jueves, 24 de junio de 2010

Te he visto pescar planetas


Te he visto pescar planetas
afuera del metro;
cada tarde
tiras con fuerza de tu lazo invisible,
y te ríes y jadeas
mientras el cielo
se derrumba sobre ti.

Luego acabas tirado
sobre el vientre tibio de la calle;
cansado de jugar,
muerto de hambre,
con los ojos abiertos
y encendidos.

La gente pasa
y te ignora,
te saca la vuelta;
y es que estás lleno de piojos
y capturas planetas afuera del metro
y es que andas tan puesto
que no distingues el día de la noche,
y es que andas desnudo como un animal.

Pero yo te he visto
cargar un tesoro
en una jaula:

es el eclipse que atrapaste
hace un año
junto a mi puerta,

es la noche
que florece
con un poco de agua,

son las mil voces que te dejaron loco,
es la nave en la que piensas
partir hoy.

jueves, 17 de junio de 2010

Homenaje tardío a Gabriel Vargas


Entrevisté a Gabriel Vargas en marzo o abril de 2003, aunque conocía su obra de muchos años atrás. Durante mi infancia La familia Burrón fue una de mis lecturas imprescindibles, mi primer y más importante texto de Ciencias Sociales. Conocía bien a sus personajes, su lenguaje de picaresca, su estética y su humor cargado de desencanto ante un país abrumado por la corrupción y la crisis económica.

Cuando lo conocí personalmente, don Gabriel era ya muy anciano: todo arrugado, pequeño, delgado, pulcramente vestido con traje y corbata. Caminaba con bastón y necesitaba que lo ayudaran a sentarse y ponerse de pie. Años atrás había sufrido una embolia y tenía una parte del cuerpo semiparalizada, lo que le dificultaba hablar. No obstante, era un hombre de gran agudeza intelectual. Daba gusto hablar con un hombre de talento. Soportaba de mala gana el peso de los años y las limitaciones que le imponía su enfermedad. Su temperamento era muy parecido al de su personaje don Regino Burrón: serio, melancólico, de gran sencillez y extraordinaria capacidad de trabajo. Rechazaba halagos y honores, y se definía a sí mismo como "el más humilde de los dibujantes mexicanos".

La entrevista tuvo lugar un sábado por la tarde. Vivía en el primer piso de un edificio de la colonia Cuauhtemoc, muy cerca del monumento a La Madre, y ocupaba el departamento de a lado como estudio. Éste era enorme y anticuado, lleno de muebles y libros, cuadros, reconocimientos, hojas sueltas, un reestirador de dibujante, un escritorio con computadora, y sobre una mesita de madera, protegida por una campana de cristal, una marioneta de Borola Tacuche, enfundada en su abrigo de diva.

Por aquel entonces don Gabriel estaba ocupado en diversos proyectos: elaboraba una tira cómica que aparecía cada jueves en El Sol de México, colaboraba en un semanario político cuyo nombre no recuerdo, preparaba la antología de La familia Burrón que en los últimos años ha sido publicada por la editorial Porrúa, además de mantener viva dicha revista, con un número nuevo cada semana. Todos los días, él y su secretaria Guadalupe trabajaban incansablemente en la redacción de los distintos argumentos, que luego se enviaban a su sobrino Agustín Vargas, quien se encargaba de ilustrarlos. Desde hacía años que don Gabriel no dibujaba, a raíz de su embolia.

Fui a la entrevista armado con la mayor ingenuidad, pensando que el creador de los Burrón sería una especie de Walt Disney feliz. Nada más alejado de la realidad. Al preguntarle, por ejemplo, a cual de sus personajes le tenía más cariño, me respondió con tono áspero: "¡A ninguno! Sólo son trabajo. Comencé a dibujar muñequitos por necesidad y hasta la fecha para mí son eso: trabajo. ¡No le tengo cariño a ninguno de mis personajes!". Hablaba de forma muy parecida a éstos: en un estilo antiguo, con prosapia, jiribilla y algunas gotas de amargura. Dijo sentirse admirado por todos los avences tecnológicos que le había tocado presenciar a lo largo de su vida, como por ejemplo el desarrollo de la aviación: "¿Quién iba a pensar que esas grandes máquinas iban a poder sostenerse en vuelo sobre sus trepidantes alas? Todo cambia, pero el hombre sigue siendo el mismo". Habló con pesar de la ignorancia y estupidez del hombre, que permitía que desequilibrados como George W. Bush (que acababa de invadir Irak) lo gobernasen.

Habló largamente de sus personajes y los modelos que tomó para crearlos. Me contó lo que ya muchos han dicho en las últimas semanas: que utilizó la palabra "Burrón" para definir a un individuo que por más que trabaja no logra superarse. "Burrón" para Gabriel Vargas era aquella persona que no progresa a causa de su honradez, en un país donde la corrupción es para muchos la llave segura del éxito: un burro, pues. Expresó su total decepción respecto a los políticos mexicanos, a quienes reprochó su codicia, su carácter atrabiliario y su falta de amor al pueblo. Dijo que su trabajo estaba hecho de "fantasías apegadas a realidades, y es por eso que los políticos me tienen agarrado de las orejas".

Recordó los viejos tiempos en que gozaba de buena salud y estaba al frente de un estudio con quince o veinte dibujantes. No paraba nunca y fue por eso que enfermó. "Ahora soy sólo un viejo tonto, pero antes tenía yo el ingenio a flor de labios". También me contó que para él lo más fácil era crear una historia: "Hay escritores que se devanan la cabeza y se hacen los muy atormentados, cuando es lo más sencillo del mundo. Basta con salir a la calle y observar. De cualquier lugar puede salir una historia".

La familia Burrón fue siempre un producto popular, sin pretensiones intelectuales; destinado al consumo y entretenimiento del pueblo que se veía retratado en sus páginas. No obstante era mucho más que eso. Era una estampa desnuda de las penurias de los pobres que habitan esta ciudad y el desamparo en que viven por culpa de las autoridades y de su propia indolencia. A pesar de este cuadro deprimente, varios de sus capítulos son de verdad hilarantes y descabellados. Recuerdo, por ejemplo, un episodio que leí de niño, a principios de los ochenta, en el que Borola intenta formar con sus vecinas una banda de ladronas y emular a los hampones profesionales de aquel entonces: gobernantes, jefes policíacos y líderes sindicales como José López Portillo, Joaquín Hernández Galicia (a) "La Quina" y Arturo "El Negro" Durazo. Cuando su hija Macuca le reclama, Borola le responde: "Ya estoy harta de ser pobre. Si tu padre fuera un ratero, otro gallo nos cantara".

En la época en que entrevisté a Gabriel Vargas, La familia Burrón era una publicación verdaderamente marginal, que sobrevivía a las bajas ventas y a los achaques de su creador. Escribí entonces que se trataba de una publicación urgente para una sociedad sumida en el desánimo, que ante todo requería de buenos chistes. Hoy estoy más convecido que nunca de esto y creo además que el mejor homenaje que se le puede hacer a don Gabriel es reeditar su obra y publicarla en su formato original de historieta, al alcance de la clase popular y de las nuevas generaciones que, estoy seguro, se verán reflejadas en ella. Los tiempos cambian pero las penas y las alegrías son las mismas. Gabriel Vargas lo sabía muy bien.

viernes, 11 de junio de 2010

Lagomorfosis (continuación)


II. Un reverendo hijo de la chingada

Rabales pasó toda la mañana tratando de ocultar su nueva condición aunque no pasó mucho antes de que alguien lo descubriera. Pasó desapercibido al principio, en parte porque su escritorio se hallaba en un rincón de la oficina adonde nadie se asomaba, y también porque ese día era cumpleaños de uno de los directivos y casi todos los empleados habían ido al festejo, en la sala de juntas. Nadie invitó a Rabales pues se sabía de antemano que nunca iba a ese tipo de festejos. Cono no tenía trabajo pendiente pasó un buen rato buscando en Internet casos similares al suyo, aunque sin éxito. Lo suyo era extraordinariamente raro, único, y esto lo hizo sentir muy solo. En todo el mundo, en toda la historia, no se había dado un caso semejante, ni siquiera en las películas o en ciertos libros, donde lo habitual era convertirse en lobo o insecto. Además, le disgustaba profundamente ser un conejo. Era una especie que jamás le había simpatizado. Eran tan cursis y afeminados. Se habría conformado con convertirse en tigre, águila o caballo pura sangre, pero ¿un conejo? Y es que después de todo, ¿qué es un conejo? Un roedor lascivo, frágil y nervioso, siempre a merced de los más fuertes, acostumbrado a correr y refugiarse al menor sobresalto; dios de los borrachos y los pervertidos, banquete de los predadores y primo carnal de las ratas. Un ladrón montaraz, un pequeño tramposo que vive pocos años, y que entra y sale del mundo sin pena ni gloria, dejando tras de sí una numerosa prole de seres tan insignificantes como él; total: un bueno para nada, un pobre diablo, un sensual, un reverendo hijo de la chingada.

Soportó estoicamente el calor que lo sofocaba pero lo que sí no pudo fue contener por mucho tiempo las ganas de orinar. Aguantó lo más que pudo, hizo un esfuerzo desesperado, trató de distraer su mente y situarse más allá de la necesidad pero fue inútil. Tuvo que salir corriendo al servicio antes de que ocurriera un desastre. Los pocos empleados que había por ahí sólo vieron pasar una sombra. Era tanta la prisa del contador que al entrar al baño tropezó con un bote de basura y sin darse cuenta dejó tirado el sombrero. Sus orejas se levantaron libres y orgullosas hasta casi tocar el techo. Se bajó la bragueta con desesperación, se acomodó frente al orinal y suspiró aliviado. Notó que su orina tenía un olor fuerte y picante parecido al del amoniaco, y aunque no le gustó el aspecto de su pene y sus testículos, constató que no habían sufrido ningún cambio estructural de importancia.

-¡Ay de mí! -suspiró.

En ese momento entró Tomás Zamacona. Todos lo llamaban "Tomasito", por su corta estatura y porque a pesar de que tenía casi cincuenta, su cara tenía cierto aire infantil que le hacía parecer un señor chiquito. Al ver a Rabales pensó que algún bromista había contratado una botarga para sorprender al del cumpleaños. Sin prestar mucha atención se acercó al mingitorio de a lado y comenzó a orinar tranquilamente, cuando de repente se preguntó cómo se podía orinar con la botarga puesta. Miró de reojo con discreción pero debió hacer algún movimiento involuntario con la cabeza porque en ese momento oyó una voz aguda y resposa que le decía:
-Si quieres te la presento Tomasito.

Entonces Tomasito se dio cuenta de que no era una botarga sino un verdadero conejo lo que estaba frente a él. Como era de esperarse no dio crédito a lo que veía y estuvo a punto de pegar de gritos pensando que se había vuelto loco, de no ser porque Rabales le tapó la boca con su pata peluda.
-Calmantes montes mi Tomasito. ¿Qué, ya no te acuerdas de los compañeros? Mira nomás cuánto has cambiado.
Tomasito reconoció la personalidad perdida detrás de aquella voz lamentable, como de vidrios rotos.
-¿Rabales? -se apresuró a preguntar en cuanto éste le permitió hablar. -¡Ah, chingá! ¿Y dices que soy yo quién ha cambiado?
Tomasito lo miró con gran curiosidad, buscando algún vestigio del antiguo Rabales. Reconoció su vientre abultado, el olor a cigarro que siempre lo acompañaba, sus ojos crónicamente irritados y la aspereza de sus modales. Fuera de eso, su humanidad se había disuelto y sólo quedaba aquella bestia. Era como una puesta en escena, como formar parte de una historieta tan cómica como bizarra. Se miró al espejo para ver si seguía siendo él mismo o también se había convertido en otra cosa.
-¿Cómo ves mi Tomasito? -se quejó Rabales. -Me cayó el chahuistle y amanecí convertido en abrigo.
-¿Qué pasó? ¿Qué comiste?
-Pues ni modo que zanahorias, mi estimado...
-Para mí que tu mujer se enteró de que andas de falso y mandó a que te hicieran un trabajito.
-No sería raro -contestó Rabales mientras se lavaba las manos, pensando que de ser así, aquella era la mejor forma de castigar a un promiscuo.
-Y ahora, ¿qué vas a hacer?
-No lo sé. -contestó Rabales, quitándose por fin el abrigo y abanicándose con las dos manos. -¡Qué pinche calor, Dios mío! Ahorita lo único que quiero es una michelada bien fría.
Zamacona recordó que arriba había fiesta y tuvo una idea genial.
-Oye, ¿y si vamos a la fiesta del jefe y te haces pasar por botarga?
-No la amueles Tomasito, agárrate de puerquito a otro cabrón. Mira cómo estoy...
-¡Por eso! Me cae que tu disfraz está bien chingón.
-Cómo serás que no respetas la desgracia ajena.
-¡Oh, no seas amargado! Además, hay chupe y bocadillos gratis.
-Pero si yo lo que quiero es una cerveza, un ron con coca, y esos estirados nomás brindan con champaña y chamarré.
-Una buena broma no le hace mal a nadie. Imagínate la cara de todos cuando te vean entrar. Imagina qué dira el licenciado Heces.
Aquello fue suficiente para convencer a Rabales. Le vino a la mente la cara de su enemigo y su expresión estúpida, siempre tratando de parecer inteligente y respetable.
-Pinche Tomasito, no se te va una... ¡Vamos, pues!
Y se le salió una risita maliciosa.
-No te preocupes Gaudencio. -le dijo Tomasito al salir del baño. -Ya verás que lo tuyo tiene cura, y si no siempre podrás vivir en el campo y largarte para siempre de este lugar horrible.
Rabales miró el brillo de malicia en los ojos de su compañero. No había duda de que detrás de su fisonomía de niño se ocultaba el más insidioso de los diablos.
Continuará...

jueves, 3 de junio de 2010

Sin título


¿Qué es esto que traigo dentro?
Esta bola de cristal a punto de estallar
y derramar su contenido.

La voz de mi alma es tan fuerte
que todos pueden escucharla
cuando callo.

Lo sé.

¿Quién es esta dama que me acompaña
desde niño y que canta para mí los días de sol
en la azotea?

No le gusta ninguno de los nombres que le pongo:
luz que nadie más quiere ver,
fuego brujo,
mancha de oro que nace
de mi costado;
frío de milenios
que brota de mi espalda.

Diario es un nombre,
canción a veces;
grito, siempre.