto de liendres y caminaba por la calle, imponente, con la mirada perdida. No hay palabras para expresar el horror que me despertó. Fue como si súbitamente se me hubiese aparecido el demonio.

Ignoro cómo llegaron ahí o por qué escogieron deambular por esta parte de la ciudad. Las grandes urbes poseen un extraño magnetismo que atrae a los alucinados. Su historia individual, la de cómo perdieron la razón y acabaron perdidos en su propia mente, es un gran misterio. Lo cierto es que con el tiempo uno se acostumbra a estas imágenes terribles y comienza uno a reparar en sus particulares formas de demencia. No hay un loco igual entre sí; cada cual posee su propia extravagancia y su propio dolor: aquel carga una jaula de cristal llena de tierra, y durante las tormentas grita y manotea hacia el cielo, como si luchara él solo contra la lluvia y los elementos; ese otro arroja su lazo imaginario al firmamento, y cuando ha capturado un astro grita de júbilo y jala con fuerza como si hubiese pescado un marlín; éste repite el nombre de los planetas y maldice mientras gira sobre su propio eje: “Saturno, Urano, Neptuno, Plutón, chinga tu madre pinche vieja, Mercurio, Venus, Tierra…”. Son únicos, igual que los diamantes y los copos de nieve.

Los locos suelen vivir aislados dentro de sí y no les importan ni la multitud ni los demás locos que andan por la calle. Si por casualidad se cruzan en la acera ni siquiera voltean a verse. Cada quien vive suspendido en su propia órbita, con sus miles de máscaras y voces. “Pues sí mi amigo Copete”, oí decir un día a una vieja, “como te iba yo diciendo”, y agitaba las manos y escuchaba pero no había nadie, o al menos eso creía yo. Otra, una mujer relativamente joven, de cabello muy negro y rostro que alguna vez fue hermoso, pasa el día entero bebiendo aguardiente y discutiendo con el vacío, escuchando y replicando con la Nada, como si estuviera frente a alguien, enfrascados los dos en una profunda conversación. Al caer la noche, se tiende a dormir, ebria y agotada, sobre el duro lecho de la acera, y no despierta hasta el mediodía siguiente, en medio de un charco de orina, para reanudar de nuevo su solitario monólogo.

Estas experiencias desbordan una intensa humanidad, con todo lo abyecto y todo lo sublime que ésta entraña. Y es que, a menudo, en estas imágenes atroces asoman la piedad y la ternura. En una ocasión, hace unos años, íbamos mi hermano menor y yo caminando por la calle, cuando nos abordó uno de estos personajes. Era el mismo que solía quedarse tendido todo el día sobre la banqueta, con los genitales expuestos. Nos pidió una moneda. Cuando se la dimos, miró a mi hermano y le dijo: “Eres un niño y tienes un tesoro entre las manos”. Después se alejó, con paso renqueante, sujetando su harapiento pantalón con las manos para que no se le cayera. Al recordar a este desdichado pienso en él como un ángel caído, un sabio forjado por el sufrimiento y la nostalgia del tesoro que él mismo perdió.

Otro día, por ejemplo, descubrí que la joven y bella mujer que dialoga sola tenía un enamorado. Era un hombre al que nunca antes había visto, de rostro ajado por el alcohol, que vestía ropa vieja y estropeada, y llevaba anteojos de gruesos cristales que hacían ver a sus ojos más grandes de lo que realmente eran. Pienso que no era un indigente, sino un pobre empleado o vendedor, pues usaba corbata y llevaba un portafolio roto y desgastado. El caso es que estaban los dos sentados en la acera, y en silencio compartían un cigarro (¡ella que nunca dejaba de hablar!). Después, ella se acurrucó en sus brazos y se quedó dormida con una expresión de dulzura en el rostro. Caía la tarde, y la ciudad continuaba con su sordo trajín, pero en aquel momento y en ese preciso lugar, el tiempo se suspendió por unos instantes como si hubiese ocurrido un milagro. Fue una imagen bella y dolorosa a la vez, tan perfecta y delicada que no podía durar mucho tiempo. Al otro día estaba sola de nuevo, y ahí sigue, extraviada en medio de su ciudad fantástica, en espera de su amado, discutiendo con aquella voz impertinente que no deja de inquirirla.

3 comentarios:

Dámaso Pérez dijo...

¡No pinches mames, qué gran texto!

madame dijo...

Guaau, qué texto tan chido Lalito. Es un gran mérito hacer algo tan bello con imágenes tan duras. Hermoso.

gambo dijo...

Hermano Lalito, te has olvidado de los vagabundos chilangos en el reino de la ensoñación que caminan las calles de la urbe creyendose cuerdos y dueños de la ciudad y los sueños de sus habitantes.