jueves, 17 de junio de 2010

Homenaje tardío a Gabriel Vargas


Entrevisté a Gabriel Vargas en marzo o abril de 2003, aunque conocía su obra de muchos años atrás. Durante mi infancia La familia Burrón fue una de mis lecturas imprescindibles, mi primer y más importante texto de Ciencias Sociales. Conocía bien a sus personajes, su lenguaje de picaresca, su estética y su humor cargado de desencanto ante un país abrumado por la corrupción y la crisis económica.

Cuando lo conocí personalmente, don Gabriel era ya muy anciano: todo arrugado, pequeño, delgado, pulcramente vestido con traje y corbata. Caminaba con bastón y necesitaba que lo ayudaran a sentarse y ponerse de pie. Años atrás había sufrido una embolia y tenía una parte del cuerpo semiparalizada, lo que le dificultaba hablar. No obstante, era un hombre de gran agudeza intelectual. Daba gusto hablar con un hombre de talento. Soportaba de mala gana el peso de los años y las limitaciones que le imponía su enfermedad. Su temperamento era muy parecido al de su personaje don Regino Burrón: serio, melancólico, de gran sencillez y extraordinaria capacidad de trabajo. Rechazaba halagos y honores, y se definía a sí mismo como "el más humilde de los dibujantes mexicanos".

La entrevista tuvo lugar un sábado por la tarde. Vivía en el primer piso de un edificio de la colonia Cuauhtemoc, muy cerca del monumento a La Madre, y ocupaba el departamento de a lado como estudio. Éste era enorme y anticuado, lleno de muebles y libros, cuadros, reconocimientos, hojas sueltas, un reestirador de dibujante, un escritorio con computadora, y sobre una mesita de madera, protegida por una campana de cristal, una marioneta de Borola Tacuche, enfundada en su abrigo de diva.

Por aquel entonces don Gabriel estaba ocupado en diversos proyectos: elaboraba una tira cómica que aparecía cada jueves en El Sol de México, colaboraba en un semanario político cuyo nombre no recuerdo, preparaba la antología de La familia Burrón que en los últimos años ha sido publicada por la editorial Porrúa, además de mantener viva dicha revista, con un número nuevo cada semana. Todos los días, él y su secretaria Guadalupe trabajaban incansablemente en la redacción de los distintos argumentos, que luego se enviaban a su sobrino Agustín Vargas, quien se encargaba de ilustrarlos. Desde hacía años que don Gabriel no dibujaba, a raíz de su embolia.

Fui a la entrevista armado con la mayor ingenuidad, pensando que el creador de los Burrón sería una especie de Walt Disney feliz. Nada más alejado de la realidad. Al preguntarle, por ejemplo, a cual de sus personajes le tenía más cariño, me respondió con tono áspero: "¡A ninguno! Sólo son trabajo. Comencé a dibujar muñequitos por necesidad y hasta la fecha para mí son eso: trabajo. ¡No le tengo cariño a ninguno de mis personajes!". Hablaba de forma muy parecida a éstos: en un estilo antiguo, con prosapia, jiribilla y algunas gotas de amargura. Dijo sentirse admirado por todos los avences tecnológicos que le había tocado presenciar a lo largo de su vida, como por ejemplo el desarrollo de la aviación: "¿Quién iba a pensar que esas grandes máquinas iban a poder sostenerse en vuelo sobre sus trepidantes alas? Todo cambia, pero el hombre sigue siendo el mismo". Habló con pesar de la ignorancia y estupidez del hombre, que permitía que desequilibrados como George W. Bush (que acababa de invadir Irak) lo gobernasen.

Habló largamente de sus personajes y los modelos que tomó para crearlos. Me contó lo que ya muchos han dicho en las últimas semanas: que utilizó la palabra "Burrón" para definir a un individuo que por más que trabaja no logra superarse. "Burrón" para Gabriel Vargas era aquella persona que no progresa a causa de su honradez, en un país donde la corrupción es para muchos la llave segura del éxito: un burro, pues. Expresó su total decepción respecto a los políticos mexicanos, a quienes reprochó su codicia, su carácter atrabiliario y su falta de amor al pueblo. Dijo que su trabajo estaba hecho de "fantasías apegadas a realidades, y es por eso que los políticos me tienen agarrado de las orejas".

Recordó los viejos tiempos en que gozaba de buena salud y estaba al frente de un estudio con quince o veinte dibujantes. No paraba nunca y fue por eso que enfermó. "Ahora soy sólo un viejo tonto, pero antes tenía yo el ingenio a flor de labios". También me contó que para él lo más fácil era crear una historia: "Hay escritores que se devanan la cabeza y se hacen los muy atormentados, cuando es lo más sencillo del mundo. Basta con salir a la calle y observar. De cualquier lugar puede salir una historia".

La familia Burrón fue siempre un producto popular, sin pretensiones intelectuales; destinado al consumo y entretenimiento del pueblo que se veía retratado en sus páginas. No obstante era mucho más que eso. Era una estampa desnuda de las penurias de los pobres que habitan esta ciudad y el desamparo en que viven por culpa de las autoridades y de su propia indolencia. A pesar de este cuadro deprimente, varios de sus capítulos son de verdad hilarantes y descabellados. Recuerdo, por ejemplo, un episodio que leí de niño, a principios de los ochenta, en el que Borola intenta formar con sus vecinas una banda de ladronas y emular a los hampones profesionales de aquel entonces: gobernantes, jefes policíacos y líderes sindicales como José López Portillo, Joaquín Hernández Galicia (a) "La Quina" y Arturo "El Negro" Durazo. Cuando su hija Macuca le reclama, Borola le responde: "Ya estoy harta de ser pobre. Si tu padre fuera un ratero, otro gallo nos cantara".

En la época en que entrevisté a Gabriel Vargas, La familia Burrón era una publicación verdaderamente marginal, que sobrevivía a las bajas ventas y a los achaques de su creador. Escribí entonces que se trataba de una publicación urgente para una sociedad sumida en el desánimo, que ante todo requería de buenos chistes. Hoy estoy más convecido que nunca de esto y creo además que el mejor homenaje que se le puede hacer a don Gabriel es reeditar su obra y publicarla en su formato original de historieta, al alcance de la clase popular y de las nuevas generaciones que, estoy seguro, se verán reflejadas en ella. Los tiempos cambian pero las penas y las alegrías son las mismas. Gabriel Vargas lo sabía muy bien.

1 comentario:

Dámaso Pérez dijo...

que gran lección, el que no tranza no avanza...

hay de dos sopas o te friegas el lomo y no llegas a nada

o te hace raterillo y juntas tus fierritos... chale