martes, 30 de junio de 2009

Las naves del futuro

por: Eduardo Rodríguez Flores

No me extrañaría que hubiese venido de otro planeta u otra dimensión. Lo conocí hace más de diez años, cuando Ana y yo, que recién empezábamos nuestra relación, rentábamos un departamento en San Andrés Cholula. Vivía al lado de nosotros. Su casa eran dos pequeños cuartos y un pequeño jardín donde se tumbaba a beber cerveza, contemplar el cielo y hablar con las flores. Cuando lo conocí tenía cuarenta años y vivía con su mujer, Ángela, y su hijo pequeño, llamado Inti. Eran un par de hippies. Ella era artesana y él se ganaba la vida como profesor de educación física en la primaria del pueblo. Llevaba el cabello largo y ondulado, y los niños de la escuela lo apodaban “Cepillín”; pero él se llamaba Jorge, y quienes lo conocíamos le decíamos “George”. Tenía una voz suave y delicada, casi femenina, y unos ojos penetrantes. Las primeras veces, al encontrarnos, nos saludábamos cordialmente como buenos vecinos; ya después nos fuimos conociendo poco a poco y llegamos a entablar una amistad que me dejó marcado profundamente. Era un hombre intenso y sorprendente, y no creo que haya nadie más como él. Su vida estaba llena de historias y aunque es probable que muchas de ellas las haya inventado él mismo, estoy convencido de que los grandes mentirosos a veces deberían gozar de más crédito que quienes pretenden decir siempre la verdad y no logran más que un insípido inventario de los hechos.

De joven, George permaneció varios años recluido en una institución psiquiátrica a raíz de sus abusos con las drogas psicodélicas. Un día por la noche, su padre, que ya sospechaba de sus hábitos, le advirtió que a la mañana siguiente revisaría su cuarto. George, que efectivamente, tenía una caja secreta donde guardaba ácidos y otras sustancias, decidió comerse todo de una sola vez antes de ser descubierto. El resultado fue una violenta explosión en su cerebro que le duró varios días. En otra ocasión, viajó a un pueblo de la sierra donde una curandera le dio a beber una infusión preparada con una planta conocida como “hierba del diablo” (misma que aparece en los célebres escritos de Carlos Castaneda, quien la identificó como Datura inoxia). La experiencia fue tan honda y aterradora que permaneció cerca de un año sin poder ver a nadie a los ojos, a causa del miedo que lo torturaba. Pero lo peor ocurrió una vez que fue al Popocatepetl, donde comió quince o dieciséis cabezas de peyote él solo. Jamás regresó de aquel viaje. Pasó la siguiente semana encerrado en su cuarto, temeroso de salir a la calle, viéndolo todo de “color policía”. Alarmados, sus padres lo internaron en una clínica privada donde pasó los siguientes años tratando de reorganizar su mente y su personalidad.

Con estos antecedentes se podría pensar que George era un demente, que tenía la cabeza en otra parte y que era incapaz de convivir con el resto del mundo; sin embargo, cuando lo conocí, tenía familia y amigos que lo apreciaban, practicaba el yoga, tenía un trabajo y se preocupaba por hacerlo bien. Al terminar cada clase pedía a sus alumnos que formularan un pensamiento hermoso sobre el cuerpo humano. Era de naturaleza alegre y veía la vida con optimismo. Es cierto que su enfermedad era grave y dolorosa, sin embargo le había obsequiado el don de la poesía; y por poesía es preciso entender no la capacidad de concebir bellos versos ni de engalanar el lenguaje, sino el poder excepcional de expresar lo inefable, de ver lo que nadie más es capaz siquiera de concebir, de sondear y transformar el mundo a través de las palabras y de la imaginación.

George tenía una lucidez especial. Sus anécdotas eran fascinantes, algunas de ellas eran verdaderos mitos. Una vez me contó que había trabajado durante un tiempo como profesor en una comunidad de la sierra de Puebla, región montañosa donde abundan los desfiladeros y en la que habita un tipo especial de halcón al que lo lugareños llaman cuichi. George me explicó que éstas eran aves arrogantes que reparaban mucho en el modo de volar de los demás halcones, y que si alguno de ellos no volaba lo suficientemente alto solían burlarse diciendo que era su padre quien no sabía volar. Un día George los retó diciéndoles: “Ustedes se creen que vuelan muy alto pero ninguno de ustedes vuela como mi papá”, y acto seguido señaló un avión que iba pasando. Fue así como George se ganó su respeto, pues los halcones nada pudieron replicar contra esto, e incluso terminó haciéndose compadre de uno de ellos (hay que imaginar la fiesta donde sellaron el pacto). Su nombre era “Cuatro Nubes”, pues su seña particular eran cuatro pequeñas manchas blancas en su cabeza. El nombre de cuichis les venía, precisamente, del sonido que emitía cuando volaban en busca de alimento. De acuerdo con su relato, los pequeños roedores que permanecían escondidos en sus madrigueras se asustaban tanto al oír este chillido que sacaban a la más pequeña y débil de sus crías como una especie de ofrenda a su predador. “¡Eran tan tontos!”, me dijo. “Hubiera bastado con ir a la milpa por una mazorca y dejarla tirada en medio del campo. Al rato iba a haber seis o siete conejos o ratones nomás para ir a recogerlos sin necesidad de tanto esfuerzo. Pero no se los quise decir pues se habrían hecho inteligentes”. Al final del relato me platicó que él también acostumbraba volar con ellos, que se acostaba en la cumbre de un cerro, sobre una piedra grande y lisa, y comenzaba a levitar; o si no de pie, cruzado de brazos, se elevaba y se deplazaba por los aires. Ahora que lo pienso, bien pude haberle pedido que me mostrara aquel acto portentoso, pero supongo que no lo hice pues estaba convencido de que su historia era una maravillosa invención.

Durante el tiempo que duró nuestra amistad George se convirtió para Ana y para mí en un auténtico gurú. Nos enseñó a ver el aura de los árboles, a escuchar el chismorreo de las flores y a entender el silbido de los pájaros. Nosotros, sin embargo, jamás pudimos ver ni escuchar nada de lo que él decía percibir. Conocía el lenguaje de los símbolos y el esoterismo: nos enseñó a interpretar nuestros sueños, nos mostró las propiedades curativas de distintas plantas, nos explicó el sentido de cada uno de la hexagramas del I-Ching y la manera en que los antiguos cholultecas concebían los cuatro rumbos del cosmos. Le gustaba el olor de las frutas en el mercado, el color encedido de las flores y el gris de los nubarrones cuando se ciernen pesadamente sobre el valle antes de una tormenta. Su conversación siempre giraba alrededor de estos temas. Era igual a un niño a quien no le interesan las cosas serias y busca la magia en todas partes; y por ello le impacientaba mi tendencia a racionalizarlo todo. Fijaba su vista sobre las arañas para establecer una conexión mental con ellas y ordenarles que caminaran en tal o cual dirección; de noche escudriñaba el cielo buscando naves espaciales. Estaba convencido de la existencia de dimensiones invisibles para el común de la gente, creía en la reencarnación y en el destino, así como en una inteligencia superior que rige el universo y ordena el curso de los hechos y la vida.

Pero así como podía ser profundamente espiritual, George era también un hedonista incorregible que se entregaba a todo tipo de excesos. En una ocasión lo vi coger una pizca de cocaína con el dedo y dársela a chupar a su hijo de cuatro años, argumentando que siendo adictos sus padres, el niño tenía una necesidad genética de droga. Conocía un médico corrupto que trabajaba en un pueblo cercano y le extendía recetas para adquirir fármacos: anfetaminas, antisicóticos y barbituricos. Debo decir que también nos enseñó a andar por aquel camino, del cual nos supimos retirar a tiempo. Tendía a la megalomanía y cuando se emborrachaba se volvía incontrolable, como una especie de profeta iracundo del Viejo Testamento. Una noche, en una reunión, se paró en el centro de su habitación iluminada con velas; estaba eufórico, tenía el pecho henchido, la melena alborotada y nos veía a todos desde lo alto, con los ojos muy abiertos. Habló por horas, como un iluminado. Entre otras cosas dijo que él era la reencarnación de Hermes Trimegistro, heredero de un saber muy antiguo y secreto, y anunció que el ser humano pronto llegaría a un nivel de conciencia tal que sería capaz de remontar el cosmos y llegar a otras dimensiones tan sólo con el poder de su mente. Había que tener cuidado, nos advirtió, porque en el espacio había araños gigantes capaces de devorar planetas enteros. “No importa si lo creen o no”, dijo. “¡Los alucinados seremos los capitanes de las naves del futuro!”.

Al final nos fuimos distanciando a causa de malentendidos y poco a poco dejé de buscarlo. Además, en aquel entonces yo atravesaba una situación económica y familiar difícil, y tuve que dejar Cholula para ir a trabajar al Distrito Federal. No volví a verlo en mucho tiempo, aunque seguí teniendo noticias suyas. Supe que se había ido a vivir a Tulúm y a Xochimilco, y que había vuelto a Cholula al cabo de uno o dos años; me enteré de que su mujer lo había dejado llevándose al niño consigo, y que él había caído más y más en la adicción y la soledad. Hace tres años, un día que Ana y yo regresamos a Cholula, lo encontramos y nos invitó a su casa. Ésa fue la última vez que lo vimos. Vivía solo, sin más compañía que un perro, en una casa que él mismo había construido a las afueras del pueblo. Había dejado su trabajo como profesor de escuela y daba clases de yoga en la casa de la cultura. El poco dinero que ganaba lo utilizaba para comprar alcohol y droga. Vivía en la frontera entre el desenfreno y el más puro ascetismo. Nos habló sobre meditación: tenía mantras para soñar despierto, para llamar la lluvia, para ver y oír a seres de otras dimensiones, y por supuesto tenía mantras para volar. Recuerdo que para tener sueños lúcidos había que repetir la palabra “Faraón” una y otra vez, alargando las sílabas para crear una frecuencia monocorde que indujera el trance. “Después de trescientas y tantas veces de repetir una y otra vez las palabras, ya andas astraleando bien grueso”, nos dijo. Evidentemente seguía siendo el mismo de antes: mantenía su peculiar sentido del humor y estaba siempre en espera de cruzar, por el medio que fuera, al otro lado de la conciencia.

lunes, 22 de junio de 2009

El futuro no tiene porvenir

"París en el siglo XX". Ilustración de Pablo Gargallo

Corre el año de 1963. Michel Jerôme Dufrénoy es un joven poeta parisiense que intenta ser feliz y encontrar su lugar como artista, aunque para su desgracia, se halla fuera de lugar: la sociedad de su época ha dejado atrás el romanticismo y el goce estético que antes nutriera el espíritu humano, y en su lugar rinde una devoción obstinada al cálculo, la ciencia y las cosas prácticas, enorgulleciéndose ciegamente de sus avances tecnológicos que, en efecto, no podrían ser más sorprendentes. Como muestra la propia capital francesa, que cuenta con un alumbrado eléctrico y un enorme faro que domina la ciudad y proyecta un potente haz luminoso sobre el cielo. Posee también un sistema de vías elevadas por el cual corre un sistema de transporte colectivo impulsado por aire comprimido. Los vehículos han prescindido de la tracción animal y del carbón, y se desplazan silenciosos por las calles gracias a un motor de combustión interna que se alimenta de hidrógeno, logrando eliminar así el ruido y la contaminación. Por si fuera poco el genio humano ha conseguido abrir un canal de 140 kilómetros de largo y 70 metros de ancho que conecta París con el oceáno, aprovechando el cauce natural del río Sena, convirtiendo a la ciudad luz en un puerto marítimo donde llegan embarcaciones de gran calado, procedentes de todas las naciones; y el capital y la información circulan a toda velocidad gracias a un sistema de telégrafos interconectados que en cuestión de segundos permiten enviar y recibir correspondencia e imágenes de cualquier lugar del mundo.

Ésta es la fantasía que Julio Verne concibió y plasmó en una pequeña novela titulada París en el siglo XX. Escrita en 1863, en los albores de su carrera literaria, fue rechazada por su editor Pierre-Jules Hetzel, quien la consideró una obra inferior. Permaneció inédita durante más de un siglo a merced de múltiples viscicitudes y no fue sino hasta 1994 que se publicó en Francia. Es una obra humorística en la que Verne puso de manifiesto sus dotes de visionario: aquel poder deductivo que le permitía anticiparse a los eventos y prever los cursos probables de la ciencia y el progreso. También es una obra cargada de ironía donde expresó una visión poco entusiasta del futuro, pues si bien la sociedad que retrata ha alcanzado un elevado grado de sofisticación tecnológica, los hombres no parecen “sentirse admirados por estas maravillas y tan sólo las aprovechan tranquilamente sin ser felices”. El triunfo del racionalismo y el pensamiento materialista representa la derrota del espíritu y los altos ideales. Ya no se rinde culto a la belleza ni a la valentía; la humanidad ha olvidado su antiguo amor por la naturaleza y sólo reconoce la invencible potestad de las máquinas y del dinero.

Es en este mundo donde el desventurado protagonista trata de sobrevivir y mantener su integridad como artista. Michel Dufrénoy encarna la figura del artista incomprendido. La historia comienza el día en que recibe un premio, que más bien parece una afrenta, por ser el alumno más destacado en la clase de “Versos latinos”; más adelante lo encontramos convertido en empleado bancario, ocupado en la agobiante labor de dictar interminables listados de cifras que son anotados en un enorme libro de contabilidad. No logra conservar este empleo ni el siguiente, como escritor-burócrata del Gran Almacen Dramático, encargado de reescribir fragmentos de viejas obras teatrales. Sin ninguna alternativa para ganarse la vida, queda sumido poco a poco en la miseria, sobreviviendo a duras penas en medio de un invierno particularmente atroz. Pese a los consejos de sus amigos y familiares, renuncia a sacrificar su talento y rendirse ante la realidad en aras de una vida segura, y escribe su único volumen de poesía, irónicamente titulado “Las Esperanzas”: canto del cisne de la belleza. En el último episodio lo vemos gastar sus últimas monedas para comprar un último ramo de flores a su amada, a la que no logra encontrar. Vaga sin rumbo, abatido por la nieve y el frío. Finalmente entra al cementerio del Père Lachaise y sube la colina donde yacen enterrados sus héroes inmortales: pintores, poetas y músicos de los siglos precedentes que ahora reposan, olvidados, debajo de la tierra. Es ahí donde él pertenece, y es ahí donde ofrenda su último aliento, no sin antes contemplar desde lo alto aquella ciudad ingrata.

No podemos decir que Julio Verne haya sido un nihilista. El problema aquí es la asombrosa exactitud con que éste supo mirar a través del tiempo. No obstante que la suya es una versión exagerada de la realidad, en parte por el efecto humorístico que pretendía darle a su novela, el hecho es que hoy en día, a pesar de todos los avances tecnológicos y científicos, los seres humanos no conseguimos ser felices ni resolver nuestros problemas más urgentes. Hay en esta obra un rasgo común a otras novelas y relatos de ciencia ficción: una marcada tendencia a retratar un futuro sombrío, donde de una u otra forma la sociedad acaba siendo víctima de su propia ilusión de progreso. El futuro siempre luce mal. Si bien esta tendencia se hizo más marcada durante los últimos cien años, no se trata de una cuestión reciente. El miedo al porvenir es tan antiguo como la humanidad misma; podríamos decir que se trata de un presentimiento instintivo. Hace siglos, los textos proféticos planteaban una concepción según la cual el tiempo estaba determinado por ciclos de ascenso y caída. Vieron en el curso de la historia no una senda hacia la felicidad cuya dirección dependía del aprendizaje y la sabiduría aquilatada al paso de los años, sino un camino lógico y natural hacia la decadencia de las civilizaciones. Otros pueblos se deshicieron muy pronto de sus esperanzas, dándose cuenta de nuestra monstruosidad y de nuestra incorregible inclinación al desastre: un mito bantú nos dice que Dios huyó después de crear al hombre, espantado de su propia obra, y que no se le volvió a ver por el mundo. Nada bueno cabría esperar de dicho estado de orfandad en la que el ser humano está a merced de su propia fatalidad, en camino hacia su propia destrucción.

Hoy en día hay quienes ven el caos que vivimos en los ambitos ecológico y demográfico, económico, político y moral como prueba de que nos acercamos al cierre de uno de estos ciclos, y que estamos presenciando el fin de nuestra civilización, tal como indican diversas profecías. Las señales se multiplican, nos dicen científicos y videntes que por igual nos advierten sobre el triste panorama que pinta en los años venideros. La gente en las calles comenta la proximidad del colapso, unos con resignación, algunos con miedo y otros más con júbilo ante la destrucción de un mundo que no puede ir peor. “¡Nada se puede hacer contra el destino!”, se oye decir por todos lados. “¡Arrepiéntanse y no vuelvan a pecar!”, predican unos. “¡El futuro no tiene porvenir. Todo está permitido!”, claman otros. Incluso hay quienes fijaron ya una fecha para el colapso: 23 de diciembre de 2012, de acuerdo con una supuesta profecía maya.

Afirman los historiadores que la sociedad medieval, azotada por guerras y epidemias, vivía en espera del Apocalipsis, y que un ambiente parecido al de la actualidad privó poco antes del año 1000, que entonces se interpretó como el fin del plazo. Llegó la temida fecha y el mundo permaneció tal cual, siguiendo su curso monótono e imperturbable, dando vueltas sin ton ni son. Cierto es que la sociedad medieval no tenía la capacidad de caos y destrucción que ostentamos actualmente, pero espero que esto mismo vuelva a suceder luego del día indicado por esta predicción. Personalmente me niego a aceptar que no haya más que cruzar los brazos y sentarse a esperar el fin. Prefiero pensar que el destino no es un guión escrito de antemano sino el resultado de la suma de nuestros actos, que son cada vez más quienes se dan cuenta de los errores cometidos, que el actual sistema caerá vencido por su propio peso (no sin hacer un gran estrépito) y que tanto las actuales generaciones como las venideras podremos dar marcha atrás para de una u otra forma reinventar el orden de las cosas antes de caer definitivamente en el abismo. Aquí lo que está en juego es la ambivalencia entre lo perfectible de nuestro ser y nuestra tendencia a cometer los mismos errores. ¿De qué lado se inclinará la balanza? Al igual que Michel, el héroe de Julio Verne, mantengo mis esperanzas y me niego a claudicar ante el fatalismo, por irrebatible que éste pueda ser.

martes, 16 de junio de 2009

Mal de ojo



por: Eduardo Rodríguez Flores


Soy tímido por naturaleza y paranóico por añadidura. No soy de mal corazón, ni tampoco hipócrita, y prefiero mirar de frente a desviar la vista. Hay veces, sin embargo, que me cuesta un gran esfuerzo sostener la mirada de los otros, y otras en que acabo siendo indiscreto pues trato de ser franco e ignoro la medida exacta y el modo de conectar mis ojos con los demás. Me consuela, sin embargo, saber que no soy el único que pasa por este tipo de dificultades, pues si bien existen personas extrovertidas que no ponen reparo en compartir su mirada, hay quienes guardan sus ojos con tanto o mayor pudor que su cuerpo o sus palabras. Éste no es un problema menor: el alma nada desnuda en estos dos pozos insondeables, y no se muestra fácilmente a cualquiera.

En las distintas culturas del mundo la mirada plantea un problema pues conecta la parte social y la parte íntima de nuestro ser. La gente se hiere y se acaricia con la mirada. Es tan grande el poder de esta facultad que puede ser al mismo tiempo un sable y una ventana abierta a nuestros sentimientos, deseos e intenciones. Es por ello que se busca educar los ojos, depurarlos y protegerse de ellos. En los países anglosajones, por ejemplo, se considera una descortesía ver directamente a alguien, e incluso puede interpretarse como una clara agresión. Para los musulmanes mirar de frente una mujer ajena es una grave falta de respeto al honor de su marido. Dentro de la cultura latina, en cambio, mirar a los ojos se toma como muestra de sinceridad y se sospecha de quienes evitan hacer contacto con la vista de sus interoluctores.

No nos detendremos aquí a abordar la infinita diversidad que existe en el modo de mirar. Queda pendiente, por ejemplo, hablar de los ojos de los amantes. Diremos solamente que sus ojos no dejan de buscarse ni de verse, aun en medio de la oscuridad o la distancia. Su lenguaje lo abarca todo, como las palabras clave con que algunos poetas ponen al mundo entre paréntesis. La mirada de los enamorados está investida de tal poder y es tan profunda que lo mismo semeja al sol que al océano, lo mismo arde que se alza en tempestad, lo mismo crea que destruye. Con razón se preguntaba Shakespeare si acaso el amor reside en los ojos y no en el corazón. Tampoco hablaremos de los ojos vacíos del asesino, ni de la mirada ensimismada de los sabios y los melancólicos, o de las diferencias que hay entre el mirar de los hombres y el de las mujeres; más bien nos concentraremos en un tipo particular de mirada y sus efectos.

Hay quienes poseen una mirada extraña y penetrante que abrasa todo lo que ve. Es difícil, incluso peligroso, mirar a estas personas de frente. Son a las que se conoce popularmente como “de vista pesada”, y son los causantes del llamado “mal de ojo”. Pese a no ser reconocida por la medicina occidental, la existencia de esta afección física y anímica es temida y aceptada por distintos pueblos. Pensemos, por ejemplo, en las precauciones que toman algunas madres mexicanas durante los primeros meses de vida de sus hijos para protegerlos de este mal: amarran al tobillo del niño una semilla grande y redonda de color café oscuro que se conoce popularmente como “ojo de venado”, y esconden tijeras y semillas de mostaza bajo el colchón de la cuna para conjurar éste y otros peligros inmateriales que acechan a los infantes. Se dice que el mal de ojo puede ser voluntario o involuntario, y que afecta también a plantas y animales. Para muestra, el caso de cierta anciana de ojos ávidos que, al contemplar la belleza de un rosal, provocó sin querer que éste se secara y muriera.

Yo mismo fui víctima del mal de ojo. Hace diez años, un amigo, mi esposa y yo realizábamos un video documental sobre el culto al agua y al volcán Popocatepetl en comunidades campesinas de Puebla, Morelos y el Estado de México. En uno de estos pueblos entrevistamos a un viejo campesino que años atrás había sido alcanzado por un rayo, viéndose obligado a aprender el oficio de granicero; es decir que debía cumplir la misión de hacer llover y conjurar el granizo. Nos habló, entre otras cosas, de la vez que había visitó el paraíso de Tlaloc: una suerte de jardín de las delicias prehispánico oculto dentro del volcán; un lugar lleno de agua y vegetación adonde iban los niños recién nacidos y todos aquellos que morían por alguna causa relacionada con el agua o las tormentas. Éstos recibían el nombre de “regadores”, y como su nombre indica, tenían la misión de navegar sobre las nubes, que de acuerdo con él no son sino embarcaciones capaces de zurcar los aires, y “regar” la lluvia por todo el orbe.

Al final, después de dos horas de escuchar fascinados su relato, cometimos el grave error de preguntarle si quería dinero por la entrevista. El señor se negó y se mostró incómodo por nuestro ofrecimiento, lo cual era muy lógico pues al fin y al cabo su testimonio no tenía precio. Estábamos tratando de remediar el desaguisado, cuando noté que uno de sus hijos —joven de unos dieciocho años— me miraba fijamente. Al verlo sonreí, intentando conciliar la situación y demostrar que si bien habíamos cometido una falta de delicadeza, no lo habíamos hecho con mala voluntad. Sin embargo, él continuó observándome con insistencia. Había en sus ojos algo inquietante, una especie de rencor o antipatía, y esto logró intimidarme. Minutos después, en el auto, de vuelta a casa, comencé a sentirme mal: al principio vi un aura brillante alrededor de las figuras que me deslumbraba, luego vino un malestar general que se fue agravando en el trayecto hasta Cholula, a dos o tres horas de distancia. Estaba pálido, sentía nausea y sudaba copiosamente. No pude aguantar mucho y tuve que vomitar a mitad del camino, y así continué durante todo el trayecto. Iba con los ojos cerrados, sin reparar en la carretera, temblando y con la cabeza a punto de estallar, oyendo las voces de mi esposa y mi amigo, sumido en una especie de lucidez dolorosa.

Sospeché lo que me sucedía, pues una ocasión mi padre había padecido algo similar. Fue un día, en Veracruz, en un paraje solitario a la orilla de un río rodeado de vegetación exuberante. Estuvimos no más de una hora en aquel sitio y de regreso, en el coche, comenzó a sentirse mal. En aquella ocasión, mi abuela supuso que la causa era un “mal aire”, lo cual entiendo como una especie de energía negativa que estaba presente en aquel sitio y que de algún modo tuvo el poder de quebrantar a mi padre. Para curarlo, mi abuela cogió un poco de ruda, esa plantita de color azul verdoso que crece en todas partes y despide una poderosa fragancia, e hizo que mi padre se parara frente a ella, con los brazos extendidos hacia los lados; después comenzó a pasarle el manojo por todo el cuerpo, atrás y adelante, hasta que logró barrer la mala energía que lo rodeaba.

Fue por ello que, al llegar a Cholula, le pedí a un amigo que vivía a lado nuestro, y que tenía un jardín donde antes yo había visto dos o tres matas de ruda, que me “limpiara” siguiendo el mismo procedimiento de mi abuela. El intenso perfume de esta planta disipó mi malestar, y poco a poco me fui sintiendo mejor. Ya después, por la noche, tuve apetito para comer algo ligero y pude dormir profundamente hasta el siguiente día. Estoy convencido que en aquella ocasión fui víctima del “mal de ojo”, pues no hubo ninguna otra razón que me hiciera sentir así. Supongo que de cierta forma el rencor de aquel muchacho hacia mí adquirió sustancia y pudo viajar a través de la conexión entre sus ojos y los míos hasta inocularse en mi organismo como un veneno, provocándome aquella desazón física y espiritual. Debo decir además que hasta entonces no me había sucedido nada parecido antes, y que tampoco ha vuelto a ocurrirme después.

lunes, 8 de junio de 2009

La Siesta

por: Eduardo Rodríguez Flores

Hace unos días tuve la oportunidad de visitar el Museo de Orsay, en París, que atesora una gran colección de arte donde destacan las principales obras de la escuela impresionista. En el quinto piso de aquel enorme edificio neoclásico que alguna vez fue estación ferroviaria, se exhiben, uno tras otro, cuadros de Cézanne, Monet, Van Gogh, Degas, Renoir, Pisarro, Manet y Fantin-Latour. Muchas de éstas son obras con las que estamos familiarizados, pues es común verlas en afiches y libros de pintura, pero esto no quita la emoción ni la alegría de descubrirlas en medio de la sala y contemplarlas por primera vez. Ninguno de estos originales ha perdido su aura: ese sentimiento de santa inaprehensibilidad que poseen las cosas y los momentos particularmente bellos.

Al estar frente a estas obras es como si quedáramos expuestos ante el espíritu de la obra y su poder expresivo. El tiempo no pasa por ellas. Ahí están la personalidad y el estado de ánimo de cada uno de estos artistas, así como su técnica y ritmo particulares de trabajo: las pinceladas rápidas e intensas sobre la pintura pastosa y poco diluida que empleaba el desdichado Van Gogh; las combinaciones y sobreposiciones de tonos que utlizaba Monet, quien con curiosidad científica buscaba imitar los efectos de la luz y los demás elementos; la delicadeza etérea con que Renoir deslizaba el pincel sobre el lienzo sin dejar más marca que aquellas largas estelas de color encendido y nebuloso que caracterizan sus cuadros; o la espontaneidad sublime con que Degas retrató, en exquisitas tonalidades verde y azul, el mundo de las bailarinas de ballet.

Pero lo más sorprendente de estas pinturas es, en mi opinión, su naturalidad. Detrás de cada una de ellas se advierte la intención íntima de estos artistas, que no era otra que, simple y sencillamente, imitar la vida, capturar la gracia de sus gestos más cotidianos y triviales: los trabajadores que descargan sacos de cal a orillas del río Sena; la joven bailarina que, en un descanso en medio del ensayo, aprovecha para estirar los empeines mientras su compañera de a lado se rasca la espalda. Los pintores impresionistas supieron reconocer el milagro latente de estas escenas y eternizar lo que de otra forma se hubiera perdido en la infinitud de los instantes muertos. Su trabajo (similar al de la memoria y precursor, por tanto, del cine y la fotografía) fue tomar ese flujo inaprehensible de tiempo y movimiento, y fijarlo en el lienzo como una emoción desnuda.

De este conjunto de obras llamó particularmente mi atención “La siesta”, de Vincent Van Gogh. Fue pintada durante el invierno de 1889 y 1890, año de la muerte del artista, mientras permanecía internado en un asilo siquiátrico en Saint-Rémy de Provence, al sur de Francia. Representa una escena campirana en medio de un trigal a finales del verano, época en que se suele cosechar el trigo. Como su nombre lo indica, el motivo principal del cuadro es una pareja de campesinos exhaustos que aprovechan una pausa en medio del trajín para descansar. Aparecen uno al lado del otro, recostados a la sombra de un enorme montón de espigas recién cortadas, bajo el azul alucinante del cielo van goghiano; incluso, ellos mismos visten de azul, como si reflejaran o fuesen un fragmento de esa bóveda celeste. El hombre aparece semitendido sobre los haces de trigo, con los pies descalzos, entregado por completo al sueño, a juzgar por la posición en que yace su cuerpo vencido. Tiene los brazos tras la nuca, con un sombrero de paja levemente inclinado hacia el frente que le cubre la cara. De hecho, el artista no se preocupó por dibujarle un rostro: su cabeza es tan sólo un semicírculo grisaceo donde vagamente se insinúan sus labios y parte de la nariz.

A su derecha, vemos a la mujer profundamente dormida, recostada de lado, tiernamente acurrucada hacia el hombre. Las piernas de ambos se rozan suavemente. Ella lleva puesto un vestido largo de campesina, ceñido a la cintura por un lazo, y una pañoleta blanca sobre la cabeza, que descansa entre sus brazos. Su rostro está curtido por el sol y deja entrever el dulce reposo. A la izquierda, un poco más alejados, están los zapatos del hombre, y al lado, las hoces con que siegan las espigas, acomodadas una sobre otra. En tercer plano, unos metros más atrás, junto a otra colina de trigo, vemos una recua de bueyes que aprovechan el descanso para pastar junto a una carreta, y detrás de ellos la figura de un hombre que apenas se deja ver. Al fondo se levanta el mar dorado del trigal mecido por la brisa, en espera de ser cortado.

Como dije antes, parece ser que Van Gogh utilizaba una mezcla poco diluida de pintura, probablemente para realzar la intensidad de los colores, por lo que la huella del pincel se hunde sobre la pasta de oleo como si fuera una cuña. De hecho, la textura del cuadro es muy similar a la de uno de esos mapas con relieve que indican las elevaciones y los accidentes del terreno. Todo esto nos da una idea del esfuerzo físico y mental que la obra demandó al artista. El trazo es simple y bien definido. Las pinceladas son cortas y febriles; cada una vale por sí misma y ninguna es igual a la otra. Cada cual lleva su propio camino y su propia dirección, y posee además una tonalidad ligeramente distinta; de modo que vistas de cerca, dan la idea de ser llamaradas de un incendio azul dorado fuera de control. Por otro lado, si se le contempla a cierta distancia, como un conjunto, entonces uno puede sentir el suave movimiento de las olas de trigo, el cielo chispeante y los rayos de luz que inundan la escena teñida de matices. El efecto no sólo involucra la vista sino el alma toda, y recuerda ciertos estados de conciencia en que la percepción se incrementa notablemente, y el mundo estalla y la vida se revelan de pronto como una explosión de luz y movilidad infinitas.

Lo que más impresiona de este cuadro es su juego de contrastes. Contraste entre cielo y la tierra, entre el azul y el dorado; contraste entre el realismo de la escena y el paisaje delirante; contraste entre el descanso y el ritmo imperturbable de la faena cósmica. Es probable que la obra también sea un reflejo del anhelo de paz que por aquel entonces sentía el corazón atormentado del artista, con lo que se cumpliría la antigua intención del arte de retratar la belleza inefable que está dentro y más allá de nosotros; de alcanzar, aunque sea por un momento, aquella perfección que está tan lejos de nuestro alcance y que sólo podemos presentir como una sutil impresión.




martes, 2 de junio de 2009

Vagabundos en el reino de la ensoñación



El centro de la ciudad de México está lleno de locos. No lo digo en sentido figurado, sino en su acepción literal de locos “locos”: aquellas personas que, debido a un desorden profundo de su mente, habitan como vagabundos en el reino de la ensoñación. Sueñan despiertos, anteponiendo sus fantasías a la realidad, tergirversando el orden íntimo que separa el sueño y la vigilia, cambiando el nombre y el sentido de las cosas, olvidándose de sí mismos y de su humanidad hasta convertirse en ángeles o bestias. La mayoría de la gente les teme por esto, y siente una profunda aversión hacia ellos. En el mejor de los casos los ignora y los deja deambular por las calles como indigentes.

Viven libres, como las bestias, alimentándose de lo que encuentran en la basura o de lo que algunas personas caritativas les dan. No tienen hogar, ni nombre. Su imperio es la inmensidad de la urbe, y así como ésta, ellos tampoco tienen fronteras: andan en harapos, casi desnudos, sin ningún pudor. Uno de ellos, por ejemplo, me mostró su vello público invadido por ladillas. Otro se quedaba dormido en la calle, totalmente ebrio, boca arriba, bajo el rayo implacable del sol, con los pantalones a la rodilla y el pene asomando como un pez muerto. Llevan largas barbas grises y estropeadas y es común que contraigan piojos: esas larvas parecidas a los granos de arroz. Una vez vi a un hombre enorme, de cabellos muy largos, con la piel color asfalto, y apenas vestido con una traza larga que alguna vez fue un abrigo. Estaba cubierto de liendres y caminaba por la calle, imponente, con la mirada perdida. No hay palabras para expresar el horror que me despertó. Fue como si súbitamente se me hubiese aparecido el demonio.

Ignoro cómo llegaron ahí o por qué escogieron deambular por esta parte de la ciudad. Las grandes urbes poseen un extraño magnetismo que atrae a los alucinados. Su historia individual, la de cómo perdieron la razón y acabaron perdidos en su propia mente, es un gran misterio. Lo cierto es que con el tiempo uno se acostumbra a estas imágenes terribles y comienza uno a reparar en sus particulares formas de demencia. No hay un loco igual entre sí; cada cual posee su propia extravagancia y su propio dolor: aquel carga una jaula de cristal llena de tierra, y durante las tormentas grita y manotea hacia el cielo, como si luchara él solo contra la lluvia y los elementos; ese otro arroja su lazo imaginario al firmamento, y cuando ha capturado un astro grita de júbilo y jala con fuerza como si hubiese pescado un marlín; éste repite el nombre de los planetas y maldice mientras gira sobre su propio eje: “Saturno, Urano, Neptuno, Plutón, chinga tu madre pinche vieja, Mercurio, Venus, Tierra…”. Son únicos, igual que los diamantes y los copos de nieve.

Los locos suelen vivir aislados dentro de sí y no les importan ni la multitud ni los demás locos que andan por la calle. Si por casualidad se cruzan en la acera ni siquiera voltean a verse. Cada quien vive suspendido en su propia órbita, con sus miles de máscaras y voces. “Pues sí mi amigo Copete”, oí decir un día a una vieja, “como te iba yo diciendo”, y agitaba las manos y escuchaba pero no había nadie, o al menos eso creía yo. Otra, una mujer relativamente joven, de cabello muy negro y rostro que alguna vez fue hermoso, pasa el día entero bebiendo aguardiente y discutiendo con el vacío, escuchando y replicando con la Nada, como si estuviera frente a alguien, enfrascados los dos en una profunda conversación. Al caer la noche, se tiende a dormir, ebria y agotada, sobre el duro lecho de la acera, y no despierta hasta el mediodía siguiente, en medio de un charco de orina, para reanudar de nuevo su solitario monólogo.

Estas experiencias desbordan una intensa humanidad, con todo lo abyecto y todo lo sublime que ésta entraña. Y es que, a menudo, en estas imágenes atroces asoman la piedad y la ternura. En una ocasión, hace unos años, íbamos mi hermano menor y yo caminando por la calle, cuando nos abordó uno de estos personajes. Era el mismo que solía quedarse tendido todo el día sobre la banqueta, con los genitales expuestos. Nos pidió una moneda. Cuando se la dimos, miró a mi hermano y le dijo: “Eres un niño y tienes un tesoro entre las manos”. Después se alejó, con paso renqueante, sujetando su harapiento pantalón con las manos para que no se le cayera. Al recordar a este desdichado pienso en él como un ángel caído, un sabio forjado por el sufrimiento y la nostalgia del tesoro que él mismo perdió.

Otro día, por ejemplo, descubrí que la joven y bella mujer que dialoga sola tenía un enamorado. Era un hombre al que nunca antes había visto, de rostro ajado por el alcohol, que vestía ropa vieja y estropeada, y llevaba anteojos de gruesos cristales que hacían ver a sus ojos más grandes de lo que realmente eran. Pienso que no era un indigente, sino un pobre empleado o vendedor, pues usaba corbata y llevaba un portafolio roto y desgastado. El caso es que estaban los dos sentados en la acera, y en silencio compartían un cigarro (¡ella que nunca dejaba de hablar!). Después, ella se acurrucó en sus brazos y se quedó dormida con una expresión de dulzura en el rostro. Caía la tarde, y la ciudad continuaba con su sordo trajín, pero en aquel momento y en ese preciso lugar, el tiempo se suspendió por unos instantes como si hubiese ocurrido un milagro. Fue una imagen bella y dolorosa a la vez, tan perfecta y delicada que no podía durar mucho tiempo. Al otro día estaba sola de nuevo, y ahí sigue, extraviada en medio de su ciudad fantástica, en espera de su amado, discutiendo con aquella voz impertinente que no deja de inquirirla.