miércoles, 8 de septiembre de 2010

Lagomorfosis



Capítulo IV. Las lunas de Marte

Y yo que te deseo a morir
¡Qué importa! Ésta es la última vez...


Sin decir una palabra, Rabales y Lupita fueron hasta la improvisada pista y comenzaron a bailar. Es cierto que el nuevo cuerpo de Rabales representaba un inconveniente, pero esto no lo iba a detener. Después de todo, era un argonauta de la noche, un salsero consumado e hijo predilecto de la madre cumbia. Cogió a Lupita del talle, firme pero delicadamente, y la llevó por la pista con el ímpetu y destreza de un bailarín experto, marcando el ritmo con sus largas orejas.

Dicen, y dicen bien, que la música puede resucitar a un muerto. Los sabrosos acordes pusieron a bailar y a reír a más de uno, y la cachondez, desterrada hacía mucho de las relaciones laborales en aquel recinto, emergió naturalmente.

El inexplicable retraso de los directivos permitió por primera vez que los empleados se sintieran libres de ser ellos mismos. Bastaron dos cubas y tres canciones para que la licenciada Silvina Castellón, la jefa de Recursos Humanos, con fama de déspota e impasible, se pusiera a hablar de ropa con su secretaria y aceptara bailar una pieza con don Genaro, el recepcionista en turno, quien notó que la licenciada tenía el rostro encendido, que era buena bailarina y que sus senos eran firmes y redondos.

Tomasito sacó a bailar a Stéphanie, la bella francesa de ojos azules que trabajaba en Inteligencia de mercados. Nunca antes se habían dicho más que el saludo, pero aquella vez, la chica no sólo aceptó bailar con Tomasito de buena gana sino que además lo hizo muy bien. Cuando volvió a sentarse, muchos advirtieron que no se avergonzaba de enseñar los muslos y sus calzones de encaje por entre la falda. Esto despertó un entusiasmo casi adolescente en varios empleados.

Pero lo que llamó más la atención fue ver bailar a Rabales y Lupita, que no daban tregua a sus pies. Aquel enorme conejo y su pareja bizca eran como una alucinación. El mismo Rabales no terminaba de creer lo que estaba sucediendo. Lejos de hacerse más torpe, su cuerpo comprendía el ritmo y respondía con gran agilidad y cadencia. Encontró además que, pese a los años, Lupita tenía lo suyo, y ella por su parte rejuveneció treinta años, transportada al pasado por la misteriosa marea del baile. Cuando empezaron las calmadas, recargó suavemente su cabeza sobre el hombro de Rabales, vencida por la cosquilla suavecita e insidiosa que le subía de la espalda a la nunca.

Al terminar la pieza, varios de los empleados aplaudieron y la pareja fue a servirse un trago.
Pero ahora que habían dejado de bailar, Rabales volvió a sentirse abrumado por sus antiguas aflicciones.
─Quisiera estar solo un momento. Anda, que yo volveré a buscarte.

Un poco confundida, Lupita fue a sentarse junto a una amiguita suya del tercer piso.
─Me siento como Alicia en el país de las maravillas ─le comentó.
─Oye, ¿y quién es tu galán? ─preguntó su amiga, mientras le servía más licor.
─No sé, su voz se me hace familiar...lo averiguaré más tarde, cuando nos quitemos las máscaras.

Después extendió su vaso en dirección a Rabales y brindó.
─¡Ave, conejo!

Todos rieron de la ocurrencia. Rabales bebió su whisky de un solo trago y volvió a hundirse en sus adentros. En el fondo, albergaba la esperanza de que su transformación fuera algo reversible, y que a la mañana siguiente todo volvería a la normalidad; que toda aquella experiencia se borraría y quedaría atrás, como un mal sueño o un episodio vergonzoso que, para nuestro alivio, se va quedando atrás en el curso de nuestras vidas. Sin embargo, la posibilidad de que su metamorfosis fuera definitiva, no dejaba de rondar en su mente, despertando las más amargas suposiciones. Si así fuera, ¿qué pasaría de ahora en adelante? ¿Qué ocurriría con su trabajo? ¿Cómo iba a vivir así con su familia? ¿Qué dirían sus hijos? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se descubriera que no era una botarga sino una horrible transformación y se viera acosado por la sociedad?

Y sin embargo, una voz dentro de él le decía que después de todo, no estaría mal quedarse así. De algún modo aquello representaba un renacer, una segunda oportunidad, un nuevo y extraño camino que ponía la Providencia frente a él para escapar y no volver jamás, para clausurar su antigua existencia y empezar de nuevo.

Miró a su alrededor. La fiesta seguía. Ya nadie se acordaba del contador Gaudencio Rabales, tan agrio y melancólico, tan ineficiente y lleno de problemas.
“Quizás sería lo mejor. Dejarse llevar y no volver...”

En esas estaba cuando alguien le tocó el hombro. Era Olivia Valladares.
─Dime, linda.
─Los directivos no llegan. El licenciado quiere verlo.

De todos los asistentes a la fiesta, el único que no la estaba pasando bien era Ricardo Haces. El inexplicable retraso de los directivos lo había puesto muy tenso y constantemente le pedía a Olivia que llamara por teléfono para saber qué había pasado. Ésta les llamó un par de veces pero ninguno de ellos contestó. Entonces el licenciado, viendo que la celebración que tan afanosamente había preparado para regocijo de sus jefes se venía abajo, se encabronó de veras. Además, Olivia estaba un poco rara, como distante y evasiva.

─Esto ya valió madre ─dijo, y luego, señalando a los empleados, que por primera vez reían y se comportaban como gente de carne y hueso ─Míralos, se comportan como animales.

En eso vio al conejo, que no había dejado de servirse de la botella, y lo mandó llamar.

─¿Y para qué quiere verme? ─dijo Rabales, arrastrando la lengua ─¿Quiere que se los traiga o qué?
─No sea usted, grosero ─replicó Olivia ─¿No ve que todo salió mal? Algo habrá que hacer para salvar la fiesta.
─Pues como no sea mandar traer más pomos, porque esto era un cementerio y hoy hemos vuelto a la vida. ¿O qué? ¿Cómo te la estás pasando?
─Yo bien, pero si supiera cómo es mi jefe.
Rabales fingió demencia y se acercó un poquito más. La luz del deseo se encendió como un enorme reflector en su cabeza. Siempre pensaba en sexo, sobre todo cuando se embriagaba y estaba lejos de su esposa.
─¿Cómo dices que es, linda?
Y le ofreció una cuba cargadita.
─Pues, es que quiere siempre quedar bien con todos y a mí me trae corriendo como cucaracha, tratando de tener a todos contentos; pero como eso no se puede, siempre se enoja y la agarra contra mí.
Pasó un rato y la charla entre los dos siguió. Rabales no reveló su identidad y Olivia, pensando que se trataba de alguien ajeno a la oficina, confesó lo mucho que le molestaba su jefe, tratando de controlar todo y a todos, enojado siempre y sin una pizca de buen humor.
─Mghhhhh…¿y qué piensas hacer, linda?
Y chocó su vaso con el de ella, como si con ello sellara una especie de pacto etílico.
─Pues no sé, supongo que me da miedo quedarme sin trabajo, y además…
¿Además? ¡De modo que los rumores eran ciertos: ella y Ricardo Haces eran amantes!
─¿O sea que tú y él…?
Pero Olivia siguió hablando, como si por fin se hubiera decidido desahogarse y no quisiera dar marcha atrás.
─¿Sabes? A veces pienso que el amor es como una enfermedad del cuerpo y de la mente…
─"¡Fuego helado! ¡Hielo que arde!" ─exclamó Rabales, que se sabía de memoria algunos versos de Romeo y Julieta.
─Hace una puras pendejadas. Te enamoras de hombres que no valen la pena, te involucras en relaciones que no te llevan a ningún lado.
Rabales pensó entonces que sí, que Olivia era doblemente estúpida por entregarse a aquel hombre y por esperar algo de él, que llevaba veintitantos años de casado y había vendido su alma a la empresa. “Sin embargo”, se dijo, “las mujeres son así: todas esperan algo, todas quieren atraparte, todas sueñas con matrimonio. Pobres necias”.

Pero a decir verdad, esto ya no le importaba mucho. Hacía rato que no quitaba la vista del amplio escote de aquella mujer tan atractiva. Miraba con insistencia sus senos que, aunque pequeños, eran firmes y turgentes como las lunas de Marte. Siempre había querido saber cómo sería tocar aquella piel tan suave y morena.
─Tú eres mucha mujer para un homúnculo como ése, linda…
Sin pensarlo, extendió su mano y la puso suavemente en el nacimiento de aquellos dos pechos.
Ella lo rechazó con una sonrisa.
─Vas muy rápido. Ni siquiera te he visto la cara.

El licenciado Haces estaba muy pendiente de todo lo que sucedía entre su amante y el conejo. Habiendo sido ignorado por ella durante toda la tarde, se sintió herido de muerte al ver aquella escena. Olivia, qué duda cabía, jugaba con él descaradamente y frente a todo mundo; y encima de todo, la botarga aquella tampoco había ido cuando lo mandó llamar.
Y entonces, como también él traía sus alcoholes encima, decidió poner remedio a aquella situación indignante.
─¿Pasa algo? ─preguntó el licenciado Haces con el rostro desencajado y la voz golpeada.

Cuando se enojan, los borrachos son como chispas que sólo necesitan yesca para crecer, extenderse y convertir aquello en un incendio.

Rabales sintió que la sangre le hervía.
─Pasa que nos estamos divirtiendo y que esta damita ya está harta de tus berrinches.
El licenciado sintió la misma ola de calor recorriéndolo de pies a cabeza. ¿Quién era este payaso disfrazado para hablarle así a él?
─¿Qué no sabes quién soy yo? ─vomitó.
La música se interrumpió y todo mundo quedó en suspenso.
─¡Soy el licenciado Ricardo Haces, y no te permito que me hables así! ¡Soy superior, muy superior a ti, que ni siquiera das la cara, que tienes que ocultarte bajo esa monstruosidad para poder comer, y ahorita mismo voy a hablar a seguridad para que te echen a la calle!
─Con que licenciado, ¿eh? ─gritó Rabales. ─¡Pues para mí no eres nadie! ¡Oigan cómo grazna! ¡Ven cernícalo, te voy a quebrar el cuello!

Y se lanzó sobre él, con tan mala suerte que tropezó con el dinosaurio de juguete que uno de los niños había dejado olvidado, y fue a caer, cuan pesado era, sobre el pastel, olvidado sobre una mesa en el centro de la sala.
─Ay Dios, ¿y ahora qué? ─musitó Rabales, tratando de ponerse de pie.

El licenciado miró al pobre conejo con desdén. Con aire triunfal, quiso coger del brazo a Olivia, pero ésta lo rechazó de una bofetada.
─¡No te me vuelvas a acercar, cobarde! ─chilló, y se fue, sabiendo que tarde o temprano iría a buscarla.
Rojo a causa del golpe y de la vergüenza, el licenciado Haces mandó llamar a alguien de intendencia para que recogiera todo aquel desastre; y después, volviéndose hacia Rabales, le exigió que se quitara el disfraz.
─¡Al menos da la cara, miserable!

Tomás Zamacona se acercó discretamente y le habló al oído. El rostro de Ricardo Haces se fue transformando, pasando de la ira a la incredulidad, de la repugnancia al horror.
─¿Qué dices? ¿Qué el contador Rabales se transformó en esta bestia? ¡Esto no puede ser! ¡Seguridad!

Al oír aquello se produjo un gran sobresalto. Todos rodearon al conejo con gran curiosidad. Lo habían visto bailar, flirtear, pelear y emborracharse y ninguno había reparado en quién era realmente. Algunos admitieron haber reconocido algo en él, pero vagamente. Sin embargo, era él, Gaudencio Rabales: su mismo traje viejo, su misma loción penetrante, su humor agrio, su actitud libidinosa, su voz y su aire de mala suerte. Habían pensado todo ese tiempo que se trataba de un show para amenizar la fiesta, de un comediante oculto bajo ese excelente disfraz. Pero ahora, aquella absurda patología se les revelaba con una claridad escalofriante.
─¡Conejo, dame mi dinosaurio o te arranco la piel! ─gritó uno de los niños, y es seguro que él y su hermano lo habrían hecho si no es porque su madre, aterrorizada, los cogió con fuerza de la mano y les tapó los ojos para que no contemplaran el terrible espectáculo.

Desde su silla, Lupita alzó su copa.
─¡Ave conejo!
Y se quedó dormida.

Rabales quedó en el suelo, embarrado de pastel, sin dar crédito a todo lo que acababa de ocurrir.

-Si mi padre viera esto...

Sintió un estremecimiento. Su padre era el recuerdo más entrañable de su infancia; el sol que iluminaba aquella época que, por extraño que parezca, había sido serena y llena de luz. Entonces sí que le hubiera gustado convertirse en conejo y pasar el día en el campo, jugando con sus hermanos y primos, mordisqueando la hierba tierna y nutritiva para ir después a acurrucarse al lado de su madre, una coneja gorda y amorosa, y dormir tibiamente hasta el día siguiente, para inaugurar otro día de juego y diversión, totalmente ajeno al mundo y sus preocupaciones.

Pero aquel tiempo había quedado muy atrás. Tenía doce años cuando murió su padre, y desde entonces se sentía muy solo. En todos esos años no había logrado reponer aquella pérdida y todo hábía ido de mal en peor: sin parar de trabajar, luchando contra aquel monstruo de ciudad, buscando siempre evadirse del modo más efectivo y discreto, consumiendo su vida en el trabajo y los sinsabores de todos los días, y ahora esto...

Era evidente que el orden que hasta entonces había regulado la vida en aquella oficina se había roto para siempre, y que ya nada volvería a ser como antes. Era obvio que nunca más volvería a poner un pie en ese lugar.

Se levantó de un brinco y miró a todos con gran indignación mientras se quitaba el merengue de su saco. Siempre los había despreciado. En el mejor de los casos lo deprimían, le provocaban una infinita flojera, con su vida de esclavos, silenciosa e insignificante. Él, en cambio, era una nave sin rumbo.

Levantó el dinosaurio del suelo y se lo dio al niño, que protegido tras las faldas de su madre, le sacó la lengua.
-Cómportate, chamaco. Ahora no eres más que una pequeña bestia, pero ya te convertirás en hombre y sabrás lo que es bueno, bribonzuelo.

Al oír aquella sentencia, el niño y su hermano empezaron a llorar.

Luego se acercó al licenciado Haces, que temblaba de miedo.

-¿Qué pasó licenciado, por qué esa cara? ¿Lo dejó su vieja? ¿Le salió un conejo del sombrero?

El jefe se estremeció al sentir el aliento alcohólico del conejo. No pudo resistir la mirada ni la cercanía de ese monstruo y se hizo para atrás. Rabales comenzó a reír. Fue una risotada siniestra que espantó a todos. Rió tanto, que tuvo un acceso de tos.

─¡Vámonos de aquí! -gritó Tomasito -¡Aquí ya se acabaron los tragos y apenas son las cinco!

E iban de salida, cuando tropezaron con Leslie, que había ido a limpiar todo aquel desastre.

-Zamacona, espérame allá abajo -pidió Rabales -Todavía necesito arreglar algo.

(Continuará)