lunes, 27 de julio de 2009

Un viejo poema

Se descuida parpadeo y un manantial su cuesta abajo.

mi
espera


fuga

ausente nombra
la lluvia nos destierra.

(1997)

miércoles, 22 de julio de 2009

La tiranía de las opiniones



Desde hace algunos años la libertad de expresión se ha visto enormemente favorecida por Internet y otros medios de comunicación como la prensa o la radio. Como nunca antes las opiniones de cada quien han conocido un auge insospechado para las generaciones pasadas y, cosa curiosa, esta explosión de los puntos de vista nos ha revelado como unos expertos en casi todos los temas. Basta con leer la larga lista de comentarios al pie de un blog, los videos de You Tube o las notas periodísticas. La gran mayoría de estos mensajes están escritos como si contuvieran la verdad última y no es raro el caso de que estos espacios virtuales se conviertan en verdaderos campos de batalla donde salen a relucir nuestros prejuicios, odios, rencores, y en suma todas aquellas ideas y pulsiones que nos dividen sin remedio: una especie de Guerra Civil Mundial sublimada a través del ciberespacio, donde todos defendemos no tanto nuestro derecho a expesarnos, pues ese ya existe de antemano, sino la convicción individual de que estamos en lo cierto, de que es nuestra opinión la que vale de entre todas las demás.

Esto no sólo sucede en Internet sino en todos los escenarios de convivencia. La razón está en boca de todos. Hablamos y actuamos convencidos de tenerla siempre de nuestro lado y, dado el caso, seríamos capaces de morir por imponer nuestra verdad personal al resto del mundo. Todos la posee y todos la conceden, incluso aquellos que evidentemente se contradicen. Unos la esgrimen y otras la utilizan como escudo. En cualquier situación donde exista el desacuerdo y la equivocación, donde sea necesario justificar un acto o defender una postura, la razón brota en la superficie del lenguaje de manera natural, con una peculiaridad extravagante: siempre con un ropaje distinto, como cortesana en el palacio de la certeza. La barajan los políticos que intentan convencer a la ciudadanía de la transparencia de sus actos, los abogados al defender los intereses de sus clientes, los intelectuales al intercambiar críticas, los esposos al discutir sobre temas domésticos, los padres e hijos separados por la brecha generacional.

Y sin embargo, si nos detenemos a pensar en las múltiples condiciones de las que depende la razón nos daremos cuenta de su enorme fragilidad. La razón está hecha de lenguaje puro, por lo tanto es maleable y puede aparecer de diversas maneras, puede embellecerse y engalanarse con distintas ropas, al contrario de la verdad que normalmente es fea y se muestra desnuda a todo aquel que la busca. Por otro lado, la razón no puede considerarse como tal si antes no ha sido aprobada socialmente, y es aquí donde se ponen de manifiesto sus limitaciones, donde se convierte en un juego de estrategia en el que nos gusta embarcarnos por defender nuestros intereses, por lograr aceptación o imponer nuestro criterio a otros. Lo más probable es que la necesidad natural de encontrar consenso en medio de la divergencia haya motivado el surgimiento de los jueces, los árbitros y demás instituciones encargadas de la regulación social. Nosotros mismos, la gente común, hemos sido requeridos para dar la razón a alguien en más de una ocasión; cosa por demás difícil e ingrata, pues ¿qué pasa cuando escuchamos a dos personas con posturas diferentes o contrarias y se nos pide conceder la razón a alguna?

Imaginemos cualquier situación: dos hermanos que comparecen ante la autoridad paterna, legisladores de diferentes partidos que debaten en la cámara, dos amigos que pelean por algo y plantean sus razones a un tercer camarada. ¿Quién habla con la verdad? ¿Cuál de ambas versiones es real o cierta? ¿A cuál debemos dar crédito, y a quién asiste la razón? En el caso de los hermanos, lo más probable es que la madre termine por proteger al más pequeño y débil de sus hijos; los diputados, por su parte, casi siempre tienen asegurado el favor y aprobación de sus compañeros de bancada, y en el caso de los amigos en disputa, es probable que el tercero la conceda a aquel por quien siente mayor simpatía o con quien tiene más afinidad. Otra posibilidad es que, en privado, éste acabe por dar la razón a uno y a otro por no involucrarse él mismo en la guerra de posiciones. Y a su vez, todos estos ejemplos presentados aquí de manera bastante esquemática y rígida, dependen de un sinfín de variables impredecibles que condicionan su resultado final, como es el hecho de que haya o no más gente presente, nuestro estado de ánimo, nuestra propia capacidad de discernir o nuestro deseo de no contradecir a nadie. ¿Qué sentido tiene entonces argumentar de manera razonable si al parecer nuestro voto está empeñado desde antes, influido por factores irrazonables?

El problema de conceder la razón a una entre dos o más opiniones contradictorias no ofrecería mayor complicación si nos decidiéramos de una sola vez por aquella que observa mayor correspondencia con la realidad; esto es, la más verídica, pero es precisamente ahí donde reside el dilema, pues esta realidad es una condición relativa en el tiempo y el espacio, que posee distintas dimensiones y formas de ser interpretada. El ejemplo clásico es la película Rashomon, de Akira Kurosawa. Ambientado en el Japón feudal del siglo XVII, el filme nos cuenta la historia de un rico comerciante que fue asesinado por un bandido, cuando viajaba con su esposa a través del bosque. Narrada como una combinación de anécdota con proceso judicial, la trama presenta el testimonio de cada personaje: un leñador que contempló la escena a escondidas, la viuda, el criminal y el fantasma del difunto. Todos comparecen ante la pantalla, como si el juez fuera el propio espectador. Las versiones sobre la forma en que se dieron los hechos y las intenciones que perseguían los involucrados son tan distintas que resulta imposible establecer lo que en verdad sucedió. El filme nos demuestra con extraordinaria belleza que cada quien se siente amo y señor de su pequeña porción de realidad y mide el universo (¡curiosa pretensión!) en función de ésta; de modo que atenernos a una sola verdad, como a menudo hacemos, significa avanzar como ciegos por un terreno movedizo. Más sabio sería escuchar las diversas opiniones y sólo hasta entonces formular la nuestra, a partir de otras quizás más informadas y mejor construidas; o bien, hablar a partir de nuestras propias vivencias con lo que nuestra opinión estaría sustentada por la experiencia aquilatada con el tiempo. En ambos casos, sin embargo, siempre se corre el riesgo de caer, una vez más en la parcialidad, pues al buscar otros puntos de vista lo más probables es que nos inclinemos por aquellos que más se acercan a nuestro propio modo de pensar o que han sido reconocidos como líderes de opinión por un grupo determinado dentro de la sociedad. Pasa lo mismo en el caso de la experiencia personal, pues ésta es sumamente parcial y al pretender que pueda valer como una verdad universal no hacemos sino reforzar esta triste y pesada tiranía de la opinión.

También hay que tomar en cuenta nuestra tendencia inevitable a la contradicción: a argumentar en un sentido y pensar o hacer exactamente lo contrario un momento después en función de nuestra conveniencia y de las circunstancias. Pareciera por momentos que no hay nada sólido en nuestras opiniones y que la razón que tan ardientemente defendemos es frágil y arbitraria. A la vez tememos a que los demás contradigan aquellas opiniones que tan afanosamente hemos construido y también sentimos miedo de la verdad. Muchas veces utilizamos la razón para encubrir la verdad, pues tememos a ésta más que a la mentira. Ésta última casi siempre es complaciente y aparentemente nos ayuda a ir cómodamente por la vida, sin conflictos ni sinsabores, mientras que la primera es áspera y no admite otra justificación que sí misma. Es por ello que a menudo la sinceridad es considerada más como un defecto que como una virtud. Extraña paradoja el que consagremos a la verdad como uno de los valores máximos en una sociedad que, al parecer, necesita mentirse a sí misma para poder funcionar.

Tampoco soluciona nada adoptar la salida contraria: hablar como si nunca estuviéramos seguros de poseer la razón; o aducir a las opiniones de otros sin dar jamás nuestro punto de vista. Al final quedaríamos aislados dentro de nuestra propia burbuja relativista, pues la comunicación humana implica ante todo hallar puntos en común y de desacuerdo; arriesgarse a jugar y perder, a cometer errores y contradecirse en este juego interminable de los “dimes y diretes”. Ante tales razonamientos me atrevo a asegurar que estamos ante uno de tantos problemas sin solución, fruto de nuestra diversidad y de nuestra tendencia natural hacia el conflicto y la insensatez. En mi opinión, quizá lo único que podemos hacer es aceptar con humildad lo limitado y frágil de nuestros juicios, respetar la pequeña verdad que otros han hallado y dejar de luchar encarnizadamente por una razón que todos invocamos pero que casi nunca poseemos.

martes, 14 de julio de 2009

“Pobres muertos”

Pobres muertos desterrados
a quienes no se les permite regresar:
ya no son de este mundo,
sólo pueden susurrar cuando todos duermen
y pasear su sombra por los corredores de la casa

Pobres muertos,
que se confunden con el polvo del camino,
que lloran a sus vivos,
y los siguen a todas partes,
tristes y temerosos
de ser vistos.

Pobres muertos,
hambrientos y celosos
de la luz;
cuervos tenebrosos
que alguna vez
tuvieron rostro
y voz
para remontar el tiempo
y sus auroras.

Pobres muertos,
legión muda
que sin querer da miedo
pobre nada incomprensible
incapaz de olvidar
lo que eran la vida y el amor.

Pobres muertos
que un día, sin darse cuenta,
morirán de nuevo
y para siempre,
cuando nadie les llore
ni recuerde,
y sean sólo un montón de
palabras rancias
que nadie se acercará a leer.

martes, 7 de julio de 2009

Poema

Cada día
de mi vida
amanece varias veces.

por la mañana, al mediodía,
por la tarde,
y también después,
cuando todos vuelven del trabajo
con la noche dentro,
yo subo a la azotea
por séptima ocasión
y el sol sale y me acaricia
como un padre viejo
que ha vencido sus demonios
y lo mira todo con ternura.