martes, 22 de febrero de 2011

El pozo y el firmamento


El psicoanálisis demostró, en términos generales, que el individuo no es un ser indivisible y autónomo, sino una entidad más amplia, profunda e inaprensible de lo que solía pensarse a la luz del humanismo y el racionalismo occidentales; compuesta por varias facetas contradictorias, gobernada por instintos e impulsos fisiológicos, y regulada por la moral, las leyes y las instituciones.

Del otro lado, los hallazgos de antropólogos y sociólogos durante el siglo pasado dieron cuenta de la dimensión externa de la persona, que es igualmente amplia y enredada, y en muchos casos escapa a la voluntad o acciones del individuo. Por ejemplo, las obligaciones que contraen quienes participan en el sistema de mayordomías, la red nerviosa de las comunidades campesinas en la Mesoamérica contemporánea, o en otros sistemas antiguos y modernos de intercambio ritual, como el potlatch, practicado por el pueblo Kwakiutl, en la región de Vancouver, o el legendario kula, de los habitantes de las islas Trobriand, en el Pacífico sur.

Deducimos a partir de éstos y otros ejemplos que, en tanto fenómeno psíquico y social, cada individuo se ve rebasado por el alcance, la profundidad y el carácter multidimensional de su propia persona o "ser en el mundo", por llamarle de alguna forma. Valga como ejemplo la imagen de un pozo en cuyas aguas se refleja el tupido firmamento de una noche sin luna. Nuestro mundo interior, obviamente representado por el pozo, es hondo, oscuro y desconocido. El firmamento, por su parte, representa nuestro mundo social, igual de insondable y misterioso, tan parecido a grupos de constelaciones; inscrito en la capa más visible de nuestro ser, en la fina piel de nuestra vida cotidiana.

Ambas dimensiones, interna y externa, son virtuales; es decir, aparentes, aunque no por ello menos reales y determinantes. Están hechas de símbolos, lenguajes y experiencias. La dimensión externa, por ejemplo, no sólo está conformada por el conjunto de gente con la que cada individuo interactúa y se relaciona, sino también por lo que se dice de uno y por lo que cada quien significa para quienes lo rodean; es decir, por las consecuencias de su presencia en el mundo, mucho más amplia e incontrolable de lo que los individuos creen. Con razón dice Nietzsche: "Toda la filosofía se basa en la premisa de que pensamos, pero es igualmente posible que estemos siendo pensados".

Pensemos en los grandes eventos sociales como las bodas o las fiestas de quince años. Quien haya tenido que organizar uno de estos eventos y hacer la lista de invitados verá iluminarse poco a poco cada uno de los astros que conforman la constelación de su vida social, y el hilo de luz que los une. Lo mismo sucede con los nacimientos y los funerales. La amplitud de la persona, hacia dentro y hacia afuera, se da en el tiempo y en el espacio, es anterior y posterior a la vida, y está condicionada por un sinfín de circunstancias y casualidades misteriosamente entrelazadas. Antes de nacer, e incluso antes de ser concebido, el individuo posee una existencia latente, sin rostro ni nombre; es mera expectativa. Sin embargo, ya entonces su presencia brilla en la imaginación de sus padres, quienes le dan un rostro, un nombre y un destino hipotéticos. En forma similar, la muerte representa la extinción física del individuo y, en muchos casos, el punto final de su historia, pero no significa el fin de su existencia. Al morir, el individuo se hace presente en la memoria de los vivos, en la posteridad de sus obras y sus actos; se convierte en nota resonante que perdura un tiempo en medio de la nada y se disuelve poco a poco en el silencio.

Un ejemplo que nos ayuda a entender este fenómeno es el de los amores platónicos. En estos casos, el individuo reluce por algo que no es necesariamente inherente a él o ella, pero que forma parte de su persona en la medida en que su amante lo reinventa en su imaginación , más allá de lo que el otro es o puede ser en la realidad. Lo mismo pasa con las figuras públicas, como los ídolos populares. Muchos de estos individuos se ven rebasados por la dimensión externa de su persona que, en ocasiones, suele adquirir dimensiones monstruosas y termina por devorarlos. Los políticos son otro buen ejemplo de cómo el individuo se difumina poco a poco en el juego del poder y en el mar de las palabras vacías, quedando sólo la sombra, la figura; o bien, de cómo los actos de una sola persona dotada de gran autoridad, desbordada en sus límites, pueden afectar el destino de miles o millones de individuos.

Sin embargo, el caso más característico de dicha amplitud, sin duda, es el de las figuras inmortales. Cuando hablamos de Platón, Beethoven o Sor Juana, no nos referimos tanto al individuo como a su obra y su significado: una entidad que ha logrado trascender las generaciones y que posee una existencia propia, más allá de la vida de sus creadores, que no obstante constituye el pase breve y obligatorio hacia la eternidad. Todo esto gracias a la memoria y a nuestra naturaleza simbólica; es decir, la capacidad mental de poner una cosa en lugar de otra para hacer visible lo invisible, aprehender las cosas intangibles, y poner entre paréntesis al tiempo y al espacio.

Un tema tan extenso y con tantas vertientes no puede agotarse en unas cuantas líneas. Hace falta una investigación mucho más profunda y cuidadosa que tome en cuenta otros estudios y reflexiones al respecto, que ofrezca nuevos ejemplos, y ayude a entender, entre otras cosas, la relación entre ambas entidades, en distintas culturas y en distintos momentos de la historia, su actual replanteamiento (junto con otros fenómenos como la fama y la privacidad), así como el papel real y aparente que juegan, y habrán de jugar, Internet y el reciente fenómeno de las redes sociales.

*En la foto, ejemplo de lo insondable e incontrolable que puede ser nuestra dimensión externa: miles de fans se arremolinan frente al palacio de Buckingham para ver a los Beatles, luego de su encuentro con la reina de Inglaterra, el 26 de octubre de 1965.

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