por: Eduardo Rodríguez Flores
Desde hace tiempo, el tema de la migración a Estados Unidos se ha convertido en uno de nuestros grandes lugares comunes, lo cual no es de extrañar dado el elevado número de compatriotas que, a través de los años, han decidido aventurarse en las profundidades del sueño americano; y la huella que dicho éxodo ha dejado en la cultura y sociedad de ambas naciones. La realidad de la migración se repite una y otra vez en películas y canciones, en discursos políticos, en proyecciones económicas y opiniones especializadas; pero sobre todo, en la charla cotidiana de los miles de hombres y mujeres que, con mayor o menor fortuna, han ido y vuelto del vecino país del norte, o que han visto partir a sus padres, hijos, hermanos o esposos en busca de la consabida promesa de oportunidades que aquí no encuentran. Total, que de tanto oír relatos de este tipo, había olvidado que yo también tengo mi propia historia de migración. Como verán más adelante, es un tanto diferente a las demás, y sin embargo no está exenta de dramatismo y belleza; además, posee su carga de sueños, desengaños y nuevas experiencias, enmarcadas por la distancia y la presencia del desierto, la frontera y sus fantasmas.
Fue en 1987. Tenía yo doce años y acababa de terminar la escuela primaria. Mi padre, militar de carrera, fue asignado a un batallón en Ciudad Juárez, Chihuahua. Ése fue el primero de muchos cambios de residencia que, en adelante, habríamos de experimentar mi familia y yo. En aquel entonces, la violencia desatada por la mafia en esa región no alcanzaba los niveles escalofriantes de hoy en día, y tampoco había comenzado la larga serie de feminicidios que tan triste fama le han dado en años recientes. Por lo tanto, Ciudad Juárez no era para nosotros sino un punto distante, el más apartado de la geografía nacional, lejos de nuestros parientes y conocidos, lejos de nuestra vida apacible en un suburbio de la ciudad de México. Por otro lado, significaba la cercanía con Estados Unidos, que era para mí una tierra prometida de tecnología y artículos de vanguardia, y la oportunidad de aplicar mis conocimientos en inglés, lengua que llevaba seis años estudiando afanosamente en un colegio bilingüe. Además, ir a vivir en aquellas latitudes representaban la posibilidad de ver nevar por vez primera, lo cual nos llenaba a todos de gran emoción.
Mi padre partió un mes antes que nosotros, y mientras mi madre, mis dos hermanos y yo nos quedamos a empacar y poner la mudanza. Durante ese tiempo, el nombre de “Ciudad Juárez” dio vueltas en mi cabeza una y otra vez. Su sonoridad me parecía imponente, como el nombre de un rey o un pontífice. Cerraba los ojos y veía un enorme pedestal con la efigie del Benemérito de las Américas mirándome desde lo alto con severidad. Pasaba horas contemplando un mapa de la República, del tamaño de una sábana extendida, viendo aquel punto y midiendo la distancia entre éste y la capital, tratando de imaginar qué había en aquella enormidad de territorio. Mi curiosidad y mis expectativas eran tan altas que no recuerdo haber sentido tristeza de dejar mi casa y mis amigos.
Salimos de la ciudad de México una noche a mediados de septiembre. Mi madre escogió viajar en tren suponiendo que, además de barato, sería más cómodo ir en un vagón de primera clase con camarote, baño y comedor, que permanecer 26 horas sentados en un autobús; sobre todo tomando en cuenta que, en aquel tiempo, David, mi hermano menor, no cumplía un año todavía. No obstante, el camarote resultó mucho más pequeño e incómodo de lo que esperábamos, no había carro comedor, el baño despedía un penetrante olor a desinfectante que irritaba los ojos, y el trayecto hasta Ciudad Juárez duró 36 horas. Por si fuera poco, uno o dos días antes de partir, mi hermano contrajo una fuerte infección en las vías respiratorias. Aún conservo la impresión de nuestra partida, caminando con paso apurado por los andenes de la vieja estación de Buenavista, ahora sí, llenos de nostalgia por la vida que dejábamos atrás. El camarote estaba acondicionado con dos literas, una sobre otra; mi hermana Dulce María —entonces de seis años— y yo, ocupamos la cama de arriba, mientras que mi madre se acomodó abajo, llevando a David entre sus brazos. Esa noche me costó mucho dormir, pues no estaba acostumbrado al monótono crujir de las ruedas del tren deslizándose sobre los rieles. Supongo que mi madre tampoco pudo conciliar el sueño, no tanto por el ruido sino por la preocupación y la incertidumbre de lo que nos depararía el futuro.
Poco a poco, a medida que avanzábamos hacia el norte, se nos fueron revelando el desierto y sus habitantes. Al otro día, en algún momento del viaje, mi madre y yo contemplamos desde el pasillo del tren la gran llanura blanca que se extiende antes de llegar a Torreón, tapizada toda de mezquites, nopales y gobernadoras; seca y agreste como un inmenso mar prehistórico. Y más allá, la imponente serranía iluminada por los rayos de la tarde, bajo un cielo límpido y profundo. Era la primera vez que veíamos un paisaje tan extraordinario, y ambos quedamos sobrecogidos por su belleza y gravedad. Recorrimos muchos poblados con nombres extraños, como “La Colorada”, “El Gorrión”, “Los Ahorcados”, “El San Quintín”. Eran caseríos perdidos en medio del desierto, sin calles ni caminos, y sin otro medio de transporte que el tren. Nos detuvimos en todos ellos para “subir pasaje”. Al lado de las vías corrían niños de piel tostada, cubiertos de polvo, que se apostaban a la puerta de los vagones para vendernos sodas y burritos.
David no mejoraba. Olvidé decir que, por el apresuramiento de la partida, mi madre lo había llevado a un consultorio médico cerca de la casa, y no con el pediatra que normalmente nos atendía. El médico que lo revisó le recetó un medicamento que no surtió efecto alguno. Cada que el tren se detenía para que los pasajeros bajáramos a comer algo, mi madre iba a la cocina de las loncherías, y pedía permiso para calentar un poco de agua y preparar la leche en polvo de mi hermano. Al bajar en Torreón nos vimos rodeados por una multitud que se arremolinaba al lado del tren, y que a jalones y empujones intentaba subir a los vagones de segunda clase. Incluso había quienes trepaban y se metían por las ventanillas. Mi madre cogió con fuerza la mano de Dulce para que no fuera a perderse entre aquel gentío. Sin embargo, no pudimos avanzar más y tuvimos que regresar nuevamente al camarote, tristes y azorados, con mi hermano ardiendo en fiebre y cada vez más inquieto.
Ya después, a la hora en que cae la noche, encontré una anciana en el pasillo y empezamos a conversar. Iba a Chihuahua, donde la esperaban su hijo, su nuera y sus nietos. Cuando le dije que nosotros íbamos a Ciudad Juárez, suspiró, y con aire pesimista me dijo que ella había estado muchas veces allá y que era un lugar de perdición donde reinaban la droga y la violencia, y donde las mujeres eran presa fácil de las redes de prostitución. Incluso me platicó la historia de una sobrina suya, de dieciséis o diecisiete años, que había ido a vivir a esa ciudad , y a los pocos meses ya trabajaba de mesera en una cantina. Luego me preguntó si yo tenía hermana, le contesté que sí, y me respondió lacónicamente: “Mmmmm, pues se va a perder”.
Ya se imaginarán la impresión que, a los doce años, causó en mí esta sentencia. Supongo que contesté cualquier cosa, y luego volví donde mi madre. Mis hermanos se habían quedado dormidos mientras que ella permanecía despierta, atenta de David, con la luz apagada y la cortina abajo. Me senté a su lado y le conté lo que acababa de escuchar. Todavía era joven, y pienso que las palabras de la anciana debieron inquietarle tanto o más que a mí: con dos hijos pequeños y otro a un paso de la adolescencia, rumbo a un lugar desconocido en donde no conocía a nadie, y que de repente adquiría perfiles tan ominosos. Para colmo, mi padre había salido a la sierra, y estaría de campaña durante varias semanas, de modo que estábamos los cuatro solos. No obstante, mi madre me respondió que no tuviera miedo, que estábamos juntos y que Dios estaba de nuestro lado; me dijo que teníamos que ser fuertes, y aprender a volar sin ensuciarnos las alas. Luego nos quedamos callados, en el camarote, a oscuras, mientras el tren avanzaba a través de las sombras. Esta vez, el crujir de las ruedas me arrulló hasta quedarme dormido, recostado junto a ella.
Llegamos a Ciudad Juarez al día siguiente muy temprano. Desperté y fui a asomarme por las ventanas del pasillo. Afuera no había más que desierto, pero esta vez ya no era la llanura lo que tenía frente a mí, sino un paisaje mucho más extraño, similar al desierto del Sahara. Ya había leído yo sobre este paraje: eran las dunas de Samalayuca, elevándose por doquier como olas de arena en un mar encrespado. Por lo que había leído, supe que no estábamos lejos de nuestro destino, si acaso unos cincuenta o cuarenta kilómetros. Media hora más tarde, aquí y allá comenzaron a aparecer casuchas miserables, en nada diferentes a las que hay en la periferia del Distrito Federal. Éstas fueron multiplicándose, formando manzanas y barrios enteros. Mi madre, con David en brazos, y mi hermana también salieron al pasillo para contemplar lo que sería nuestra nueva residencia: más y más casas de lámina y cartón, grandes plantas maquiladoras y deshuesaderos (que por allá son conocidos como “yonkes”) que poco a poco le iban ganando terreno al desierto, de la misma forma en que los sueños e imágenes que habíamos cultivado antes de partir iban cediendo ante aquella realidad.
Todavía tengo en la boca la sensación de ansiedad al bajar del tren. Ahí estábamos, en medio de la estación, en una mañana fría y nublada. Cogimos un taxi para ir al batallón. Recorrimos calles sinuosas a través de ciudades perdidas.
—Oiga señor, ¿esto es Ciudad Juárez? —preguntó mi madre al chofer.
—Sí señora —respondió— y no espere ver más.
Mi madre, mi hermana y yo intercambiamos una rápida mirada.
Poco después llegamos al batallón, situado a las afueras de la ciudad, junto al reclusorio; al pie de un cerro pelón y rodeado por toda aquella miseria. Nos habían asignado una espaciosa casa con jardín en la unidad habitacional militar. Antes de salir de campaña, mi padre se había esmerado por dejar la casa lista para nuestra llegada, y así fue como la encontramos. De inmediato, mi madre fue a las oficinas del cuartel para hablar a la ciudad de México con el pediatra, quien recetó un nuevo medicamento. Dulce y yo corrimos a encender la televisión, a sabiendas de que se podían captar canales norteamericanos.
Ya por la tarde, el nuevo medicamento había funcionado y David mostraba una notable mejoría. Mi hermana y yo fuimos a la tienda del batallón para comprar algo de comer. En aquel entonces el ejército contaba con tiendas de autoservicio en cada una de sus unidades por todo el país. Tuve ahí mi segunda experiencia internacional: ¡chocolates y dulces gringos! Hoy en día, que estamos inundados de productos estadunidenses, esto puede parecer extraño e incluso ridículo para muchos, pero en aquel tiempo me parecieron de lo más exótico con sus envolturas color aluminio, sus diseños caprichosos y sus inscripciones en inglés. Compramos varios de ellos, y con esta dulce recompensa celebramos el inicio de nuestra nueva vida.
2 comentarios:
Uy mi Eduardito.. imposible no volver a sentir todo aquello tras ir leyendo cada una de esas líneas llenas de sentimientos, miedos, inocencias, relatos que día a día nos han hecho más fuertes como ser humanos y como esa familia que somos.
Como olvidar a la señora que en San Luis por pedir tantas cosas de comer el tren la dejó o nuestra primera parada en Aguascalientes que al levantar la mirada solo alcanzabamos a ver un puesto e tamales saturado de una multitud friolenta y hambrienta por consumir, puesto en el que nosotros solo consumimos un yoghurth o esos chocolates que mamá nos repartía en ocasiones para dibujarnos sonrisas en ese trayecto interminable. Verdad que es imposible dejar de recordar, mmm vienen a mi un sin fin de cosas que juntos compartimos en aquel primer largo viaje que compartimos.
Te adoro con todo mi corazón y simplemente gracias por existir en mi vida y ser parte de esta gran aventura de mi vida.
Felicidades por tu blog, soy tu fan number 1.
Tu hermana
Dulce María
Mi querido Eduardito: no te imaginas con que emoción terminé de leer este episodio de tu vida y de la de mi adorada familia, seguramente mientras ustedes pasaban por esas vicisitudes, en un pequeño estado de la República, una viejecita, aún deshecha por la pérdida de su hijo, también lloraba esa ausencia sin sospechar por lo que estaban pasando ustedes siendo tan pequeños, pero ella sabía que eran llevados de la mano de esa Gran Señora que siempre ha tenido el don de la sabiduría para encaminarlos; gracias a Dios y a ella el mundo tiene dos grandes hombres y una gran mujercita, lo cual merece mi admiración, no solo hacia tu mamá, sino también hacia ti, por ese don que tienes para expresar los sentimientos más nobles y porque, desde que eres Lalo, nos robaste el corazón.
Te amo con amor Grande.
EEFS
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