lunes, 22 de junio de 2009

El futuro no tiene porvenir

"París en el siglo XX". Ilustración de Pablo Gargallo

Corre el año de 1963. Michel Jerôme Dufrénoy es un joven poeta parisiense que intenta ser feliz y encontrar su lugar como artista, aunque para su desgracia, se halla fuera de lugar: la sociedad de su época ha dejado atrás el romanticismo y el goce estético que antes nutriera el espíritu humano, y en su lugar rinde una devoción obstinada al cálculo, la ciencia y las cosas prácticas, enorgulleciéndose ciegamente de sus avances tecnológicos que, en efecto, no podrían ser más sorprendentes. Como muestra la propia capital francesa, que cuenta con un alumbrado eléctrico y un enorme faro que domina la ciudad y proyecta un potente haz luminoso sobre el cielo. Posee también un sistema de vías elevadas por el cual corre un sistema de transporte colectivo impulsado por aire comprimido. Los vehículos han prescindido de la tracción animal y del carbón, y se desplazan silenciosos por las calles gracias a un motor de combustión interna que se alimenta de hidrógeno, logrando eliminar así el ruido y la contaminación. Por si fuera poco el genio humano ha conseguido abrir un canal de 140 kilómetros de largo y 70 metros de ancho que conecta París con el oceáno, aprovechando el cauce natural del río Sena, convirtiendo a la ciudad luz en un puerto marítimo donde llegan embarcaciones de gran calado, procedentes de todas las naciones; y el capital y la información circulan a toda velocidad gracias a un sistema de telégrafos interconectados que en cuestión de segundos permiten enviar y recibir correspondencia e imágenes de cualquier lugar del mundo.

Ésta es la fantasía que Julio Verne concibió y plasmó en una pequeña novela titulada París en el siglo XX. Escrita en 1863, en los albores de su carrera literaria, fue rechazada por su editor Pierre-Jules Hetzel, quien la consideró una obra inferior. Permaneció inédita durante más de un siglo a merced de múltiples viscicitudes y no fue sino hasta 1994 que se publicó en Francia. Es una obra humorística en la que Verne puso de manifiesto sus dotes de visionario: aquel poder deductivo que le permitía anticiparse a los eventos y prever los cursos probables de la ciencia y el progreso. También es una obra cargada de ironía donde expresó una visión poco entusiasta del futuro, pues si bien la sociedad que retrata ha alcanzado un elevado grado de sofisticación tecnológica, los hombres no parecen “sentirse admirados por estas maravillas y tan sólo las aprovechan tranquilamente sin ser felices”. El triunfo del racionalismo y el pensamiento materialista representa la derrota del espíritu y los altos ideales. Ya no se rinde culto a la belleza ni a la valentía; la humanidad ha olvidado su antiguo amor por la naturaleza y sólo reconoce la invencible potestad de las máquinas y del dinero.

Es en este mundo donde el desventurado protagonista trata de sobrevivir y mantener su integridad como artista. Michel Dufrénoy encarna la figura del artista incomprendido. La historia comienza el día en que recibe un premio, que más bien parece una afrenta, por ser el alumno más destacado en la clase de “Versos latinos”; más adelante lo encontramos convertido en empleado bancario, ocupado en la agobiante labor de dictar interminables listados de cifras que son anotados en un enorme libro de contabilidad. No logra conservar este empleo ni el siguiente, como escritor-burócrata del Gran Almacen Dramático, encargado de reescribir fragmentos de viejas obras teatrales. Sin ninguna alternativa para ganarse la vida, queda sumido poco a poco en la miseria, sobreviviendo a duras penas en medio de un invierno particularmente atroz. Pese a los consejos de sus amigos y familiares, renuncia a sacrificar su talento y rendirse ante la realidad en aras de una vida segura, y escribe su único volumen de poesía, irónicamente titulado “Las Esperanzas”: canto del cisne de la belleza. En el último episodio lo vemos gastar sus últimas monedas para comprar un último ramo de flores a su amada, a la que no logra encontrar. Vaga sin rumbo, abatido por la nieve y el frío. Finalmente entra al cementerio del Père Lachaise y sube la colina donde yacen enterrados sus héroes inmortales: pintores, poetas y músicos de los siglos precedentes que ahora reposan, olvidados, debajo de la tierra. Es ahí donde él pertenece, y es ahí donde ofrenda su último aliento, no sin antes contemplar desde lo alto aquella ciudad ingrata.

No podemos decir que Julio Verne haya sido un nihilista. El problema aquí es la asombrosa exactitud con que éste supo mirar a través del tiempo. No obstante que la suya es una versión exagerada de la realidad, en parte por el efecto humorístico que pretendía darle a su novela, el hecho es que hoy en día, a pesar de todos los avances tecnológicos y científicos, los seres humanos no conseguimos ser felices ni resolver nuestros problemas más urgentes. Hay en esta obra un rasgo común a otras novelas y relatos de ciencia ficción: una marcada tendencia a retratar un futuro sombrío, donde de una u otra forma la sociedad acaba siendo víctima de su propia ilusión de progreso. El futuro siempre luce mal. Si bien esta tendencia se hizo más marcada durante los últimos cien años, no se trata de una cuestión reciente. El miedo al porvenir es tan antiguo como la humanidad misma; podríamos decir que se trata de un presentimiento instintivo. Hace siglos, los textos proféticos planteaban una concepción según la cual el tiempo estaba determinado por ciclos de ascenso y caída. Vieron en el curso de la historia no una senda hacia la felicidad cuya dirección dependía del aprendizaje y la sabiduría aquilatada al paso de los años, sino un camino lógico y natural hacia la decadencia de las civilizaciones. Otros pueblos se deshicieron muy pronto de sus esperanzas, dándose cuenta de nuestra monstruosidad y de nuestra incorregible inclinación al desastre: un mito bantú nos dice que Dios huyó después de crear al hombre, espantado de su propia obra, y que no se le volvió a ver por el mundo. Nada bueno cabría esperar de dicho estado de orfandad en la que el ser humano está a merced de su propia fatalidad, en camino hacia su propia destrucción.

Hoy en día hay quienes ven el caos que vivimos en los ambitos ecológico y demográfico, económico, político y moral como prueba de que nos acercamos al cierre de uno de estos ciclos, y que estamos presenciando el fin de nuestra civilización, tal como indican diversas profecías. Las señales se multiplican, nos dicen científicos y videntes que por igual nos advierten sobre el triste panorama que pinta en los años venideros. La gente en las calles comenta la proximidad del colapso, unos con resignación, algunos con miedo y otros más con júbilo ante la destrucción de un mundo que no puede ir peor. “¡Nada se puede hacer contra el destino!”, se oye decir por todos lados. “¡Arrepiéntanse y no vuelvan a pecar!”, predican unos. “¡El futuro no tiene porvenir. Todo está permitido!”, claman otros. Incluso hay quienes fijaron ya una fecha para el colapso: 23 de diciembre de 2012, de acuerdo con una supuesta profecía maya.

Afirman los historiadores que la sociedad medieval, azotada por guerras y epidemias, vivía en espera del Apocalipsis, y que un ambiente parecido al de la actualidad privó poco antes del año 1000, que entonces se interpretó como el fin del plazo. Llegó la temida fecha y el mundo permaneció tal cual, siguiendo su curso monótono e imperturbable, dando vueltas sin ton ni son. Cierto es que la sociedad medieval no tenía la capacidad de caos y destrucción que ostentamos actualmente, pero espero que esto mismo vuelva a suceder luego del día indicado por esta predicción. Personalmente me niego a aceptar que no haya más que cruzar los brazos y sentarse a esperar el fin. Prefiero pensar que el destino no es un guión escrito de antemano sino el resultado de la suma de nuestros actos, que son cada vez más quienes se dan cuenta de los errores cometidos, que el actual sistema caerá vencido por su propio peso (no sin hacer un gran estrépito) y que tanto las actuales generaciones como las venideras podremos dar marcha atrás para de una u otra forma reinventar el orden de las cosas antes de caer definitivamente en el abismo. Aquí lo que está en juego es la ambivalencia entre lo perfectible de nuestro ser y nuestra tendencia a cometer los mismos errores. ¿De qué lado se inclinará la balanza? Al igual que Michel, el héroe de Julio Verne, mantengo mis esperanzas y me niego a claudicar ante el fatalismo, por irrebatible que éste pueda ser.

2 comentarios:

madame dijo...

Jules Verne fue un gran visionario y también un gran conocedor del hombre, confío más en el pensamiento de Verne que en las profesías. Yo también prefiero pensar que no todo está perdido. Gracias por compartir tu lectura y tus siempre interesantes reflexiones.

Unknown dijo...

Hola.
MUY INTERESANTE, pueden visitar mis blog http://julesverneastronomia.blogspot.com