lunes, 11 de junio de 2012

El rey cerdo





Ayer murió Aquiles,
el viejo cerdo que cuidé tantos años.

Un señor feudal de más de trescientos kilos,
gruñón y parsimonioso
que dejó cientos de crías,
y que engordaba lenta y pacientemente
bajo las sombras
mientras el hombre trabajaba para él.

Pero ayer por la mañana lo sacrificamos.
Su vida era buena,
y habría sido mucho pedir que fuera larga.
Eso sí, peleó como los duros:
se aferró a la vida y corrió por el patio.
No pudimos sujetarlo entre cuatro
y hubo que llamar a mi hermano y a mi primo
para que vinieran a ayudar.

Al final lo acorralamos
junto a la pileta,
y ahí libramos la última batalla.

Murió pronto el desdichado,
gritaba, pataleaba y lanzaba fieras dentelladas al aire,
y sus gritos se escuchaban por el pueblo.
Todos se enteraron
cuando el cuchillo perforó su corazón,
y su vida y su sangre se echaron a volar
y mancharon nuestras manos.

Lo colgamos bajo el alero,
para vaciar su cuerpo y destazarlo.
Parecía dormido,
perdido en el cielo de los cerdos,
en un sueño tan hermoso y tan absurdo
que su cabeza no dejó de sonreír
al separarse de su cuerpo
y nos miraba con aquel aire de suave y justa autoridad,
como el rey despreocupado que fue en vida.

Hoy lo cocinarán las mujeres
y el pueblo se comerá a su rey;
porque el mundo está de cabeza,
y los amantes ya se buscan
y la música no deja de girar,
y los viejos bailan y toman,
y mi hermano David
es un caballo que también baila en el centro de la plaza.


Eduardo Rodríguez Flores




crédito de la imagen: http://vomitodetinta.blogspot.com/

miércoles, 10 de agosto de 2011

Un joven revolucionario (I)




--¿Qué hacen ahí sentados, compañeros? ¿Esperando a que llegue la revolución y se los lleve? ¡No compañeros, la revolución no tiene pies por sí misma! ¡Nosotros somos sus piernas, su corazón! ¡Me decepcionan, compañeros!
A decir verdad, ya se lo esperaba. Siempre supo que aquellos jóvenes no eran verdaderos revolucionarios. Y ese día lo confirmó en la explanada de rectoría al verlos tan tranquilos, tirados en el pasto, tocando el tambor y fumando marihuana, esperando que alguien llegara para organizarlos y decirles qué hacer a unas horas de la marcha. Se paró en medio de aquel grupo, apoyado en su bastón, y les reprochó su pereza y su falta de interés.
--¡Chale, compañeros! Me cae que su conducta es bien burguesa, esperando que otro trabaje por ustedes, enajenándose con la droga que les vende el capitalista .
Escupió en el piso, descorazonado.
Unos lo miraron con asombro, otros con temor, y hubo quienes ni siquiera lo voltearon a ver. Muchos iban ahí a pasar el rato después de su última clase: fumar, hablar, conocer chicas bellas e inteligentes. No era que no estuvieran comprometidos, pero la revolución no les urgía tanto como a él.
A sus 26 años, Carlos era uno de los estudiantes más politizados de la facultad de Economía, tanto que se había ganado el apodo de Carlos Caudillo. Flaco, largirucho y despeinado, miraba el mundo detrás de sus gruesos anteojos ahumados, a través de la lente precisa del materialismo histórico. Estaba lisiado de la pierna izquierda, a causa de un accidente de la infancia, y usaba bastón, lo que, siendo tan joven, le daba un aspecto de veterano de guerra que a él le encantaba lucir. Despreciaba profundamente a los pequeños burgueses, tan insípidos como cobardes; a los gobernantes, corruptos y serviles frente a los capitalistas extranjeros; a la policía y al ejército, verdugos del pueblo; a los políticos de izquierda y a los líderes charros, totalmente ajenos a los intereses del proletariado. Soñaba con un nuevo amanecer, popular y socialista; aguardaba impaciente el momento en que obreros y campesinos unieran fuerzas y barrieran el sistema como una ola violenta y majestuosa. Pero parecía que, con revolucionarios como aquellos, ese porvenir anhelado tardaría mucho en llegar.
--¿Y así vamos a hacer la revolución? --espetó--. ¡Ja! ¿Y así vamos a unirnos con los obreros y campesinos, que están mucho más politizados que nosotros? ¡Siquiera pónganse a estudiar! Lean las Citas del presidente Mao, lean los Siete ensayos, de Mariátegui, lean El 18 Brumario.

Un muchacho de ojos enrojecidos se levantó y repuso:
--La verdadera revolución está dentro de uno mismo, Caudillo. Ningún sistema político funciona ni funcionará jamás. Al otro lado de la revolución no están la sociedad sin clases ni la redención de los trabajadores. Del otro lado hay un gobierno igual de ineficiente, violento y corrupto que éste; del otro lado están el mismo absurdo, el mismo dolor y la misma injusticia de siempre. Lo que hace falta es abrir la conciencia y exponer nuestro corazón, no mediante la guerra sino a través del amor; volver a los viejos días de comunión con la naturaleza, antes de que se inventarán el poder y las religiones.
Algunos voltearon a ver a Lucio, que así se llamaba aquel joven; entre ellos una muchacha muy linda que había permanecido absorta, leyendo un viejo libro de hojas amarillas. Carlos se había fijado en ella desde el primer instante, pero no había conseguido llamar su atención. Le hirivó la sangre al ver que sonreía a aquel pobre ingenuo, pero se contuvo y decidió vencer a su adversario en el campo teórico.
--Compañero, reconozco tu buena fe, pero deberías informarte antes de hablar. Te recomiendo que leas el texto de Althusser sobre los mecanismos ideológicos que el Estado pone en marcha para inocular una falsa conciencia en la sociedad, y así controlarla mejor. Lo que tú acabas de evocar es la típica fantasía burguesa de retornar a una armonía que jamás existió; una armonía mística que se adquiere como por arte de magia, sin lucha, sin resistencia, sin riesgos. ¿Y sabes qué? En el fondo de esta ideología siempre ha estado el temor de la clase burguesa a perder sus privilegios. ¿Amor? ¿Comunión? ¿Visiones? ¡Bah! El poder siempre ha estado ahí, y también la explotación del hombre por el hombre. No se trata de volver a la sociedad antigua o
de componer la actual, sino de destruirla y formar una nueva, que jamás haya existido. ¡Esa es la revolución! Lo que importa no es lo que dejamos atrás sino lo que tenemos por delante, compañero.
Le gustó mucho su discurso. Esta vez, la joven linda se volteó a mirarlo y Carlos quedó desarmado, herido por aquellos ojos.
Entonces se alzó otra voz: la de un cabeza rapada. Iba desnudo de la cintura hacia arriba y bebía de una botella verde. Sus amigos lo llamaban El Fenómeno.
--¡Ja, ja, ja, ja! Su humanismo me da asco. Su fe en que el ser humano cambiará algún día y reconducirá la historia. ¡Quisiera vomitar sobre todos ustedes! Lo que hace falta es poner bombas en los cimientos mismos del mundo y acabar de una vez por todas con este drama. Barrer con ricos y pobres por igual, extirpar de una vez y para siempre el germen de la voluntad y de la inteligencia. Enterrar a los dioses, los símbolos, la ciencia, el amor. Quemar de una vez por todas nuestra colección de cosas invisibles; dejar que queden solamente la naturaleza y el tiempo desnudos, como antes de que este capítulo breve e innecesario se escribiera.
Así habló y todos callaron para oír lo que decía. Había que destruir todo, volar La Villa y el Palacio Nacional, volar Los Pinos, la Torre Mayor, el Popo y el Izta. Había que proclamar la antisociedad y cometer un gran suicidio colectivo, autoinmolarse, limpiar la Tierra dignamente mediante el fuego y la ira.
Algunos pensaron que se iba a prender fuego ahí mismo.
Como siempre pasa, hubo quienes aplaudieron. No era extraño, pues en aquel entonces muchos creían que el fin del mundo estaba cerca, y que lo mejor que podían hacer era precipitar ese momento por todos los medios posibles.
"Muy bien", pensó Carlos, "habrá que reclutarlo para la fase de guerrilla urbana. La revolución también necesita verdugos".
La joven se retiró, un poco asustada, con su libro en la mano. Carlos aprovechó el instante y se le acercó.
--¿Qué lees, compañera?
--1984 --y le extendió el libro.
Carlos tomó el libro entre sus manos y lo hojeó sin mucho interés. Sabía de qué trataba. Era literatura de la peor calaña.
--¿Sabías que el autor de este libro fue agente de los servicios de inteligencia británicos, y que se dedicó a denunciar a los artistas e intelectuales que simpatizaban con el comunismo?
Lanzó un escupitajo precioso.
--¿Y tú ya lo leíste? --le preguntó ella, un tanto incómoda.
--No pierdo mi tiempo. Su obra es de las más reaccionarias. Inventó esa horrible antiutopía para engañar a los lectores ingleses acerca del sistema socialista soviético.
--Es curioso que lo digas --replicó ella--. Al leer me doy imagino que el mundo del que habla el libro es, por así decirlo, la sociedad neoliberal llevada al extremo: explotación laboral, controles invisibles y desinformación a través de los medios...
--Sí, esa es precisamente la ironía --y luego, armándose de valor para ir un poco más allá--. ¿Tú cómo te llamas?
--Fernanda. Tú eres Carlos, ¿no?
Lo miró con cierto interés: su cabeza despeinada, sus lentes gruesos y rayados, con un pedacito de cinta adhesiva, su bastón, su actitud intransigente. Lucía triste, un poco perdido. No era lo que se dice guapo y sin embargo había algo que lo hacía atractivo. Trató de imaginar qué tal sería como amante.
--¿Vas a ir al concierto de Los Cojolites hoy en El Surco?
Carlos sintió flaquear sus convicciones. Podía ir al concierto depués de la marcha, pero la cosa se iba a poner dura y habría que esconderse de la policía para no arriesgar a los demás compañeros. Por otro lado, no podía perder aquella oportunidad de oro. Miró los ojos brillantes de Fernanda que lo interrogaban desde más allá de las teorías.
--Bueno, quizás me dé una vuelta por ahí.
Carlos la vio alejarse.
"Tiene mucho que aprender, pero encierra un gran potencial revolucionario. Mujeres así harán falta cuando haya que repoblar la Tierra".

Continuará...

miércoles, 27 de julio de 2011

Qué triste es cuando los sueños mueren


Qué triste es cuando los sueños mueren;
silenciosos e invisibles en la habitación a oscuras,
antes de que vean la luz y se hagan realidad.

Qué triste es verlos morir,
apagarse lentamente con los días,
cansados de esperar a que les salgan alas;
o verlos desangrarse al final del sendero de la noche,
suplicando que no los abandonemos.

Qué duro es despedirse
y asomarnos por última vez a sus ojos,
mientras la vida ruge y desespera al otro lado de la ventana.
Qué triste es decirles adiós y tener que seguir sin ellos,
más livianos, más vacíos.




*Crédito de la imagen: La muerte del arlequín (Pablo Picasso)

martes, 26 de julio de 2011

My funny Valentine




El autor Ian Carr cuenta que, la noche del 12 de febrero de 1964, los miembros del quinteto de Miles Davis se retiraron tristes e insatisfechos del Philharmonic Hall de Nueva York, luego de su presentación, pensando que ésta se había escuchado plana y sin sentimiento, y que había estado plagada de errores. Días después, al escuchar las grabaciones, comprendieron que aquella había sido una de las noches más memorables del siglo XX.

Escuchemos "My Funny Valentine" como muestra de lo que digo. La experiencia es equiparable a leer una gran novela en quince minutos (dicho en el mejor de los sentidos): cargada de dramatismo (por momentos alcanza niveles épicos), llena de momentos, texturas, sentimientos, voces y matices. Antes de escucharla, cerremos los ojos y la puerta de nuestra habitación; pongamos el corazón y los sentidos atentos, y no solapemos las perturbaciones externas.

Todo el número es esplendido, aunque hay momentos de verdad maravillosos. El sonido de la trompeta de Miles es directo y preciso; no desperdicia notas pero no ahorra emociones. A veces es dulce; otras es triste y casi fúnebre; otras es sensual y desafiante. Por su parte, el sax tenor de George Coleman es elocuente y poderoso, cargado de swing; inquiere, diserta, sondea los abismos, va al meollo del asunto (¿Y cuál es el asunto? Imposible decirlo con palabras). El bajo es un amante melancólico que susurra y se entrega por completo detrás de una cortina de sonido. La batería, por su parte, es un corazón sincopado, cargado de intención, que completa la grandeza del conjunto. La pieza gira alrededor de la pasión y la sensualidad; es un diálogo amoroso entre el sax y el bajo, entre la trompeta y el piano, entre el bajo y la batería, del que brotan sonidos exuberantes, como caracoles haciendo el amor. Música de preludio, música cadenciosa y vegetal que, en ciertos momentos, extiende su dedo invisible y toca el fondo de nuestra alma. Pero no nos dejemos engañar: parte de la grandeza de Miles y de sus músicos reside en que no se repiten ni dan concesiones al escucha: justo cuando empezamos a rendirnos a la magia de un fraseo, toman su equipaje, se suben a otro avión y viajan a un lugar completamente nuevo. Y así nos traen, de un lado a otro, a través de la intensidad.

En algún momento, al redactar estas líneas, pensé que era un sinsentido tratar de poner por escrito lo que ya ha sido dicho con ritmo y con notas. No pude resistir la tentación de dejar salir las imágenes que se producen en mi mente, de tratar de expresar con mis propios medios las emociones que giran en mi corazón al escuchar esta música extraordinaria. Desafortunadamente, no todas las ideas logran salir y adquirir sustancia; las mejores se disuelven como el humo, pues no se pueden traducir ni expresar con palabras.

*Crédito de la Imagen: Retrato de Miles Davis, por Michael Symonds.

jueves, 21 de julio de 2011

El humo y el jazz


Imaginemos a Louis Armstrong o a Thelonious Monk improvisando en la penumbra de un escenario, creando aquella música estupenda, produciendo aquellos sonidos maravillosos. Cada uno posee su propio estilo y cada uno trata de decirnos cosas diferentes. Armstrong coge cada nota, la enciende con su aliento, como si fuera una lucíérnaga o un farol nocturno, y luego va y la cuelga del cielo pentagráfico. Como muestra, las notas largas y aterciopeladas de "West end blues" o "Stardust". Monk, por su parte, golpea las notas, las fractura con sus dedos de martillo, las multiplica, arma con ellas un rompecabezas abstracto en el que ensaya todas las variaciones posibles de las frases y los círculos armónicos; digamos que hace geometría con el humo. Para entender de qué hablo, te recomiendo, lector, que escuches la versión en vivo de "Monk's mood", en la que participa John Coltrane, o "Criss cross", o "Bemsha Swing", o cualquiera, sin olvidar la bellísima "Round midnight" (de preferencia, la vesión en la que solo toca el piano). No te arrepentirás.

¿Cuál es la relación entre el jazz y el humo? Ambos tienden a ascender y flotar libremente en el aire, y comparten la capacidad de convertirse en cualquier cosa. Sin embargo, al igual que Satchmo** o Thelonious, no todos los materiales combustionan igual: cada uno tiene un ritmo propio, cierta densidad y una forma típica de comportarse. El humo del tabaco, por ejemplo, sube rápidamente, como el de las chimeneas. Forma columnas delgadas, finos vasos capilares de un gas vivo e impaciente que tiene prisa por subir y disiparse, como el tallo de una flor profunda e irrespirable. El humo del cannabis, en cambio, es denso y grave; hay en su olor algo dulce y picante, parecido a la fragancia del sexo de la mujer o el almizcle, producto de una especie mitad planta y mitad animal. Lo impregna todo, su presencia es escandalosa, prohibida, imposible de disimular. Asciende tranquilamente y desde el principio forma una cortina fantasmal de figuras imposibles, inaprensibles, que se transforman libremente en el espacio.

Al hundirme en estos humos, al escuchar a un jazzista improvisar, sin importar quién sea ni qué instrumento toque, pienso en el problema de la libertad. Sin duda no es gratuita la alianza que se dio entre el jazz y el existencialismo durante los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. El individuo, nos dice Jean Paul Sartre, no es más que un accidente en el Universo, expuesto a la Nada. Su existencia es absurda, arbitraria, y por tanto, irremediablemente libre. Sartre plantea esta condición como problema y como responsabilidad: al no haber entidades supremas ni origen ni destino, cada uno es responsable de sus actos y de sus palabras. La vida de cada persona, nos dice Sartre, es la expresión absoluta (y aterradora, diría yo) de su libertad, y he aquí que el jazz, en la forma como lo plantearon Miles Davis y compañía, trata precisamente de qué hacer con dicha libertad.

Esta no es materia sencilla, ni en la vida ni en el arte. ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que en la vida no hay caminos preestablecidos ni recetas, y que no nos queda sino dejarnos conducir por cierto feeling? ¿Qué ocurre cuando nos percatamos de que el tiempo y el espacio son un campo abierto? ¿Qué pasa cuando vemos que formamos parte de un concierto, que convivimos con otras voces igualmente libres, y que cada quien tiene su momento, profundamente personal? Más aún: ¿qué sucede cuando advertimos que hay vidas (la nuestra, probablemente) que se viven solo para llegar a ese instante decisivo? "Puedes ir arriba o abajo; puedes ir y regresar, puedes quedarte quieto, si quieres; pero, ¿adónde quieres ir?". La mayoría prefieren volver, agradecidos y cabizbajos, a la seguridad de las normas y el silencio; otros (y aquí incluyo a las grandes estrellas del jazz) hacen suyo el derecho de seguir su voluntad y su imaginación; han entendido además que el tiempo es relativo y divisible, y que es posible renacer una y otra vez en cada intervalo o en cada compás. A este acto de jugar con el tiempo se refería Johhny Carter, el protagonista del cuento de Julio Cortázar ("El perseguidor") inspirado en Charlie Parker: "Esto lo estoy tocando mañana".

*En la fotografía, pókar de reyes en pleno vuelo: Thelonious Monk (piano), Charlie Parker (sax alto), Charlie Mingus (contrabajo), Roy Haynes (batería), la noche del 15 de septiembre de 1953, en el Open Door Nightclub, de Nueva York. Al fondo, una mesa vacía.
** "Satchmo": sobrenombre con que se conoce a Louis Armstrong.

martes, 22 de febrero de 2011

El pozo y el firmamento


El psicoanálisis demostró, en términos generales, que el individuo no es un ser indivisible y autónomo, sino una entidad más amplia, profunda e inaprensible de lo que solía pensarse a la luz del humanismo y el racionalismo occidentales; compuesta por varias facetas contradictorias, gobernada por instintos e impulsos fisiológicos, y regulada por la moral, las leyes y las instituciones.

Del otro lado, los hallazgos de antropólogos y sociólogos durante el siglo pasado dieron cuenta de la dimensión externa de la persona, que es igualmente amplia y enredada, y en muchos casos escapa a la voluntad o acciones del individuo. Por ejemplo, las obligaciones que contraen quienes participan en el sistema de mayordomías, la red nerviosa de las comunidades campesinas en la Mesoamérica contemporánea, o en otros sistemas antiguos y modernos de intercambio ritual, como el potlatch, practicado por el pueblo Kwakiutl, en la región de Vancouver, o el legendario kula, de los habitantes de las islas Trobriand, en el Pacífico sur.

Deducimos a partir de éstos y otros ejemplos que, en tanto fenómeno psíquico y social, cada individuo se ve rebasado por el alcance, la profundidad y el carácter multidimensional de su propia persona o "ser en el mundo", por llamarle de alguna forma. Valga como ejemplo la imagen de un pozo en cuyas aguas se refleja el tupido firmamento de una noche sin luna. Nuestro mundo interior, obviamente representado por el pozo, es hondo, oscuro y desconocido. El firmamento, por su parte, representa nuestro mundo social, igual de insondable y misterioso, tan parecido a grupos de constelaciones; inscrito en la capa más visible de nuestro ser, en la fina piel de nuestra vida cotidiana.

Ambas dimensiones, interna y externa, son virtuales; es decir, aparentes, aunque no por ello menos reales y determinantes. Están hechas de símbolos, lenguajes y experiencias. La dimensión externa, por ejemplo, no sólo está conformada por el conjunto de gente con la que cada individuo interactúa y se relaciona, sino también por lo que se dice de uno y por lo que cada quien significa para quienes lo rodean; es decir, por las consecuencias de su presencia en el mundo, mucho más amplia e incontrolable de lo que los individuos creen. Con razón dice Nietzsche: "Toda la filosofía se basa en la premisa de que pensamos, pero es igualmente posible que estemos siendo pensados".

Pensemos en los grandes eventos sociales como las bodas o las fiestas de quince años. Quien haya tenido que organizar uno de estos eventos y hacer la lista de invitados verá iluminarse poco a poco cada uno de los astros que conforman la constelación de su vida social, y el hilo de luz que los une. Lo mismo sucede con los nacimientos y los funerales. La amplitud de la persona, hacia dentro y hacia afuera, se da en el tiempo y en el espacio, es anterior y posterior a la vida, y está condicionada por un sinfín de circunstancias y casualidades misteriosamente entrelazadas. Antes de nacer, e incluso antes de ser concebido, el individuo posee una existencia latente, sin rostro ni nombre; es mera expectativa. Sin embargo, ya entonces su presencia brilla en la imaginación de sus padres, quienes le dan un rostro, un nombre y un destino hipotéticos. En forma similar, la muerte representa la extinción física del individuo y, en muchos casos, el punto final de su historia, pero no significa el fin de su existencia. Al morir, el individuo se hace presente en la memoria de los vivos, en la posteridad de sus obras y sus actos; se convierte en nota resonante que perdura un tiempo en medio de la nada y se disuelve poco a poco en el silencio.

Un ejemplo que nos ayuda a entender este fenómeno es el de los amores platónicos. En estos casos, el individuo reluce por algo que no es necesariamente inherente a él o ella, pero que forma parte de su persona en la medida en que su amante lo reinventa en su imaginación , más allá de lo que el otro es o puede ser en la realidad. Lo mismo pasa con las figuras públicas, como los ídolos populares. Muchos de estos individuos se ven rebasados por la dimensión externa de su persona que, en ocasiones, suele adquirir dimensiones monstruosas y termina por devorarlos. Los políticos son otro buen ejemplo de cómo el individuo se difumina poco a poco en el juego del poder y en el mar de las palabras vacías, quedando sólo la sombra, la figura; o bien, de cómo los actos de una sola persona dotada de gran autoridad, desbordada en sus límites, pueden afectar el destino de miles o millones de individuos.

Sin embargo, el caso más característico de dicha amplitud, sin duda, es el de las figuras inmortales. Cuando hablamos de Platón, Beethoven o Sor Juana, no nos referimos tanto al individuo como a su obra y su significado: una entidad que ha logrado trascender las generaciones y que posee una existencia propia, más allá de la vida de sus creadores, que no obstante constituye el pase breve y obligatorio hacia la eternidad. Todo esto gracias a la memoria y a nuestra naturaleza simbólica; es decir, la capacidad mental de poner una cosa en lugar de otra para hacer visible lo invisible, aprehender las cosas intangibles, y poner entre paréntesis al tiempo y al espacio.

Un tema tan extenso y con tantas vertientes no puede agotarse en unas cuantas líneas. Hace falta una investigación mucho más profunda y cuidadosa que tome en cuenta otros estudios y reflexiones al respecto, que ofrezca nuevos ejemplos, y ayude a entender, entre otras cosas, la relación entre ambas entidades, en distintas culturas y en distintos momentos de la historia, su actual replanteamiento (junto con otros fenómenos como la fama y la privacidad), así como el papel real y aparente que juegan, y habrán de jugar, Internet y el reciente fenómeno de las redes sociales.

*En la foto, ejemplo de lo insondable e incontrolable que puede ser nuestra dimensión externa: miles de fans se arremolinan frente al palacio de Buckingham para ver a los Beatles, luego de su encuentro con la reina de Inglaterra, el 26 de octubre de 1965.

martes, 15 de febrero de 2011

El pequeño cadáver


Nunca había estado en un velorio. Es triste, dramático y aburrido. Lo peor de todo es tener que ponerse un traje, tan asfixiante como un ataúd, y soportar por horas el llanto y la desesperación de todo el mundo.

Lo único interesante fue ver el cadáver de Carlos. Parecía más un maniquí, tieso y elegante, que un niño de carne y hueso. Cuando me asomé al ataúd abierto, me dio la impresión de que su cuerpo no era más que una caja vacía.

Siempre quise ver un muerto. Me interesan mucho las ciencias naturales y para nada creo en fantasmas. De grande me gustaría ser médico o veterinario. Quizás veterinario, pues también me gustan los animales.

Cuando entramos al velatorio, mi mamá fue a abrazar a la mamá de Carlos, que de tanto llorar no se daba cuenta de nada. Mi papá se acercó al de Carlos, le dio un abrazo muy sentido con varias palmadas fuertes en la espalda, y se salieron a fumar en silencio junto con otros señores. No son amigos y casi nunca se ven, salvo en las juntas de padres de familia, pero mi papá dice que las desgracias estrechan los lazos entre las personas, y que es un deber moral apoyar a los que sufren un dolor tan grande. De camino, mi mamá me apretó la mano muy fuerte y con voz temblorosa me dijo que yo soy el regalo más hermoso que le ha dado la vida, y que se volvería loca si yo me muriera.

El lugar estaba lleno de gente. Estaba la familia de Carlos, la directora de la escuela, varias maestras y algunos de mis compañeros. Me fui al rincón donde estaban ellos. Se veían tristes y confundidos. Algunos habían llorado y no los culpo; la muerte de Carlos fue una sopresa terrible para casi todos. Había faltado más de una semana. Ya hasta pensábamos que se había cambiado de escuela, pero la maestra nos explicó que estaba enfermo y que regresaría en cuanto se curara. Ayer, casi al final de la clase, la directora entró al salón y nos dijo, muy seria, que Carlos había muerto en la madrugada, a causa de una enfermedad rara y fulminante. Nos quedamos boquiabiertos, sin nada qué decir. La maestra empezó a llorar, y la directora empezó a hablarnos de la vida y la muerte. A mí me dieron ganas de vomitar.

Carlos era un tonto. Todos lo sabíamos. A nadie le caía bien, y pienso que por eso ahora nos sentimos tan mal, no porque nos duela su muerte o lo vayamos a extrañar. Mis amigos y yo nos lo trajimos de bajada tres años. Gabriel fue quien primero la agarró contra él, y los demás lo seguimos. La verdad es que ni me acuerdo por qué; aunque supongo que fue por feo y por tonto. A mí no me caía ni bien ni mal, pero me gustaba chingarlo sólo por hacerlo enojar. Le poníamos apodos, le quitábamos sus cosas, le decíamos que era maricón. Se ponía furioso y nos perseguía por el patio, pero era lento y nunca nos pudo alcanzar.

Con el tiempo nuestras bromas se hicieron más pesadas. Un día, en clase de música, Gabriel le puso una tachuela en la silla. Carlos ni se dio cuenta y al sentarse se clavó la tachuela en las nalgas. Gritó: "¡Ay cabrón!" en el momento en que entraba el profesor, que como es muy serio y amargado, lo sacó de clase con un reporte de cuarenta puntos por decir groserías. ¡Cómo nos reímos todos, hasta las mujeres!

Al acordarme de esto en el velatorio me dieron ganas de reír. Cerré los ojos y traté de pensar en otra cosa, pero la mente me traicionó y dejó pasar otro recuerdo, todavía más chistoso, del día en que le bajamos los pantalones enfrente de toda la clase, y también de cuando me pasé toda la mañana quemándole el cuello con una pluma. Fue Gabriel quien me enseñó a hacerlo: rayas la formaica del pupitre una y otra vez , con fuerza, hasta calentar la punta del bolígrafo; ya que está bien caliente se lo pones en la nuca al que se sienta delante de ti. Se siente como un piquetito ardiente, que te hace brincar. Me acordé de cómo se volteó y me dijo, con cara de bobo: "No te pases, salen bolas", y dejé escapar una risita que mi papá congeló inmediatamente con una mirada.

Ahora que lo pienso, no entiendo por qué las maestras no nos decían nada. Es decir, a veces nos regañaban y nos enviaban a casa con reportes de mala conducta para que nuestros papás estuvieran enterados, pero eso no impidió nunca que nos burláramos de él o le pegáramos, incluso en el salón de clase. Por ejemplo, una vez que nos llevaron a misa, Gabriel le estuvo picando el culo todo el tiempo, diciéndole que era el amante de Satanás, y nadie le dijo nada. Una niña fue un día a la Dirección para denunciar la manera en que tratábamos a Carlos, pero no le hicieron caso. Creo que la principal razón es que a las maestras tampoco les caía bien. Era el último en todo: en matemáticas, en inglés, en deportes... Otro día, el profesor de educación física le pidió que se callara pues lo enfermaba su voz. Como no obedeció, lo castigó dejándolo parado toda la clase, bajo el rayo del sol, con los brazos extendidos y sostendiendo un diccionario en cada mano. Un día que arrancó una hoja de su cuaderno, la maestra se la pegó con diurex en la cabeza, como si fuera un moño de niña, y lo obligó a llevarla puesta hasta que dio la hora de la salida.

¡Bah! ¡Se lo merecía! Si no, ¿por qué se dejaba que le hiciéramos de todo?, ¿por qué no le rompió la boca a ninguno de quienes lo molestábamos? Vi una vez una pelea entre dos niños de otro salón. Uno de ellos, flaco y chaparrito, tenía una hermana más grande, que era muy bonita y que a todos les gustaba. Se la pasaban haciendo chistes vulgares de ella y su mamá, hasta que un día el muchacho ya no aguantó más y retó a pelear al que más lo molestaba. A la salida, nos fuimos todos detrás de la escuela para hacer bola. El agraviado iba unos cuantos pasos adelante y en el momento menos pensado se volteó y le conectó al otro un puñetazo limpio y certero en la cara, dejándolo fuera de combate, con la boca y la nariz ensangrentadas. Nunca he visto otra muestra de valor como aquella. Por demás esta decir que ni el fulano aquel ni nadie se volvieron a meter con la familia de ese valiente que tan bien se supo ganar el respeto de los demás.

En cambio, parecía que a Carlos le gustaba que lo jodiéramos. Lo peor es que al principio nos consideraba sus amigos. Un día llevó los discos de su papá, que fue roquero en su juventud. Nosotros no sabíamos nada de esa música y tampoco nos importaba, pero para él eran como un tesoro, y se comprometió a regalarnos una copia. En el recreo, alguien (créanme, no fui yo) se metió al salón, abrió su mochila y sacó los discos para llevárselos a Gabriel, que comenzó a sacarlos de su funda y a estrellarlos contra la pared alta que está al final del patio mientras los demás nos reíamos. Cuando Carlos vio lo que estaba haciendo Gabriel, se puso rojo, y juro que las lágrimas saltaron de sus ojos como un chisguete, igual que en las caricaturas. Le gritó a Gabriel que era un pinche ojete, que ahora sí se había pasado, y se lanzó sobre él. Lo pescó del cuello y lo tuvo así unos instantes, mirándolo con odio infinito. Nadie dijo nada. De haberlo querido, pudo haberle dado una paliza ahí mismo y ponerlo de rodillas para siempre (yo vi el miedo en los ojos de Gabriel), pero no tuvo el valor de pegarle. Lo soltó y se fue llorando a la Dirección para acusarnos a todos. La directora consideró que ya era demasiado, suspendió a Gabriel por tres días y mandó llamar a sus papás para contarles lo sucedido.

La cosa no paró ahí sino que se puso peor. Gabriel quería vengarse, así que lo acompañamos días después a la colonia donde Carlos vivía. Ahora bien, fue en esa época que nos dio por jugar a los nazis. Nos gustaba todo de ellos: el saludo, el uniforme, la bandera y, por supuesto, el Führer. Yo me la pasaba dibujando esvásticas en mis libros y cuadernos, e investigando sobre la segunda guerra mundial, pero Gabriel fue mucho más lejos, pues le puso doble forro a sus libretas, con fotos de Hitler escondidas para que no las viera la maestra. En el descanso, las sacaba, las besaba y se hincaba frente a ellas.

Digo esto porque aquella tarde llevamos a Carlos a nuestro "campo de concentración". Me apena decirlo, pero fui yo quien fue a buscarlo a su casa para decirle que Gabriel quería disculparse con él y que lo esperaba en el parque. Cuando salió, lo llevamos a una construcción abandonada, donde estaba Gabriel, fumando, sentado en una vieja silla de despacho que había por ahí. Le dijo que éramos agentes de la Gestapo, que íbamos a castigarlo ahí mismo por indio y por soplón, y que jamás lo íbamos a dejar tranquilo ni a él ni a su familia. Lo agarramos de los brazos, Gabriel apagó su cigarro y caminó hacia él mientras se bajaba el cierre del pantalón. "Voy a ver si es cierto que eres maricón; te voy a violar", le dijo mientras el otro gritaba y nos escupía, luchando por zafarse. Claro que sólo queríamos asustarlo pero creo que se nos pasó la mano. Al final, le echamos un montón de tierra en la cabeza y lo dejamos ahí solo, llorando como de costumbre.

La verdad es que me da vergüenza acordarme de esto, y quisiera que el tiempo pasara lo más pronto posible para olvidar esta sensación tan fea de haber traicionado el cariño y las cosas buenas que me enseñaron en casa. Me pregunto por qué este sentimiento vino después, cuando el mal ya estaba hecho, y no antes, cuando estaba a tiempo de arrepentirme. Lo de los nazis terminó mal. Mandaron llamar a mi mamá de la escuela, y esa noche mi papá me llevó a mi cuarto, cerró la puerta y me pidió que le enseñara mis libros y cuadernos. Cuando empezó a hojearlos y vio todas esas estupideces sobre Hitler y los judíos, me preguntó si acaso no sabía el horror que había detrás de todo aquello, y me dijo que me iba a quitar a golpes lo pendejo e ignorante. Se quitó el cinturón y me dio una tunda que hasta me sacó sangre de los brazos y las piernas. Luego me mandó a acostar, sin haber cenado.

Poco después, Carlos dejó de ir a la escuela. Quién sabe si el miedo que sintió aquella vez no hizo que se enfermara. Cuando nos enteramos de su muerte, Gabriel dijo que no le importaba y que ya encontraría otro a quién joder. Estoy seguro de que fingía. Hubo quienes se asustaron mucho, pensando en lo malos que habían sido con Carlos y temiendo que su fantasma fuera a cobrar venganza. Otros nos miraron como si nos reprocharan todo lo que le habíamos hecho al pobre. Yo de lo que tengo miedo es de las cosas que pensé y sentí esa tarde en el "campo de concentración". Fue como una punzada debajo del ombligo, como un hambre de ser malvado, de dejarme ir, de convertirme en demonio. Es algo que me llena de horror, aunque quizás no sea para tanto. De no haber sido nosotros, otros habrían sido los encargados de atormentar a Carlos, porque era débil y tonto, y porque así son las cosas en la escuela y en la calle. También creo que de haber tenido la oportunidad, habría sido un hijo de puta tan malo o peor que Gabriel. Quizás ya era un tirano con su pequeña hermana, que casi no lloró y tampoco se asomó al ataúd para despedirse de él.

Para Paola Gallo (q.e.p.d.), joven defensora de los derechos humanos