martes, 15 de febrero de 2011

El pequeño cadáver


Nunca había estado en un velorio. Es triste, dramático y aburrido. Lo peor de todo es tener que ponerse un traje, tan asfixiante como un ataúd, y soportar por horas el llanto y la desesperación de todo el mundo.

Lo único interesante fue ver el cadáver de Carlos. Parecía más un maniquí, tieso y elegante, que un niño de carne y hueso. Cuando me asomé al ataúd abierto, me dio la impresión de que su cuerpo no era más que una caja vacía.

Siempre quise ver un muerto. Me interesan mucho las ciencias naturales y para nada creo en fantasmas. De grande me gustaría ser médico o veterinario. Quizás veterinario, pues también me gustan los animales.

Cuando entramos al velatorio, mi mamá fue a abrazar a la mamá de Carlos, que de tanto llorar no se daba cuenta de nada. Mi papá se acercó al de Carlos, le dio un abrazo muy sentido con varias palmadas fuertes en la espalda, y se salieron a fumar en silencio junto con otros señores. No son amigos y casi nunca se ven, salvo en las juntas de padres de familia, pero mi papá dice que las desgracias estrechan los lazos entre las personas, y que es un deber moral apoyar a los que sufren un dolor tan grande. De camino, mi mamá me apretó la mano muy fuerte y con voz temblorosa me dijo que yo soy el regalo más hermoso que le ha dado la vida, y que se volvería loca si yo me muriera.

El lugar estaba lleno de gente. Estaba la familia de Carlos, la directora de la escuela, varias maestras y algunos de mis compañeros. Me fui al rincón donde estaban ellos. Se veían tristes y confundidos. Algunos habían llorado y no los culpo; la muerte de Carlos fue una sopresa terrible para casi todos. Había faltado más de una semana. Ya hasta pensábamos que se había cambiado de escuela, pero la maestra nos explicó que estaba enfermo y que regresaría en cuanto se curara. Ayer, casi al final de la clase, la directora entró al salón y nos dijo, muy seria, que Carlos había muerto en la madrugada, a causa de una enfermedad rara y fulminante. Nos quedamos boquiabiertos, sin nada qué decir. La maestra empezó a llorar, y la directora empezó a hablarnos de la vida y la muerte. A mí me dieron ganas de vomitar.

Carlos era un tonto. Todos lo sabíamos. A nadie le caía bien, y pienso que por eso ahora nos sentimos tan mal, no porque nos duela su muerte o lo vayamos a extrañar. Mis amigos y yo nos lo trajimos de bajada tres años. Gabriel fue quien primero la agarró contra él, y los demás lo seguimos. La verdad es que ni me acuerdo por qué; aunque supongo que fue por feo y por tonto. A mí no me caía ni bien ni mal, pero me gustaba chingarlo sólo por hacerlo enojar. Le poníamos apodos, le quitábamos sus cosas, le decíamos que era maricón. Se ponía furioso y nos perseguía por el patio, pero era lento y nunca nos pudo alcanzar.

Con el tiempo nuestras bromas se hicieron más pesadas. Un día, en clase de música, Gabriel le puso una tachuela en la silla. Carlos ni se dio cuenta y al sentarse se clavó la tachuela en las nalgas. Gritó: "¡Ay cabrón!" en el momento en que entraba el profesor, que como es muy serio y amargado, lo sacó de clase con un reporte de cuarenta puntos por decir groserías. ¡Cómo nos reímos todos, hasta las mujeres!

Al acordarme de esto en el velatorio me dieron ganas de reír. Cerré los ojos y traté de pensar en otra cosa, pero la mente me traicionó y dejó pasar otro recuerdo, todavía más chistoso, del día en que le bajamos los pantalones enfrente de toda la clase, y también de cuando me pasé toda la mañana quemándole el cuello con una pluma. Fue Gabriel quien me enseñó a hacerlo: rayas la formaica del pupitre una y otra vez , con fuerza, hasta calentar la punta del bolígrafo; ya que está bien caliente se lo pones en la nuca al que se sienta delante de ti. Se siente como un piquetito ardiente, que te hace brincar. Me acordé de cómo se volteó y me dijo, con cara de bobo: "No te pases, salen bolas", y dejé escapar una risita que mi papá congeló inmediatamente con una mirada.

Ahora que lo pienso, no entiendo por qué las maestras no nos decían nada. Es decir, a veces nos regañaban y nos enviaban a casa con reportes de mala conducta para que nuestros papás estuvieran enterados, pero eso no impidió nunca que nos burláramos de él o le pegáramos, incluso en el salón de clase. Por ejemplo, una vez que nos llevaron a misa, Gabriel le estuvo picando el culo todo el tiempo, diciéndole que era el amante de Satanás, y nadie le dijo nada. Una niña fue un día a la Dirección para denunciar la manera en que tratábamos a Carlos, pero no le hicieron caso. Creo que la principal razón es que a las maestras tampoco les caía bien. Era el último en todo: en matemáticas, en inglés, en deportes... Otro día, el profesor de educación física le pidió que se callara pues lo enfermaba su voz. Como no obedeció, lo castigó dejándolo parado toda la clase, bajo el rayo del sol, con los brazos extendidos y sostendiendo un diccionario en cada mano. Un día que arrancó una hoja de su cuaderno, la maestra se la pegó con diurex en la cabeza, como si fuera un moño de niña, y lo obligó a llevarla puesta hasta que dio la hora de la salida.

¡Bah! ¡Se lo merecía! Si no, ¿por qué se dejaba que le hiciéramos de todo?, ¿por qué no le rompió la boca a ninguno de quienes lo molestábamos? Vi una vez una pelea entre dos niños de otro salón. Uno de ellos, flaco y chaparrito, tenía una hermana más grande, que era muy bonita y que a todos les gustaba. Se la pasaban haciendo chistes vulgares de ella y su mamá, hasta que un día el muchacho ya no aguantó más y retó a pelear al que más lo molestaba. A la salida, nos fuimos todos detrás de la escuela para hacer bola. El agraviado iba unos cuantos pasos adelante y en el momento menos pensado se volteó y le conectó al otro un puñetazo limpio y certero en la cara, dejándolo fuera de combate, con la boca y la nariz ensangrentadas. Nunca he visto otra muestra de valor como aquella. Por demás esta decir que ni el fulano aquel ni nadie se volvieron a meter con la familia de ese valiente que tan bien se supo ganar el respeto de los demás.

En cambio, parecía que a Carlos le gustaba que lo jodiéramos. Lo peor es que al principio nos consideraba sus amigos. Un día llevó los discos de su papá, que fue roquero en su juventud. Nosotros no sabíamos nada de esa música y tampoco nos importaba, pero para él eran como un tesoro, y se comprometió a regalarnos una copia. En el recreo, alguien (créanme, no fui yo) se metió al salón, abrió su mochila y sacó los discos para llevárselos a Gabriel, que comenzó a sacarlos de su funda y a estrellarlos contra la pared alta que está al final del patio mientras los demás nos reíamos. Cuando Carlos vio lo que estaba haciendo Gabriel, se puso rojo, y juro que las lágrimas saltaron de sus ojos como un chisguete, igual que en las caricaturas. Le gritó a Gabriel que era un pinche ojete, que ahora sí se había pasado, y se lanzó sobre él. Lo pescó del cuello y lo tuvo así unos instantes, mirándolo con odio infinito. Nadie dijo nada. De haberlo querido, pudo haberle dado una paliza ahí mismo y ponerlo de rodillas para siempre (yo vi el miedo en los ojos de Gabriel), pero no tuvo el valor de pegarle. Lo soltó y se fue llorando a la Dirección para acusarnos a todos. La directora consideró que ya era demasiado, suspendió a Gabriel por tres días y mandó llamar a sus papás para contarles lo sucedido.

La cosa no paró ahí sino que se puso peor. Gabriel quería vengarse, así que lo acompañamos días después a la colonia donde Carlos vivía. Ahora bien, fue en esa época que nos dio por jugar a los nazis. Nos gustaba todo de ellos: el saludo, el uniforme, la bandera y, por supuesto, el Führer. Yo me la pasaba dibujando esvásticas en mis libros y cuadernos, e investigando sobre la segunda guerra mundial, pero Gabriel fue mucho más lejos, pues le puso doble forro a sus libretas, con fotos de Hitler escondidas para que no las viera la maestra. En el descanso, las sacaba, las besaba y se hincaba frente a ellas.

Digo esto porque aquella tarde llevamos a Carlos a nuestro "campo de concentración". Me apena decirlo, pero fui yo quien fue a buscarlo a su casa para decirle que Gabriel quería disculparse con él y que lo esperaba en el parque. Cuando salió, lo llevamos a una construcción abandonada, donde estaba Gabriel, fumando, sentado en una vieja silla de despacho que había por ahí. Le dijo que éramos agentes de la Gestapo, que íbamos a castigarlo ahí mismo por indio y por soplón, y que jamás lo íbamos a dejar tranquilo ni a él ni a su familia. Lo agarramos de los brazos, Gabriel apagó su cigarro y caminó hacia él mientras se bajaba el cierre del pantalón. "Voy a ver si es cierto que eres maricón; te voy a violar", le dijo mientras el otro gritaba y nos escupía, luchando por zafarse. Claro que sólo queríamos asustarlo pero creo que se nos pasó la mano. Al final, le echamos un montón de tierra en la cabeza y lo dejamos ahí solo, llorando como de costumbre.

La verdad es que me da vergüenza acordarme de esto, y quisiera que el tiempo pasara lo más pronto posible para olvidar esta sensación tan fea de haber traicionado el cariño y las cosas buenas que me enseñaron en casa. Me pregunto por qué este sentimiento vino después, cuando el mal ya estaba hecho, y no antes, cuando estaba a tiempo de arrepentirme. Lo de los nazis terminó mal. Mandaron llamar a mi mamá de la escuela, y esa noche mi papá me llevó a mi cuarto, cerró la puerta y me pidió que le enseñara mis libros y cuadernos. Cuando empezó a hojearlos y vio todas esas estupideces sobre Hitler y los judíos, me preguntó si acaso no sabía el horror que había detrás de todo aquello, y me dijo que me iba a quitar a golpes lo pendejo e ignorante. Se quitó el cinturón y me dio una tunda que hasta me sacó sangre de los brazos y las piernas. Luego me mandó a acostar, sin haber cenado.

Poco después, Carlos dejó de ir a la escuela. Quién sabe si el miedo que sintió aquella vez no hizo que se enfermara. Cuando nos enteramos de su muerte, Gabriel dijo que no le importaba y que ya encontraría otro a quién joder. Estoy seguro de que fingía. Hubo quienes se asustaron mucho, pensando en lo malos que habían sido con Carlos y temiendo que su fantasma fuera a cobrar venganza. Otros nos miraron como si nos reprocharan todo lo que le habíamos hecho al pobre. Yo de lo que tengo miedo es de las cosas que pensé y sentí esa tarde en el "campo de concentración". Fue como una punzada debajo del ombligo, como un hambre de ser malvado, de dejarme ir, de convertirme en demonio. Es algo que me llena de horror, aunque quizás no sea para tanto. De no haber sido nosotros, otros habrían sido los encargados de atormentar a Carlos, porque era débil y tonto, y porque así son las cosas en la escuela y en la calle. También creo que de haber tenido la oportunidad, habría sido un hijo de puta tan malo o peor que Gabriel. Quizás ya era un tirano con su pequeña hermana, que casi no lloró y tampoco se asomó al ataúd para despedirse de él.

Para Paola Gallo (q.e.p.d.), joven defensora de los derechos humanos

3 comentarios:

madame dijo...

Me encantó el pequeño cadáver. Me parece una historia bastante obscura, supongo que es por escuchar el frío testimonio de un niño sobre la muerte. Felicidades.

Babilonia chilanga dijo...

Sobre la muerte y la vida, querida madame. Gracias por tu comentario.

Leopoldo Noyola Rocha dijo...

Me encantó el relato, inevitablemente recuerda uno a los propios Carlos de su vida. Lo cierto es que el mundo de los niños es lo que quieran menos angelical. Saludos.