martes, 30 de junio de 2009

Las naves del futuro

por: Eduardo Rodríguez Flores

No me extrañaría que hubiese venido de otro planeta u otra dimensión. Lo conocí hace más de diez años, cuando Ana y yo, que recién empezábamos nuestra relación, rentábamos un departamento en San Andrés Cholula. Vivía al lado de nosotros. Su casa eran dos pequeños cuartos y un pequeño jardín donde se tumbaba a beber cerveza, contemplar el cielo y hablar con las flores. Cuando lo conocí tenía cuarenta años y vivía con su mujer, Ángela, y su hijo pequeño, llamado Inti. Eran un par de hippies. Ella era artesana y él se ganaba la vida como profesor de educación física en la primaria del pueblo. Llevaba el cabello largo y ondulado, y los niños de la escuela lo apodaban “Cepillín”; pero él se llamaba Jorge, y quienes lo conocíamos le decíamos “George”. Tenía una voz suave y delicada, casi femenina, y unos ojos penetrantes. Las primeras veces, al encontrarnos, nos saludábamos cordialmente como buenos vecinos; ya después nos fuimos conociendo poco a poco y llegamos a entablar una amistad que me dejó marcado profundamente. Era un hombre intenso y sorprendente, y no creo que haya nadie más como él. Su vida estaba llena de historias y aunque es probable que muchas de ellas las haya inventado él mismo, estoy convencido de que los grandes mentirosos a veces deberían gozar de más crédito que quienes pretenden decir siempre la verdad y no logran más que un insípido inventario de los hechos.

De joven, George permaneció varios años recluido en una institución psiquiátrica a raíz de sus abusos con las drogas psicodélicas. Un día por la noche, su padre, que ya sospechaba de sus hábitos, le advirtió que a la mañana siguiente revisaría su cuarto. George, que efectivamente, tenía una caja secreta donde guardaba ácidos y otras sustancias, decidió comerse todo de una sola vez antes de ser descubierto. El resultado fue una violenta explosión en su cerebro que le duró varios días. En otra ocasión, viajó a un pueblo de la sierra donde una curandera le dio a beber una infusión preparada con una planta conocida como “hierba del diablo” (misma que aparece en los célebres escritos de Carlos Castaneda, quien la identificó como Datura inoxia). La experiencia fue tan honda y aterradora que permaneció cerca de un año sin poder ver a nadie a los ojos, a causa del miedo que lo torturaba. Pero lo peor ocurrió una vez que fue al Popocatepetl, donde comió quince o dieciséis cabezas de peyote él solo. Jamás regresó de aquel viaje. Pasó la siguiente semana encerrado en su cuarto, temeroso de salir a la calle, viéndolo todo de “color policía”. Alarmados, sus padres lo internaron en una clínica privada donde pasó los siguientes años tratando de reorganizar su mente y su personalidad.

Con estos antecedentes se podría pensar que George era un demente, que tenía la cabeza en otra parte y que era incapaz de convivir con el resto del mundo; sin embargo, cuando lo conocí, tenía familia y amigos que lo apreciaban, practicaba el yoga, tenía un trabajo y se preocupaba por hacerlo bien. Al terminar cada clase pedía a sus alumnos que formularan un pensamiento hermoso sobre el cuerpo humano. Era de naturaleza alegre y veía la vida con optimismo. Es cierto que su enfermedad era grave y dolorosa, sin embargo le había obsequiado el don de la poesía; y por poesía es preciso entender no la capacidad de concebir bellos versos ni de engalanar el lenguaje, sino el poder excepcional de expresar lo inefable, de ver lo que nadie más es capaz siquiera de concebir, de sondear y transformar el mundo a través de las palabras y de la imaginación.

George tenía una lucidez especial. Sus anécdotas eran fascinantes, algunas de ellas eran verdaderos mitos. Una vez me contó que había trabajado durante un tiempo como profesor en una comunidad de la sierra de Puebla, región montañosa donde abundan los desfiladeros y en la que habita un tipo especial de halcón al que lo lugareños llaman cuichi. George me explicó que éstas eran aves arrogantes que reparaban mucho en el modo de volar de los demás halcones, y que si alguno de ellos no volaba lo suficientemente alto solían burlarse diciendo que era su padre quien no sabía volar. Un día George los retó diciéndoles: “Ustedes se creen que vuelan muy alto pero ninguno de ustedes vuela como mi papá”, y acto seguido señaló un avión que iba pasando. Fue así como George se ganó su respeto, pues los halcones nada pudieron replicar contra esto, e incluso terminó haciéndose compadre de uno de ellos (hay que imaginar la fiesta donde sellaron el pacto). Su nombre era “Cuatro Nubes”, pues su seña particular eran cuatro pequeñas manchas blancas en su cabeza. El nombre de cuichis les venía, precisamente, del sonido que emitía cuando volaban en busca de alimento. De acuerdo con su relato, los pequeños roedores que permanecían escondidos en sus madrigueras se asustaban tanto al oír este chillido que sacaban a la más pequeña y débil de sus crías como una especie de ofrenda a su predador. “¡Eran tan tontos!”, me dijo. “Hubiera bastado con ir a la milpa por una mazorca y dejarla tirada en medio del campo. Al rato iba a haber seis o siete conejos o ratones nomás para ir a recogerlos sin necesidad de tanto esfuerzo. Pero no se los quise decir pues se habrían hecho inteligentes”. Al final del relato me platicó que él también acostumbraba volar con ellos, que se acostaba en la cumbre de un cerro, sobre una piedra grande y lisa, y comenzaba a levitar; o si no de pie, cruzado de brazos, se elevaba y se deplazaba por los aires. Ahora que lo pienso, bien pude haberle pedido que me mostrara aquel acto portentoso, pero supongo que no lo hice pues estaba convencido de que su historia era una maravillosa invención.

Durante el tiempo que duró nuestra amistad George se convirtió para Ana y para mí en un auténtico gurú. Nos enseñó a ver el aura de los árboles, a escuchar el chismorreo de las flores y a entender el silbido de los pájaros. Nosotros, sin embargo, jamás pudimos ver ni escuchar nada de lo que él decía percibir. Conocía el lenguaje de los símbolos y el esoterismo: nos enseñó a interpretar nuestros sueños, nos mostró las propiedades curativas de distintas plantas, nos explicó el sentido de cada uno de la hexagramas del I-Ching y la manera en que los antiguos cholultecas concebían los cuatro rumbos del cosmos. Le gustaba el olor de las frutas en el mercado, el color encedido de las flores y el gris de los nubarrones cuando se ciernen pesadamente sobre el valle antes de una tormenta. Su conversación siempre giraba alrededor de estos temas. Era igual a un niño a quien no le interesan las cosas serias y busca la magia en todas partes; y por ello le impacientaba mi tendencia a racionalizarlo todo. Fijaba su vista sobre las arañas para establecer una conexión mental con ellas y ordenarles que caminaran en tal o cual dirección; de noche escudriñaba el cielo buscando naves espaciales. Estaba convencido de la existencia de dimensiones invisibles para el común de la gente, creía en la reencarnación y en el destino, así como en una inteligencia superior que rige el universo y ordena el curso de los hechos y la vida.

Pero así como podía ser profundamente espiritual, George era también un hedonista incorregible que se entregaba a todo tipo de excesos. En una ocasión lo vi coger una pizca de cocaína con el dedo y dársela a chupar a su hijo de cuatro años, argumentando que siendo adictos sus padres, el niño tenía una necesidad genética de droga. Conocía un médico corrupto que trabajaba en un pueblo cercano y le extendía recetas para adquirir fármacos: anfetaminas, antisicóticos y barbituricos. Debo decir que también nos enseñó a andar por aquel camino, del cual nos supimos retirar a tiempo. Tendía a la megalomanía y cuando se emborrachaba se volvía incontrolable, como una especie de profeta iracundo del Viejo Testamento. Una noche, en una reunión, se paró en el centro de su habitación iluminada con velas; estaba eufórico, tenía el pecho henchido, la melena alborotada y nos veía a todos desde lo alto, con los ojos muy abiertos. Habló por horas, como un iluminado. Entre otras cosas dijo que él era la reencarnación de Hermes Trimegistro, heredero de un saber muy antiguo y secreto, y anunció que el ser humano pronto llegaría a un nivel de conciencia tal que sería capaz de remontar el cosmos y llegar a otras dimensiones tan sólo con el poder de su mente. Había que tener cuidado, nos advirtió, porque en el espacio había araños gigantes capaces de devorar planetas enteros. “No importa si lo creen o no”, dijo. “¡Los alucinados seremos los capitanes de las naves del futuro!”.

Al final nos fuimos distanciando a causa de malentendidos y poco a poco dejé de buscarlo. Además, en aquel entonces yo atravesaba una situación económica y familiar difícil, y tuve que dejar Cholula para ir a trabajar al Distrito Federal. No volví a verlo en mucho tiempo, aunque seguí teniendo noticias suyas. Supe que se había ido a vivir a Tulúm y a Xochimilco, y que había vuelto a Cholula al cabo de uno o dos años; me enteré de que su mujer lo había dejado llevándose al niño consigo, y que él había caído más y más en la adicción y la soledad. Hace tres años, un día que Ana y yo regresamos a Cholula, lo encontramos y nos invitó a su casa. Ésa fue la última vez que lo vimos. Vivía solo, sin más compañía que un perro, en una casa que él mismo había construido a las afueras del pueblo. Había dejado su trabajo como profesor de escuela y daba clases de yoga en la casa de la cultura. El poco dinero que ganaba lo utilizaba para comprar alcohol y droga. Vivía en la frontera entre el desenfreno y el más puro ascetismo. Nos habló sobre meditación: tenía mantras para soñar despierto, para llamar la lluvia, para ver y oír a seres de otras dimensiones, y por supuesto tenía mantras para volar. Recuerdo que para tener sueños lúcidos había que repetir la palabra “Faraón” una y otra vez, alargando las sílabas para crear una frecuencia monocorde que indujera el trance. “Después de trescientas y tantas veces de repetir una y otra vez las palabras, ya andas astraleando bien grueso”, nos dijo. Evidentemente seguía siendo el mismo de antes: mantenía su peculiar sentido del humor y estaba siempre en espera de cruzar, por el medio que fuera, al otro lado de la conciencia.

1 comentario:

Dámaso Pérez dijo...

Este post lo esperaba aun sin saberlo.

¡Qué bueno que lo escribiste!

Te mando un abrazo