Hasta hace unas semanas, los sábados al caer la tarde, en la intersección de las calles Saint Jacques, de Bonne y la avenida Blanchard, se podía ver y escuchar un grupo de jazzistas callejeros que hacían las delicias de los transeúntes que circulan por el centro de la pequeña y apacible ciudad de Grenoble.
Se trataba de la alineación clásica de las bandas de Nueva Orleans conformadas por tres instrumentos: trompeta, banjo y contrabajo. Por unas monedas interpretaban algunos de los viejos temas del swing y del rag-time; y sobra decir que eran excelentes. Tocaban perfectamente acoplados, sin equivocaciones, con el sentimiento a flor de piel, turnándose en la voz cantante y volviendo a reencontrarse con precisión instintiva. Entregaban todo de sí en cada pieza: concentrados, algunas veces con los ojos cerrados, dejándose llevar por la mágica corriente del sonido. Acariciaban cada nota, la cuidaban y la hacían crecer como un pájaro que palpitaba entre sus manos antes de echar a volar y perderse en el aire.
De vez en cuando, a mitad de una frase, se veía a los músicos intercambiar miradas y sonrisas de complicidad cuando alguno de ellos improvisaba sobre la base armónica; y es que lo suyo no era un simple ejercicio mecánico, una rutina que llevaran a cabo con el único fin de ganarse la vida, sino un juego basado en la continua sorpresa. Esto lo entendían bien los numerosos niños que, acompañados de sus padres, se detenían a escuchar atentamente, hipnotizados por la cadencia de aquellas tonadas alegres y sencillas. Algunos de estos pequeños comenzaban a bailar, movidos por el ritmo. Y no sólo los niños: la calidad interpretativa de estos músicos congregaba a su alrededor a varias personas que hacían una pausa en su camino para oírlos tocar y dejar una moneda en su sombrero. Por espacio de una hora, más o menos, la intersección de las citadas calles se volvía una pequeña fiesta pública.
Sin embargo, hace unas dos o tres semanas, mientras atacaban "Caravan", inmortal composición de Duke Ellington, en el momento preciso en que el viejo trompetista llegaba al clímax de su interpretación y todos los presentes nos dejábamos envolver y transportar por el dulce sonido de su instrumento, llegaron dos policías a bordo de una patrulla, quienes con la mayor falta de respeto interrumpieron la pieza para pedir a los músicos que mostraran su permiso del ayuntamiento para tocar en la calle. Como era obvio que no lo tenían, les pidieron −con toda cortesía, eso sí− que se retiraran, ¡alegando que obstruían la vía pública y alteraban la tranquilidad de aquella hermosa tarde!
La gente no supo qué hacer mas que despedir a los músicos con un aplauso y luego se dispersó por las calles. Éstos se la tomaron con bastante buen humor, pese a todo, y comenzaron a guardar sus instrumentos. Nadie osó interceder por ellos, salvo un hombre en evidente estado de ebriedad que había estado escuchándolos con gran atención, siguiendo con la cabeza y con las manos el ritmo y la evolución de la melodía, gritando entusiasmado a cada nuevo fraseo, como uno más de la banda. Es cierto que era impertinente, pero también es verdad que sólo disfrutaba de la música sin hacer daño a nadie y que fue el único con valor suficiente para protestar por aquel acto arbitrario. No lo hizo de modo violento, tan sólo se acercó a los policías para preguntarles el porqué de su proceder, como cualquier ciudadano.
Sin embargo, lejos de escuchar, los policías juzgaron su aliento alcohólico como motivo suficiente para arrestarlo, ponerlo contra la patrulla y esposarlo. En su azoro, el pobre hombre sólo alcanzaba a balbucear con voz pastosa que era inocente, mientras uno de los agentes le enumeraba sus derechos en voz alta y el otro esculcaba sus bolsillos buscando armas que demostraran su culpabilidad. Finalmente las encontró: un teléfono celular y dos botellitas de whisky; pruebas contundentes e irrefutables de su extrema peligrosidad. A empellones lo subieron al asiento trasero de la patrulla, desde donde miraba hacia la calle con el rostro descompuesto y los ojos inyectados de sangre. Algunos contemplaban la escena con curiosidad, e incluso con indignación, pero en el más completo silencio. Para entonces los músicos ya se habían retirado, era de noche y las calles comenzaban a vaciarse poco a poco.
Se trataba de la alineación clásica de las bandas de Nueva Orleans conformadas por tres instrumentos: trompeta, banjo y contrabajo. Por unas monedas interpretaban algunos de los viejos temas del swing y del rag-time; y sobra decir que eran excelentes. Tocaban perfectamente acoplados, sin equivocaciones, con el sentimiento a flor de piel, turnándose en la voz cantante y volviendo a reencontrarse con precisión instintiva. Entregaban todo de sí en cada pieza: concentrados, algunas veces con los ojos cerrados, dejándose llevar por la mágica corriente del sonido. Acariciaban cada nota, la cuidaban y la hacían crecer como un pájaro que palpitaba entre sus manos antes de echar a volar y perderse en el aire.
De vez en cuando, a mitad de una frase, se veía a los músicos intercambiar miradas y sonrisas de complicidad cuando alguno de ellos improvisaba sobre la base armónica; y es que lo suyo no era un simple ejercicio mecánico, una rutina que llevaran a cabo con el único fin de ganarse la vida, sino un juego basado en la continua sorpresa. Esto lo entendían bien los numerosos niños que, acompañados de sus padres, se detenían a escuchar atentamente, hipnotizados por la cadencia de aquellas tonadas alegres y sencillas. Algunos de estos pequeños comenzaban a bailar, movidos por el ritmo. Y no sólo los niños: la calidad interpretativa de estos músicos congregaba a su alrededor a varias personas que hacían una pausa en su camino para oírlos tocar y dejar una moneda en su sombrero. Por espacio de una hora, más o menos, la intersección de las citadas calles se volvía una pequeña fiesta pública.
Sin embargo, hace unas dos o tres semanas, mientras atacaban "Caravan", inmortal composición de Duke Ellington, en el momento preciso en que el viejo trompetista llegaba al clímax de su interpretación y todos los presentes nos dejábamos envolver y transportar por el dulce sonido de su instrumento, llegaron dos policías a bordo de una patrulla, quienes con la mayor falta de respeto interrumpieron la pieza para pedir a los músicos que mostraran su permiso del ayuntamiento para tocar en la calle. Como era obvio que no lo tenían, les pidieron −con toda cortesía, eso sí− que se retiraran, ¡alegando que obstruían la vía pública y alteraban la tranquilidad de aquella hermosa tarde!
La gente no supo qué hacer mas que despedir a los músicos con un aplauso y luego se dispersó por las calles. Éstos se la tomaron con bastante buen humor, pese a todo, y comenzaron a guardar sus instrumentos. Nadie osó interceder por ellos, salvo un hombre en evidente estado de ebriedad que había estado escuchándolos con gran atención, siguiendo con la cabeza y con las manos el ritmo y la evolución de la melodía, gritando entusiasmado a cada nuevo fraseo, como uno más de la banda. Es cierto que era impertinente, pero también es verdad que sólo disfrutaba de la música sin hacer daño a nadie y que fue el único con valor suficiente para protestar por aquel acto arbitrario. No lo hizo de modo violento, tan sólo se acercó a los policías para preguntarles el porqué de su proceder, como cualquier ciudadano.
Sin embargo, lejos de escuchar, los policías juzgaron su aliento alcohólico como motivo suficiente para arrestarlo, ponerlo contra la patrulla y esposarlo. En su azoro, el pobre hombre sólo alcanzaba a balbucear con voz pastosa que era inocente, mientras uno de los agentes le enumeraba sus derechos en voz alta y el otro esculcaba sus bolsillos buscando armas que demostraran su culpabilidad. Finalmente las encontró: un teléfono celular y dos botellitas de whisky; pruebas contundentes e irrefutables de su extrema peligrosidad. A empellones lo subieron al asiento trasero de la patrulla, desde donde miraba hacia la calle con el rostro descompuesto y los ojos inyectados de sangre. Algunos contemplaban la escena con curiosidad, e incluso con indignación, pero en el más completo silencio. Para entonces los músicos ya se habían retirado, era de noche y las calles comenzaban a vaciarse poco a poco.
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