martes, 22 de febrero de 2011

El pozo y el firmamento


El psicoanálisis demostró, en términos generales, que el individuo no es un ser indivisible y autónomo, sino una entidad más amplia, profunda e inaprensible de lo que solía pensarse a la luz del humanismo y el racionalismo occidentales; compuesta por varias facetas contradictorias, gobernada por instintos e impulsos fisiológicos, y regulada por la moral, las leyes y las instituciones.

Del otro lado, los hallazgos de antropólogos y sociólogos durante el siglo pasado dieron cuenta de la dimensión externa de la persona, que es igualmente amplia y enredada, y en muchos casos escapa a la voluntad o acciones del individuo. Por ejemplo, las obligaciones que contraen quienes participan en el sistema de mayordomías, la red nerviosa de las comunidades campesinas en la Mesoamérica contemporánea, o en otros sistemas antiguos y modernos de intercambio ritual, como el potlatch, practicado por el pueblo Kwakiutl, en la región de Vancouver, o el legendario kula, de los habitantes de las islas Trobriand, en el Pacífico sur.

Deducimos a partir de éstos y otros ejemplos que, en tanto fenómeno psíquico y social, cada individuo se ve rebasado por el alcance, la profundidad y el carácter multidimensional de su propia persona o "ser en el mundo", por llamarle de alguna forma. Valga como ejemplo la imagen de un pozo en cuyas aguas se refleja el tupido firmamento de una noche sin luna. Nuestro mundo interior, obviamente representado por el pozo, es hondo, oscuro y desconocido. El firmamento, por su parte, representa nuestro mundo social, igual de insondable y misterioso, tan parecido a grupos de constelaciones; inscrito en la capa más visible de nuestro ser, en la fina piel de nuestra vida cotidiana.

Ambas dimensiones, interna y externa, son virtuales; es decir, aparentes, aunque no por ello menos reales y determinantes. Están hechas de símbolos, lenguajes y experiencias. La dimensión externa, por ejemplo, no sólo está conformada por el conjunto de gente con la que cada individuo interactúa y se relaciona, sino también por lo que se dice de uno y por lo que cada quien significa para quienes lo rodean; es decir, por las consecuencias de su presencia en el mundo, mucho más amplia e incontrolable de lo que los individuos creen. Con razón dice Nietzsche: "Toda la filosofía se basa en la premisa de que pensamos, pero es igualmente posible que estemos siendo pensados".

Pensemos en los grandes eventos sociales como las bodas o las fiestas de quince años. Quien haya tenido que organizar uno de estos eventos y hacer la lista de invitados verá iluminarse poco a poco cada uno de los astros que conforman la constelación de su vida social, y el hilo de luz que los une. Lo mismo sucede con los nacimientos y los funerales. La amplitud de la persona, hacia dentro y hacia afuera, se da en el tiempo y en el espacio, es anterior y posterior a la vida, y está condicionada por un sinfín de circunstancias y casualidades misteriosamente entrelazadas. Antes de nacer, e incluso antes de ser concebido, el individuo posee una existencia latente, sin rostro ni nombre; es mera expectativa. Sin embargo, ya entonces su presencia brilla en la imaginación de sus padres, quienes le dan un rostro, un nombre y un destino hipotéticos. En forma similar, la muerte representa la extinción física del individuo y, en muchos casos, el punto final de su historia, pero no significa el fin de su existencia. Al morir, el individuo se hace presente en la memoria de los vivos, en la posteridad de sus obras y sus actos; se convierte en nota resonante que perdura un tiempo en medio de la nada y se disuelve poco a poco en el silencio.

Un ejemplo que nos ayuda a entender este fenómeno es el de los amores platónicos. En estos casos, el individuo reluce por algo que no es necesariamente inherente a él o ella, pero que forma parte de su persona en la medida en que su amante lo reinventa en su imaginación , más allá de lo que el otro es o puede ser en la realidad. Lo mismo pasa con las figuras públicas, como los ídolos populares. Muchos de estos individuos se ven rebasados por la dimensión externa de su persona que, en ocasiones, suele adquirir dimensiones monstruosas y termina por devorarlos. Los políticos son otro buen ejemplo de cómo el individuo se difumina poco a poco en el juego del poder y en el mar de las palabras vacías, quedando sólo la sombra, la figura; o bien, de cómo los actos de una sola persona dotada de gran autoridad, desbordada en sus límites, pueden afectar el destino de miles o millones de individuos.

Sin embargo, el caso más característico de dicha amplitud, sin duda, es el de las figuras inmortales. Cuando hablamos de Platón, Beethoven o Sor Juana, no nos referimos tanto al individuo como a su obra y su significado: una entidad que ha logrado trascender las generaciones y que posee una existencia propia, más allá de la vida de sus creadores, que no obstante constituye el pase breve y obligatorio hacia la eternidad. Todo esto gracias a la memoria y a nuestra naturaleza simbólica; es decir, la capacidad mental de poner una cosa en lugar de otra para hacer visible lo invisible, aprehender las cosas intangibles, y poner entre paréntesis al tiempo y al espacio.

Un tema tan extenso y con tantas vertientes no puede agotarse en unas cuantas líneas. Hace falta una investigación mucho más profunda y cuidadosa que tome en cuenta otros estudios y reflexiones al respecto, que ofrezca nuevos ejemplos, y ayude a entender, entre otras cosas, la relación entre ambas entidades, en distintas culturas y en distintos momentos de la historia, su actual replanteamiento (junto con otros fenómenos como la fama y la privacidad), así como el papel real y aparente que juegan, y habrán de jugar, Internet y el reciente fenómeno de las redes sociales.

*En la foto, ejemplo de lo insondable e incontrolable que puede ser nuestra dimensión externa: miles de fans se arremolinan frente al palacio de Buckingham para ver a los Beatles, luego de su encuentro con la reina de Inglaterra, el 26 de octubre de 1965.

martes, 15 de febrero de 2011

El pequeño cadáver


Nunca había estado en un velorio. Es triste, dramático y aburrido. Lo peor de todo es tener que ponerse un traje, tan asfixiante como un ataúd, y soportar por horas el llanto y la desesperación de todo el mundo.

Lo único interesante fue ver el cadáver de Carlos. Parecía más un maniquí, tieso y elegante, que un niño de carne y hueso. Cuando me asomé al ataúd abierto, me dio la impresión de que su cuerpo no era más que una caja vacía.

Siempre quise ver un muerto. Me interesan mucho las ciencias naturales y para nada creo en fantasmas. De grande me gustaría ser médico o veterinario. Quizás veterinario, pues también me gustan los animales.

Cuando entramos al velatorio, mi mamá fue a abrazar a la mamá de Carlos, que de tanto llorar no se daba cuenta de nada. Mi papá se acercó al de Carlos, le dio un abrazo muy sentido con varias palmadas fuertes en la espalda, y se salieron a fumar en silencio junto con otros señores. No son amigos y casi nunca se ven, salvo en las juntas de padres de familia, pero mi papá dice que las desgracias estrechan los lazos entre las personas, y que es un deber moral apoyar a los que sufren un dolor tan grande. De camino, mi mamá me apretó la mano muy fuerte y con voz temblorosa me dijo que yo soy el regalo más hermoso que le ha dado la vida, y que se volvería loca si yo me muriera.

El lugar estaba lleno de gente. Estaba la familia de Carlos, la directora de la escuela, varias maestras y algunos de mis compañeros. Me fui al rincón donde estaban ellos. Se veían tristes y confundidos. Algunos habían llorado y no los culpo; la muerte de Carlos fue una sopresa terrible para casi todos. Había faltado más de una semana. Ya hasta pensábamos que se había cambiado de escuela, pero la maestra nos explicó que estaba enfermo y que regresaría en cuanto se curara. Ayer, casi al final de la clase, la directora entró al salón y nos dijo, muy seria, que Carlos había muerto en la madrugada, a causa de una enfermedad rara y fulminante. Nos quedamos boquiabiertos, sin nada qué decir. La maestra empezó a llorar, y la directora empezó a hablarnos de la vida y la muerte. A mí me dieron ganas de vomitar.

Carlos era un tonto. Todos lo sabíamos. A nadie le caía bien, y pienso que por eso ahora nos sentimos tan mal, no porque nos duela su muerte o lo vayamos a extrañar. Mis amigos y yo nos lo trajimos de bajada tres años. Gabriel fue quien primero la agarró contra él, y los demás lo seguimos. La verdad es que ni me acuerdo por qué; aunque supongo que fue por feo y por tonto. A mí no me caía ni bien ni mal, pero me gustaba chingarlo sólo por hacerlo enojar. Le poníamos apodos, le quitábamos sus cosas, le decíamos que era maricón. Se ponía furioso y nos perseguía por el patio, pero era lento y nunca nos pudo alcanzar.

Con el tiempo nuestras bromas se hicieron más pesadas. Un día, en clase de música, Gabriel le puso una tachuela en la silla. Carlos ni se dio cuenta y al sentarse se clavó la tachuela en las nalgas. Gritó: "¡Ay cabrón!" en el momento en que entraba el profesor, que como es muy serio y amargado, lo sacó de clase con un reporte de cuarenta puntos por decir groserías. ¡Cómo nos reímos todos, hasta las mujeres!

Al acordarme de esto en el velatorio me dieron ganas de reír. Cerré los ojos y traté de pensar en otra cosa, pero la mente me traicionó y dejó pasar otro recuerdo, todavía más chistoso, del día en que le bajamos los pantalones enfrente de toda la clase, y también de cuando me pasé toda la mañana quemándole el cuello con una pluma. Fue Gabriel quien me enseñó a hacerlo: rayas la formaica del pupitre una y otra vez , con fuerza, hasta calentar la punta del bolígrafo; ya que está bien caliente se lo pones en la nuca al que se sienta delante de ti. Se siente como un piquetito ardiente, que te hace brincar. Me acordé de cómo se volteó y me dijo, con cara de bobo: "No te pases, salen bolas", y dejé escapar una risita que mi papá congeló inmediatamente con una mirada.

Ahora que lo pienso, no entiendo por qué las maestras no nos decían nada. Es decir, a veces nos regañaban y nos enviaban a casa con reportes de mala conducta para que nuestros papás estuvieran enterados, pero eso no impidió nunca que nos burláramos de él o le pegáramos, incluso en el salón de clase. Por ejemplo, una vez que nos llevaron a misa, Gabriel le estuvo picando el culo todo el tiempo, diciéndole que era el amante de Satanás, y nadie le dijo nada. Una niña fue un día a la Dirección para denunciar la manera en que tratábamos a Carlos, pero no le hicieron caso. Creo que la principal razón es que a las maestras tampoco les caía bien. Era el último en todo: en matemáticas, en inglés, en deportes... Otro día, el profesor de educación física le pidió que se callara pues lo enfermaba su voz. Como no obedeció, lo castigó dejándolo parado toda la clase, bajo el rayo del sol, con los brazos extendidos y sostendiendo un diccionario en cada mano. Un día que arrancó una hoja de su cuaderno, la maestra se la pegó con diurex en la cabeza, como si fuera un moño de niña, y lo obligó a llevarla puesta hasta que dio la hora de la salida.

¡Bah! ¡Se lo merecía! Si no, ¿por qué se dejaba que le hiciéramos de todo?, ¿por qué no le rompió la boca a ninguno de quienes lo molestábamos? Vi una vez una pelea entre dos niños de otro salón. Uno de ellos, flaco y chaparrito, tenía una hermana más grande, que era muy bonita y que a todos les gustaba. Se la pasaban haciendo chistes vulgares de ella y su mamá, hasta que un día el muchacho ya no aguantó más y retó a pelear al que más lo molestaba. A la salida, nos fuimos todos detrás de la escuela para hacer bola. El agraviado iba unos cuantos pasos adelante y en el momento menos pensado se volteó y le conectó al otro un puñetazo limpio y certero en la cara, dejándolo fuera de combate, con la boca y la nariz ensangrentadas. Nunca he visto otra muestra de valor como aquella. Por demás esta decir que ni el fulano aquel ni nadie se volvieron a meter con la familia de ese valiente que tan bien se supo ganar el respeto de los demás.

En cambio, parecía que a Carlos le gustaba que lo jodiéramos. Lo peor es que al principio nos consideraba sus amigos. Un día llevó los discos de su papá, que fue roquero en su juventud. Nosotros no sabíamos nada de esa música y tampoco nos importaba, pero para él eran como un tesoro, y se comprometió a regalarnos una copia. En el recreo, alguien (créanme, no fui yo) se metió al salón, abrió su mochila y sacó los discos para llevárselos a Gabriel, que comenzó a sacarlos de su funda y a estrellarlos contra la pared alta que está al final del patio mientras los demás nos reíamos. Cuando Carlos vio lo que estaba haciendo Gabriel, se puso rojo, y juro que las lágrimas saltaron de sus ojos como un chisguete, igual que en las caricaturas. Le gritó a Gabriel que era un pinche ojete, que ahora sí se había pasado, y se lanzó sobre él. Lo pescó del cuello y lo tuvo así unos instantes, mirándolo con odio infinito. Nadie dijo nada. De haberlo querido, pudo haberle dado una paliza ahí mismo y ponerlo de rodillas para siempre (yo vi el miedo en los ojos de Gabriel), pero no tuvo el valor de pegarle. Lo soltó y se fue llorando a la Dirección para acusarnos a todos. La directora consideró que ya era demasiado, suspendió a Gabriel por tres días y mandó llamar a sus papás para contarles lo sucedido.

La cosa no paró ahí sino que se puso peor. Gabriel quería vengarse, así que lo acompañamos días después a la colonia donde Carlos vivía. Ahora bien, fue en esa época que nos dio por jugar a los nazis. Nos gustaba todo de ellos: el saludo, el uniforme, la bandera y, por supuesto, el Führer. Yo me la pasaba dibujando esvásticas en mis libros y cuadernos, e investigando sobre la segunda guerra mundial, pero Gabriel fue mucho más lejos, pues le puso doble forro a sus libretas, con fotos de Hitler escondidas para que no las viera la maestra. En el descanso, las sacaba, las besaba y se hincaba frente a ellas.

Digo esto porque aquella tarde llevamos a Carlos a nuestro "campo de concentración". Me apena decirlo, pero fui yo quien fue a buscarlo a su casa para decirle que Gabriel quería disculparse con él y que lo esperaba en el parque. Cuando salió, lo llevamos a una construcción abandonada, donde estaba Gabriel, fumando, sentado en una vieja silla de despacho que había por ahí. Le dijo que éramos agentes de la Gestapo, que íbamos a castigarlo ahí mismo por indio y por soplón, y que jamás lo íbamos a dejar tranquilo ni a él ni a su familia. Lo agarramos de los brazos, Gabriel apagó su cigarro y caminó hacia él mientras se bajaba el cierre del pantalón. "Voy a ver si es cierto que eres maricón; te voy a violar", le dijo mientras el otro gritaba y nos escupía, luchando por zafarse. Claro que sólo queríamos asustarlo pero creo que se nos pasó la mano. Al final, le echamos un montón de tierra en la cabeza y lo dejamos ahí solo, llorando como de costumbre.

La verdad es que me da vergüenza acordarme de esto, y quisiera que el tiempo pasara lo más pronto posible para olvidar esta sensación tan fea de haber traicionado el cariño y las cosas buenas que me enseñaron en casa. Me pregunto por qué este sentimiento vino después, cuando el mal ya estaba hecho, y no antes, cuando estaba a tiempo de arrepentirme. Lo de los nazis terminó mal. Mandaron llamar a mi mamá de la escuela, y esa noche mi papá me llevó a mi cuarto, cerró la puerta y me pidió que le enseñara mis libros y cuadernos. Cuando empezó a hojearlos y vio todas esas estupideces sobre Hitler y los judíos, me preguntó si acaso no sabía el horror que había detrás de todo aquello, y me dijo que me iba a quitar a golpes lo pendejo e ignorante. Se quitó el cinturón y me dio una tunda que hasta me sacó sangre de los brazos y las piernas. Luego me mandó a acostar, sin haber cenado.

Poco después, Carlos dejó de ir a la escuela. Quién sabe si el miedo que sintió aquella vez no hizo que se enfermara. Cuando nos enteramos de su muerte, Gabriel dijo que no le importaba y que ya encontraría otro a quién joder. Estoy seguro de que fingía. Hubo quienes se asustaron mucho, pensando en lo malos que habían sido con Carlos y temiendo que su fantasma fuera a cobrar venganza. Otros nos miraron como si nos reprocharan todo lo que le habíamos hecho al pobre. Yo de lo que tengo miedo es de las cosas que pensé y sentí esa tarde en el "campo de concentración". Fue como una punzada debajo del ombligo, como un hambre de ser malvado, de dejarme ir, de convertirme en demonio. Es algo que me llena de horror, aunque quizás no sea para tanto. De no haber sido nosotros, otros habrían sido los encargados de atormentar a Carlos, porque era débil y tonto, y porque así son las cosas en la escuela y en la calle. También creo que de haber tenido la oportunidad, habría sido un hijo de puta tan malo o peor que Gabriel. Quizás ya era un tirano con su pequeña hermana, que casi no lloró y tampoco se asomó al ataúd para despedirse de él.

Para Paola Gallo (q.e.p.d.), joven defensora de los derechos humanos

lunes, 7 de febrero de 2011

La primera lluvia de la temporada


El sueño termina a mitad del camino, suavemente y sin avisar. Mario abre los ojos y la aventura de la noche anterior vuelve de golpe a su mente. Ha sido un sueño muy hermoso. Mario recuerda todos los detalles: el jardín, el arroyo, la voz de Eva hablándole desde el árbol, sus manos, su vestido..., pero sobre todo aquella canción tan dulce que no había escuchado antes, y que lo ha llenado de paz y de amor; un amor muy grande que había permanecido inconsciente y ahora brota a la superficie. Mario suspira y se levanta de la cama, despeinado, con los ojos encendidos, y va a ducharse.

Mientras se baña acaba de abrir su corazón. La ama, con toda la fuerza y la ternura de sus dieciséis años. No es un sentimiento nuevo pues ya ha amado otras veces, desde niño. Cierra los ojos y ve a Eva, los abre y ahí está Eva, junto a él, con su sonrisa, su cabello, sus ojos con un sol en medio. No piensa en ella desnuda, ni le hace el amor bajo la regadera, como hace con sus demás amantes fantasma. Lo que siente es otra cosa, más pura y misteriosa: de pronto, el mundo brilla y la vida es buena y emocionante, y todo por aquel extraño sueño que ha puesto su mundo al revés. Se viste con inusual cuidado y desayuna con rapidez, pues quiere estar temprano para esperarla y entrar juntos a la escuela. Está radiante de felicidad. Su madre lo nota pero se hace la desentendida.

Es marzo y el aire en la ciudad es fresco y limpio. Mario va a la escuela y ve a su amiga. Se siente feliz y la encuentra radiante. Es cierto que ya desde antes le parecía atractiva, pero el sueño le ha revelado su belleza especial. Pasa con ella toda la mañana. Le pide opinión de todo, le platica, la mira, se acerca a ella para sentir su olor y dejarse envolver por su mirada, pero no le revela lo que siente. Durante el descanso se escabullen detrás de la conserjería para fumar un cigarro entre los dos, pero ni siquiera en este momento de complicidad, Mario se atreve a hablarle de amor. Es tímido y deja pasar el momento. Prefiere aproximarse a su corazón lenta y sigilosamente.

Eva quiere a Mario, pero sólo como amigo. Al principio no advierte que lleva varios días portándose raro, hasta que sus amigas se lo hacen notar. Le platican que no deja de hablar de ella con otras personas y le preguntan si no se ha dado cuenta de que cuando están juntos, siempre luce triste y preocupado. Eva se siente incómoda. Mario no le gusta; lo prefiere de amigo que de enamorado. ¿Cómo va a conducirse con él de ahora en adelante? Las demás le aconsejan que lo desengañe de un vez por todas, pero ella opta por no decir nada, comportarse como siempre y no dar alas a su pretendiente.

Pero la amistosa indiferencia de Eva no es suficiente para disuadir a Mario, que se hace más presente en su vida, que inventa uno y mil pretextos para hablarle por teléfono, que urde elaboradas casualidades para topársela por las tardes y los fines de semana, que prepara una y otra vez el momento para estar a solas con ella y decirle que la quiere. Al final, tanto esfuerzo resulta inconveniente. En semanas se convierte en una presencia amenazante. Además, ya no es el mismo de antes ni se comporta igual con Eva. Ahora le pregunta cada detalle del tiempo que no está con ella, y parece molesto cuando la ve hablar con otras personas. Eva se siente sofocada, esclava de sus ojos y de su sombra. La exasperan sus atenciones, sus piropos, sus regalos. Si antes disfrutaba estar con él, ahora quiere que se cambie de escuela o que se vaya a otra ciudad, que se muera y desaparezca de su vida para siempre. Sus amigas le aconsejan ser firme y desengañarlo de una vez por todas, pero ella no se decide a enfrentarlo; y mientras, su presencia termina por producirle una sensación viscosa. La amistad que sentía por él se desvanece sin remedio.

También Mario se siente enfermo a causa de esta pasión no correspondida. ¡Qué rápido cambian las cosas! El amor que iluminaba su corazón, llenándolo de dicha y curiosidad, en poco más de un mes se ha convertido en un amor adolorido y venenoso. No obstante, en su necedad de enamorado prefiere vivir en aquella miseria, compartir con Eva esa historia absurda a no tener nada que los ate y ser indiferentes el uno para el otro. Por las noches lo aquejan el insomnio y la melancolía; los viernes y fines de semana sale con sus amigos y se emborracha más que todos. Una tarde, la llama por teléfono y la invita a salir. Ella se niega, poniendo como pretexto que tiene mucha tarea y que debe ayudar a su madre con las labores domésticas. La verdad es que tiene una cita con otro muchacho. Lo que Eva no sabe es que Mario le acaba de llamar de un teléfono cercano y que observa, escondido, el momento en que sale de su casa y se sube al coche del otro chico.

Al verla tan bella y sonriente, Mario se sumerge en los infiernos. Corre por las calles desesperado, entra a una estación del metro, aborda un vagón semivacío y se desploma en el asiento a llorar. Se tortura imaginando lo bien que deben estarla pasando aquellos dos; la mirada de Eva, su sonrisa y el ritmo acelerado de su respiración al momento de rendirse a aquel tipo. La imagina como una puta, como una anémona abierta, que se regocija en el fondo de un mar cálido que él nunca podrá conocer. Su mente se tiñe de rojo. Quisiera matarla y después morir también, ahogado en un río, atropellado en el Periférico. En la siguiente estación, entra un vagonero a vender los éxitos de Juan Gabriel, a todo volumen. El ruido resuena en sus oídos y se mezcla con el dolor hasta hacerse insoportable. No puede resistir más y baja en la siguiente estación. Sale a la calle y el bochorno lo golpea. Hace calor y el cielo está cubierto de nubarrones, pero la lluvia no cae.

Esa noche escribe una carta a su cruel amada. Escribe durante horas, a ritmo frenético. Sabe que no tiene sentido insistir y que su empresa amorosa ha fracasado, pero siente gran urgencia por desahogarse y sacar para siempre aquel sentimiento que comienza a pudrirse dentro de él. La carta es larga y apasionada, violenta en algunos pasajes. Dedica a Eva palabras tiernas y sublimes, que nadie más le he a dicho ni le dirá jamás. Le revela la extraña fuente de sus sentimientos: el sueño en el que los dos se perdían entre los árboles, en un lejano jardín de las Hespérides. Le confiesa la vileza que cometió aquella tarde y le pide perdón, para luego reprocharle su egoísmo y falta de amor. Se disculpa por ser tan patético y haberla hecho vivir aquel infierno, aunque le aclara que nadie puede culpar a quien actúa por amor, porque el amor no tiene cauce, y se vuelve violento y enfermizo cuando no es correspondido. Cuando termina de vaciar su alma, se despide de ella para siempre (en realidad, se sientan a dos lugares de distancia, y falta más de un mes para que las clases terminen). Le dice que la vida sin ella será una agonía y que, pese a todo, no deja de bendecir cada uno de los días que tuvieron que pasar, de las cosas que fueron necesarias para llegar a conocerla. Al final, la traiciona con una del extenso harén que vive en su cabeza. Cuando se duerme, sueña que Eva está al final de un largo pasillo lleno de gatos, en una casa oscura y en ruinas.

A la mañana siguiente deja la carta en el pupitre de Eva, cuando está descuidada. Esperaba verla abrir el sobre, leer la carta y romperla, que le exigiera a gritos que la dejara en paz, o bien que se lanzara a sus brazos y le jurara amor eterno. Sin embargo, se queda sorprendido al verla coger el sobre, guardarlo en su mochila, y nada más. A partir de ese momento, las horas pasan lentamente, como si avanzaran por una cuerda suspendida sobre el abismo. Mario se mantiene a cierta distancia de Eva, un poco avergonzado de sus arrebatos aunque ya no puede cambiar nada. Durante el descanso no la busca. Aparenta estar tranquilo y participa en la plática y las bromas de sus amigos, pero la duda lo consume. Eva está con sus amigas, en la banca de siempre. Se le ve contenta. No parece triste ni enojada ni confundida. Cuando el descanso termina y vuelven al salón, se topan de frente. Ella lo saluda y va a sentarse sin decir más y sin prestarle mucha atención. Es obvio que leyó la carta y que algo ocurre en su corazón, pero Mario no sabe qué.

A la salida, la muchacha sale de la escuela a toda prisa para escapar de Mario. Éste la sigue por calles y avenidas. La obsesión no deja de girar en su cabeza. Nada le importa ya. Lo ha perdido todo y no se detiene en parte alguna. La sigue hasta un parque donde ella se detiene y se voltea, llorando de hartazgo y rabia. Le pregunta qué quiere, le dice que está harta, le pide que la deje en paz, que termine de una vez por todas con aquel juego estúpido. Saca la carta de su mochila y la rompe frente él con infinito hartazgo; le dice que su declaración no le hizo sentir nada, que su corazón es de otro y que no vuelva a acercársele o lo lamentará. Sus ojos centellean. Mario se queda ahí parado, rojo de vergüenza, asustado de sí mismo y de la rabia dibujada en el rostro de Eva. Ésta le dedica una última mirada dolorosa, y se va para siempre de aquel mundo de tristeza donde estuvo secuestrada durante dos largos meses.

Del cielo comienzan a caer pesadas gotas. Mario está a punto de llorar pero una ráfaga de aire fresco ahoga sus sollozos y le devuelve la calma en una especie de catarsis. De pronto se siente fuerte y libre, feliz de que todo ha acabado. Ve a Eva alejarse a toda prisa. Es hermosa, sin duda, pero no tiene caso derramar lágrimas por quien no sabe valorarlas. La lluvia arrecia y corre a guarecerse con los demás. Sí, su corazón se siente adolorido y seguirá así algunos días, pero ya se repondrá, y volverá a caer luego, muchas veces más. Mientras tanto, vemos cómo el peso que lo agobió durante los últimos meses se escurre y se confunde con la primera lluvia de la temporada.

*Crédito de la imagen: Elena Águila